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Envueltas por la calima del viernes por la tarde, Teenie y yo nos encontrábamos en la autopista de Long Island, llena de tráfico. El coche iba repleto de cajas de productos: en el maletero, en el suelo, en nuestros regazos. Teníamos que llevarlas nosotras porque si las confiábamos a un mensajero, había muchas probabilidades de que no llegaran a tiempo. (Y si las enviábamos el día anterior, había muchas probabilidades de que las birlaran.) Pero no nos quejábamos: por lo menos no nos habían hecho ir en autobús, como el año anterior.
Aunque respirar los gases de un millón de coches tampoco era agradable. Una de las ventanillas tenía que estar abierta porque los tres telones de fondo de Candy Grrrl eran muy largos y no entraban del todo en el coche.
- Cuando lleguemos habremos contraído cáncer de pulmón -se lamentó Teenie-. ¿Has visto alguna vez los pulmones de un fumador?
- No.
- ¡Genial!
Con gran deleite se embarcó en una descripción morbosa, hasta que el conductor, un caballero corpulento con unos dedos amarillos habituales en quien le gusta el tabaco, espetó:
- ¿Le importaría cerrar la boca? No me encuentro muy bien.
Eran más de las nueve cuando llegamos al hotel The Harbor Inn. Primero teníamos que examinar la suite de Candace y George para asegurarnos de que era lo bastante lujosa y que el champán, la cesta de frutas, las flores exóticas y los bombones elaborados a mano aguardaban su llegada. Pellizcamos algunos cojines, alisamos la colcha de la cama -no debíamos dejar nada al azar- y luego Teenie y yo cenamos y nos retiramos a nuestros catres para dormir unas horas.
Al día siguiente estábamos en el centro de exposiciones a las siete. Las puertas se abrían al público a las nueve y para entonces debíamos tener montada una minitienda de Candy Grrrl.
Poco después de las siete y media llegó Brooke. Llevaba en la zona desde el miércoles, alojada en la mansión de sus padres.
- ¡Hola, chicas! -nos saludó-. ¿En qué puedo ayudar?
Curiosamente, lo decía en serio. Al rato estaba encaramada a una escalera de mano, colgando los telones de dos metros por tres. Luego dedujo cómo se encajaban las piezas del mostrador lacado negro. Dirán lo que quieran de la gente rica, pero Brooke era extraordinariamente práctica y servicial.
Entretanto, Teenie y yo nos dedicamos a abrir cajas. Estábamos promocionando Protection Racket, nuestra nueva gama de cremas solares. Venían en frascos de cristal (falsos) con tapones de cristal tallado (falsos), como botellitas de perfume antiguas, y las cremas recorrían toda una gama de rosas. El factor de protección más alto, el 30, tenía un tono burdeos intenso; de ahí se pasaba a rosas cada vez más claros, hasta el factor 4, que era rosa pastel. Eran preciosos.
También teníamos cientos de camisetas de Candy Grrrl y bolsas de playa para regalar, incontables bolsitas con muestras y todos los productos de belleza de la marca para que Candace pudiera hacer sus exhibiciones de maquillaje.
Justo cuando colocábamos el último brillo de labios en el mostrador llegó Lauryn.
- Hola -dijo, buscando con sus ojos saltones algo que criticar. Decepcionada, dirigió su atención a la multitud, como un cazador hambriento-. Me voy a…
- Sí -murmuró Teenie cuando se marchó-, te vas a buscar a algún famoso al que lamerle el culo.
Brooke soltó una carcajada.
- ¡Sois la monda, chicas!
A las diez el salón estaba abarrotado. Había mucho interés por Protection Racket, pero la pregunta principal era:
- ¿Me dejará la cara de color rosa?
- Oh, no -respondíamos una y otra vez-. El color desaparece sobre la piel.
- El color desaparece sobre la piel.
- El color desaparece sobre la piel.
- El color desaparece sobre la piel.
De vez en cuando oíamos una voz pija que exclamaba con asombro:
- ¡Hola, Brooke! Qué maravilla, estás trabajando. ¿Cómo está tu madre?
Las bolsas de playa volaban (las camisetas no tanto, pero no importaba) y las tres realizábamos docenas de miniconsultas -tipo de piel, colores preferidos y demás- antes de entregar a la mujer en cuestión un montón de muestras adecuadas para su cutis.
No dejábamos de sonreír, y yo empezaba a notar un terrible calambre en la boca, en las encías.
- Acumulación de ácido láctico -dijo Teenie-. Ocurre cuando un músculo trabaja demasiado.
No tenía la sensación de que el tiempo pasara hasta que Teenie exclamó:
- ¡Mierda, son casi las doce! ¿Dónde está la cola de mujeres ansiosas por conocer a Candace?
Estaba previsto que Candace llegara a las doce. Lo habíamos publicado en la prensa local y se había anunciado cada quince minutos por el sistema de megafonía, pero nadie se había acercado a preguntar.
- Tenemos que empezar a dar la lata a la gente -dijo Teenie. Le encantaba la expresión «dar la lata»-. Si no conseguimos una enorme cola, estamos perdidas.
- Pues adelante, demos la… -Las palabras murieron en mi boca cuando, por encima de las conversaciones de la gente, se oyó un chillido. Parecía el grito de un niño.
Las tres nos miramos. ¿Qué había sido eso?
- Creo que el doctor De Groot acaba de llegar -dijo Teenie.