26
- ¿Aidan? ¿La iglesia espiritista? ¿Debería ir hoy?
Nadie respondió. Nada ocurrió. Aidan siguió sonriendo desde la foto, congelado en un tiempo lejano.
- Muy bien -dije-, lo echaremos a suertes. -Arranqué una página de una revista e hice una pelota con ella-. Lanzaré esta pelota a la papelera. Si fallo, me quedo en casa. Si entra, voy.
Cerré los ojos y lancé la pelota, luego los abrí y comprobé que estaba en el fondo de la papelera.
- De acuerdo -dije-. Está visto que quieres que vaya.
Primero tenía que buscar un pretexto para Rachel; ella quería ir a la playa porque seguía haciendo un calor asfixiante. Le dije que pasaría el día en un balneario y eso la dejó tranquila.
- Pero la próxima vez dímelo a mí o a Jacqui y te acompañaremos.
- Vale, vale -dije, feliz de haberme librado.
Nicholas ya estaba esperando en el pasillo. Esta semana su camiseta decía «El perro es mi copiloto». Estaba leyendo un libro titulado El misterio de Sirio y cometí el error de preguntarle de qué iba.
- Hace cinco mil años, unos alienígenas anfibios vinieron a la tierra y enseñaron a la tribu de los dogones de África Occidental los secretos del universo, incluida la existencia de una estrella compañera de Sirio, una estrella tan densa que, de hecho, es invisible…
- ¡Suficiente, gracias! Veamos, ¿crees que la princesa Diana está trabajando en un bar de carretera de Nuevo México?
- Sí. Y también creo que la familia real la asesinó. Así de bueno soy creyendo. Soy un auténtico creyente.
- ¿Roosevelt sabía de antemano lo de Pearl Harbour y dejó que ocurriera porque quería que Estados Unidos entrara en guerra?
- Sí.
- ¿La llegada a la luna fue un montaje?
- Claro.
Undead Fred se acercaba pesadamente. Mientras los demás estábamos asfixiados, él llevaba su traje negro sin apenas rastros visibles de sudor. La siguiente en llegar fue Barb.
- ¿Qué me decís de este calor? -dijo.
Se dejó caer en el banco, a mi lado, separó los muslos, levantó el borde de la falda y lo agitó enérgicamente.
- Esto me ventilará un poquito la zona -prosiguió-. No es un buen día para llevar ropa interior.
Diantre. ¿Estaba insinuando que no llevaba bragas? Sentí un ligero mareo; he aquí a lo que me había reducido la muerte de Aidan: a rodearme de una pandilla de bichos raros.
Pero ¿eran realmente bichos raros? (Exceptuando a Undead Fred, que era raro de verdad.) ¿No se trataba, sencillamente, de gente abatida?
- No se lo digas a los chicos. -Barb me guiñó un ojo y señaló el borde de su vestido-. Se volverían locos si supieran que lo llevo al aire.
Dado que «los chicos» eran Nicholas y Undead Fred, tuve mis dudas al respecto, pero no dije nada.
Su vestido se abotonaba por delante y se abría a la altura de las caderas. Yo no quería mirar, hice todo lo posible por no mirar, pero sentía lo mismo que con Luke y su entrepierna, la atracción era demasiado poderosa. Totalmente en contra de mi voluntad, eché un vistazo a su vello púbico.
- Barb -dije, con una voz algo chillona, mientras clavaba mis ojos en su cara-. ¿Por qué vienes aquí todos los domingos?
- Porque toda la gente interesante que conozco está muerta. Sobredosis, suicidios, asesinatos, lo que quieras. -Hablaba como si hoy en día la gente no supiera morir como es debido-. Y no puedo permitirme ni dos segundos del tiempo de Neris Hemming.
- ¿Te gustaría hablar con ella?
- Oh, desde luego. Ella es una auténtica médium. -Eso me levantó el ánimo. Si Barb, con su voz áspera y sus malas pulgas, decía que Neris Hemming era una auténtica médium, tenía que serlo-. Si alguien puede comunicarse con tu marido, es Neris Hemming.
- ¿Hablaste con ella? -Mitch acababa de llegar.
- Con su oficina. Dijeron que podría hablar con ella dentro de ocho o diez semanas.
- ¡Es genial!
Todo el mundo convino en que era fantástico. Sus comentarios de ánimo fueron tan cálidos y su alegría tan genuina que olvidé que lo que estábamos celebrando era, en realidad, algo muy inusual.
Entramos en la sala y Leisl comenzó la sesión. La tía abuela Morag llegó para Mackenzie y le confirmó que no había ningún testamento. El padre de Nicholas le aconsejó sobre el trabajo; parecía un tipo realmente agradable, muy pendiente de su hijo. La esposa de Juan Engominado dijo que comiera como es debido. El marido de Carmela dijo que tenía que cambiar el fogón de la cocina, que era peligroso.
Entonces Leisl anunció:
- Barb, alguien quiere hablar contigo. Podría ser… suena como… -parecía algo desconcertada-. ¿Hombre lobo?
- ¿Hombre lobo? ¡Ah, Honguelog! Mi marido. Bueno, uno de ellos. ¿Qué quiere? ¿Seguir gorroneando?
- Dice… no sé si tiene algún sentido… dice que no vendas todavía el cuadro, que su valor va a dispararse.
- Lleva años diciéndolo -refunfuñó Barb-. Tengo que vivir de algo.
La sesión terminó y nadie se había comunicado conmigo pero, alentada por mi cita con Neris Hemming, no me importó.
Me despedí de todo el mundo y me dirigí hacia el ascensor, junto con algunas chicas de la danza del vientre. En ese momento alguien dijo mi nombre. Me volví. Era Mitch.
- Oye, Anna, ¿tienes algo que hacer ahora?
Negué con la cabeza.
- ¿Te apetece hacer algo?
- ¿Como qué?
- No sé. ¿Tomar un café?
- No quiero tomar café -dije.
El café había empezado a provocarme náuseas. Temía que tuviera que empezar a beber infusiones y correr el riesgo de convertirme en una de esas personas agresivamente tranquilas que beben tisanas de menta y camomila.
La cara de Mitch no cambió de expresión. Sus ojos eran siempre los de un hombre que lo ha perdido todo. Que alguien no aceptara tomar un café con él no le afectaba en absoluto.
- Vayamos al zoo. -Ignoro por qué lo dije.
- ¿Al zoo?
- Sí.
- ¿Donde están los animales?
- Sí. Hay uno en Central Park.
- Vale.
Había mucha gente en el zoo, parejas de enamorados y familias paseándose con cochecitos, niños y helados. Yo y Mitch, los heridos ambulantes, no llamábamos la atención. Solo si te acercabas mucho notabas que éramos diferentes.
Empezamos con la Selva, que estaba llena de monos o simios o como se les llame técnicamente. Había muchos -columpiándose en los árboles y rascándose y mirando malhumoradamente al vacío-, demasiados para resultar interesantes. Los únicos que atrajeron mi atención fueron los que tenían el culo rojo y brillante y lo meneaban delante del público.
- Parece que se hayan afeitado el trasero -dijo Mitch.
- O que se hayan hecho una brasileña. -Lo miré para comprobar si necesitaba que le explicara que una brasileña era una forma de depilarse, pero pareció entenderlo.
En ese momento un culo rojo se cayó de una rama y otros dos se acercaron para mofarse de él con agudas carcajadas. El público, encantado, avanzó con sus cámaras y me separaron de Mitch. Cuando me puse a buscarle con la mirada caí en la cuenta de que ignoraba qué aspecto tenía.
- Estoy aquí -le oí decir, y al darme la vuelta me encontré mirando esos pozos sombríos.
Intenté archivar un par de detalles más para futuras referencias: tenía el pelo muy corto, llevaba una camiseta azul marino -aunque supuse que no siempre- y era algo mayor que yo, probablemente treinta y seis o treinta y siete.
- ¿Seguimos? -preguntó.
Me pareció bien. No conseguía mantener la atención el tiempo suficiente para estar mucho rato en un lugar. Fuimos a parar al Círculo Polar.
- A Trish le encantaban los osos polares -dijo Mitch-, aunque yo no paraba de recordarle que eran animales despiadados. Aunque muy monos, eso sí. ¿Cuál es tu animal preferido?
La pregunta me pilló desprevenida. Ni siquiera sabía si tenía un animal preferido.
- El pingüino -respondí. Eso serviría-. Tiene que hacer un gran esfuerzo. No debe de resultar nada fácil ser pingüino. No puede volar y a duras penas puede caminar.
- Pero puede nadar.
- Ah, sí. Había olvidado ese detalle.
- ¿Cuál era el animal preferido de Aidan?
- El elefante. Pero aquí no hay elefantes. Para eso tienes que ir al zoo del Bronx.
Llegamos a la piscina de los leones marinos justo cuando se disponían a darles de comer. Una gran multitud, en su mayoría familias, aguardaba expectante.
Cuando tres hombres con mono y botas de agua aparecieron con cubos llenos de peces, estalló un gran alboroto.
- ¡Ya vienen, ya vienen!
Los cuerpos se arrimaron a las vallas, el aire se llenó con los clics de decenas de cámaras y los padres alzaron a los niños para que pudieran ver mejor el espectáculo.
- ¡Ahí hay uno, ahí hay uno!
Un enorme cuerpo negruzco y brillante emergió de la piscina, estirándose para conseguir su pescado; luego regresó al agua de panza dibujando una enorme ola. El público exclamaba: «¡Uau!», los niños gritaban, las cámaras disparaban y helados olvidados se derretían. En medio de todo eso, Mitch y yo mirábamos impasibles, como figuras de cartón.
- ¡Ahí viene otro, ahí viene otro! ¡Mamá, mira, otro!
El segundo león marino era aún más grande que el primero y la salpicadura que formó al regresar al agua mojó a la mitad de los espectadores. Pero a nadie le importó. Era parte del espectáculo.
Aguardamos a que el cuarto león marino comiera su pescado y Mitch me miró.
- ¿Seguimos?
- Sí.
Nos alejamos de la gente, que seguía embobada y con la mirada chispeante.
- ¿Qué viene ahora? -preguntó Mitch.
Consulté el mapa. Porras, los pingüinos. Tendría que fingir alegría al verlos, ya que se suponía que eran mi animal preferido.
Me entusiasmé tanto como pude; luego, Mitch propuso que siguiéramos. Habíamos hablado muy poco. No me sentía incómoda pero prácticamente no sabía nada de él, salvo que su esposa había muerto.
- ¿Trabajas? -pregunté, repentinamente.
- Sí -contestó.
Continuamos andando y no dijo más. Tras un largo silencio, se detuvo bruscamente y se echó a reír.
- ¡Dios mío, se supone que debo decirte en qué trabajo! Por eso me lo has preguntado. No me estabas preguntando si vivo del paro.
- No importa -repuse-, no tienes que contármelo si no quieres…
- Claro que quiero. Es una pregunta muy normal. Es lo que la gente pregunta. Diantre, no me extraña que ya nadie me invite a cenar. Soy un desastre.
- En absoluto -dije-. Soy yo la que había olvidado que los pingüinos saben nadar.
- Diseño e instalo sistemas de entretenimiento doméstico. Puedo contarte más si quieres oírlo. Es un poco técnico.
- No, gracias. No podría prestar atención el tiempo suficiente para entenderlo. Oye, nos hemos perdido el Territorio Templado: macacos japoneses, pandas rojos, mariposas, patos.
- ¿Patos?
- Sí, patos. No podemos perdérnoslos. Vamos.
Retrocedimos, admiramos con escaso entusiasmo a los animales del Territorio Templado, tomamos la decisión de saltarnos el zoo infantil y de repente el entorno empezó a resultarnos familiar. Estábamos de nuevo en el punto de partida. Habíamos dibujado un amplio círculo.
- ¿Ya está? -preguntó Mitch-. ¿Hemos terminado? -Como si fuera una tarea.
- Eso parece.
- Entonces me voy al gimnasio. -Se llevó la bolsa al hombro y se dirigió hacia la salida-. ¿Nos veremos el domingo que viene?
- Sí.
Esperé a que desapareciera totalmente. Aunque había pasado las últimas dos horas con él, temía el «Síndrome de la Despedida Engañosa»: ocurre cuando conoces poco a una persona y acabas de despedirte de ella con afecto, puede que hasta con un beso, y minutos después, inesperadamente, te la encuentras en la parada del autobús o en el metro o en el mismo tramo de calle, buscando un taxi. No sé por qué pero siempre resulta violento, y la agradable conversación que habías mantenido hace un rato se ha esfumado por completo, el ambiente es tenso y miras las vías pensando: «Llega, tren, maldita sea, llega de una vez».
Entonces, cuando el tren o el taxi o el autobús llega, te despides de nuevo y tratas de bromear con un animado: «Adiós otra vez». Sin embargo, no es ni la mitad de afectuoso que la primera vez y te preguntas si debes darle otro beso, porque si lo haces puede parecer forzado, pero si no lo haces sientes que la cosa ha terminado mal. Como con el soufflé, una buena despedida solo debe hacerse una vez. Una despedida no puede volver a calentarse.
Mientras esperaba a poder irme con total tranquilidad me dediqué a observar a la gente normal que seguía entrando en el zoo y pensé en Mitch. ¿Cómo era antes? O, ¿cómo sería en el futuro? Sabía que no estaba viendo su verdadero yo. En estos momentos él solo era su dolor. Como yo. Ahora mismo yo no era la verdadera Anna.
Me asaltó un pensamiento: puede que nunca volviera a serlo. Porque lo único que podía hacer que las cosas volvieran a ser como antes era que Aidan resucitara, y eso era imposible. ¿Iba a pasarme la vida conteniendo la respiración, esperando a que el mundo se arreglara?
Miré mi reloj. Mitch se había marchado hacía diez minutos. Me obligué a contar hasta sesenta y decidí que ya podía salir. Una vez en la calle lancé algunas miradas furtivas y no lo vi. Paré un taxi y cuando llegué a casa me sentía bastante bien. Un domingo menos.