13
Aidan y yo fuimos a tomar nuestra copa a Lana's Place, un bar tranquilo y elegante con iluminación indirecta y música suave y refinada.
- ¿Te parece bien? -me preguntó mientras nos sentábamos-. ¿No es demasiado raro?
- Por ahora no -contesté-. A menos que se trate de uno de esos locales donde los camareros hacen claqué a las nueve de la noche.
- Ostras. -Aidan se agarró la cabeza-. No lo pregunté.
Cuando la camarera se acercó a tomarnos nota, dijo:
- ¿Les abro una cuenta?
- No, gracias, puede que tenga que irme precipitadamente -contesté-. Si al final resultas ser un tío raro -añadí cuando la camarera se hubo marchado.
- No lo soy.
Tampoco yo pensaba que lo fuera. Aidan no era como los tipos de las citas rápidas. Pero no debía confiarme demasiado.
- Tenemos la misma cicatriz -dijo.
- ¿Hum?
- La cicatriz. En la ceja derecha. ¿No te parece… especial?
Estaba sonriendo: no debía tomármelo demasiado en serio.
- ¿Cómo te hiciste la tuya? -preguntó.
- Jugando en una escalera con los zapatos de tacón de mi madre.
- ¿Edad? ¿Seis? ¿Ocho?
- Veintisiete. No, cinco y medio. Estaba interpretando un número musical de Hollywood y rodé por la escalera. Al llegar abajo me golpeé la frente con la estufa de convección.
- ¿Estufa de convección?
- Debe de ser típicamente irlandés. Un artilugio de metal. Me pusieron tres puntos. ¿Cómo te hiciste tú la tuya?
- El día que nací. Un accidente con la comadrona y unas tijeras. También me pusieron tres puntos. Y ahora, cuéntame qué haces cuando no eres ayudante de mago.
- ¿Quieres la verdad?
- Si a ti no te importa. Y te agradecería que hablaras deprisa, por si te entran ganas de irte.
Así que le conté mi vida. Le hablé de Jacqui, Rachel, Luke, los hombres de verdad, la destreza de Shake con la guitarra imaginaria, Nell, mi vecino de arriba, la extraña amiga de Nell. Le hablé del trabajo, de lo mucho que me gustaban mis productos y de que Lauryn me había robado mi idea para promocionar la crema de noche de naranja y árnica y la había hecho pasar por suya.
- Ya la detesto -dijo-. ¿Está bueno tu vino?
- Sí.
- Lo digo porque bebes muy despacio.
- No tan despacio como tú tu cerveza.
Tres veces preguntó la camarera: «¿Les sirvo otra copa?», y tres veces se marchó con las orejas gachas.
Después de contarle mi vida a Aidan, él me contó la suya. Me habló de su infancia en Boston, de que él y Leon eran vecinos y en su barrio era muy extraño que un chico judío y un chico de ascendencia irlandesa fueran íntimos amigos. Me habló de su hermano pequeño, Kevin, y de lo competitivos que habían sido de niños.
- Solo nos llevamos dos años. Todo era una batalla.
Me habló de su trabajo, de Martie, su compañero de piso, y de su eterno amor por los Boston Red Sox, y en algún momento del relato terminé mi copa de vino.
- Quédate mientras me acabo la cerveza -dijo, y haciendo gala de una admirable capacidad de contención, hizo que los últimos sorbos duraran una hora entera. Finalmente no pudo evitar terminarla y miró su vaso vacío con pesar.
- Bien, esta es la copa a la que te comprometiste. ¿Cómo están las cañerías de tu apartamento?
Lo pensé un instante.
- Perfectas.
- ¿Y bien? -preguntó Jacqui cuando entré en casa-. ¿Otro chiflado?
- No, normal.
- ¿Química?
Pensé en ello.
- Sí. -Decididamente, había habido química.
- ¿Beso?
- Más o menos.
- ¿Con lengua?
- No.
Aidan me había besado en los labios. Una breve impresión de calor y firmeza antes de marcharse; me dejó con ganas de más.
- ¿Te gusta?
- Sí.
- ¿En serio? -Súbitamente interesada-. En ese caso, tendré que echarle un vistazo.
Apreté la mandíbula y aguanté su mirada.
- No es un Acariciador Meloso.
- Eso seré yo quien lo decida.
La prueba del Acariciador Meloso de Jacqui es una evaluación terriblemente cruel que ella impone a todos los hombres. La creó unos años atrás, después de haberse acostado con un tipo. Este, al parecer, se pasó toda la noche deslizando sus manos por el cuerpo de Jacqui de una forma sumamente suave y melosa, por la espalda, los muslos, el estómago, y antes de realizar el coito tuvo el detalle de preguntarle si estaba segura. A un montón de mujeres les habría encantado un hombre así, amable, atento y respetuoso. Pero para Jacqui fue el mayor chasco de su vida. Habría preferido, con mucho, que la hubiera echado sobre una mesa, le hubiera arrancado la ropa y la hubiera tomado sin pedirle permiso.
- No paraba de acariciarme de una forma asquerosamente melosa -dijo después con una mueca de asco-, como si hubiera leído un libro sobre cómo dar a las mujeres lo que quieren. Maldito Acariciador Meloso, me dieron ganas de arrancarme la piel.
Y de ahí surgió la expresión. Definía una cualidad femenina que instantáneamente despojaba al hombre de todo sex appeal. Era una valoración irrecusable; era mucho mejor, en opinión de Jacqui, ser un borracho de camisa mugrienta que pegaba a la esposa que un Acariciador Meloso.
Sus criterios eran amplios, despiadados y perturbadoramente aleatorios. No había una lista definitiva, pero he aquí algunos ejemplos. Eran Acariciadores Melosos los hombres que no comían carne roja. Los hombres que utilizaban un bálsamo después del afeitado en lugar de abofetearse la escocida piel con una loción irritante. Los hombres que reparaban en tus bolsos y zapatos. (También podían ser Chicos Alegres.) Los hombres que decían que la pornografía era una forma de explotar a las mujeres. (O eran unos embusteros.) Los hombres que decían que la pornografía explotaba a los hombres tanto como a las mujeres eran el colmo de los Acariciadores Melosos. Todos los hombres heteros de San Francisco. Todos los académicos con barba. Los hombres que mantenían la amistad con sus ex novias. Sobre todo si llamaban a su ex novia «ex pareja». Los hombres que hacían pilates. Los hombres que decían «en estos momentos tengo que cuidarme» lo eran hasta la médula. (Hasta yo estaría de acuerdo con eso.)
Los criterios del Acariciador Meloso tenían complejas variaciones y subdivisiones: los hombres que te cedían el asiento en el metro lo eran si te sonreían, pero si gruñían «Siéntese» en tono machote, sin mirarte a los ojos, estaban salvados.
Entretanto se iban incorporando nuevas categorías y subdivisiones. Jacqui decidió en una ocasión que un hombre -del todo aceptable hasta ese momento- era un Acariciador Meloso por decir la palabra «comestibles». Y algunos de sus criterios parecían decididamente injustificados: los hombres que te ayudaban a buscar cosas extraviadas también lo eran, cuando nadie, salvo los puristas más radicales, podían negar que era una cualidad ciertamente útil.
(Casualmente, yo sospechaba que «su» amado y sexy Luke era un Acariciador Meloso. Luke parecía un tipo duro, pero debajo de sus pantalones de cuero y su cuadrada mandíbula había un hombre amable, considerado y hasta sensible. Y la sensibilidad es el rasgo clave del AM.)
Fue al darme cuenta de lo mucho que me inquietaba que Jacqui calificara a Aidan de Acariciador Meloso cuando supe lo mucho que me gustaba. No porque la opinión de Jacqui me afectara, pero siempre resulta algo violento que tu amiga desprecie a tu novio. Aunque con eso no estoy diciendo que Aidan fuera mi novio…
El último novio que tuve, Sam, era un tipo muy divertido, pero una fatídica noche fue calificado de Acariciador Meloso por comer yogur de tarta de queso y fresa bajo en calorías, y aunque eso no tuvo nada que ver con nuestra ruptura -no estábamos destinados a durar- sí dificultó un poco las cosas.
Nunca había visto que un Acariciador Meloso perdiera su título: lo conservaba toda la vida. Jacqui era como el emperador romano de Gladiator: el pulgar apuntaba hacia arriba o hacia abajo y el destino de un hombre se decidía en un instante; no había vuelta atrás.
Personalmente detesto la prueba del Acariciador Meloso, pero quién soy yo para juzgar, que aborrezco los perros falderos. Los hombres que besuquean. Los hombres que te dan la lata, que te hunden la cabeza en el cuello y frotan su frente contra la tuya antes de besarte, a veces acompañándolo con un ronroneo. Eso no me gusta nada. Pero nada.
- ¿Cuándo volverás a ver a ese Acariciador Meloso en potencia? -preguntó Jacqui.
- Le dije que le llamaría cuando me apeteciera -respondí displicentemente.
Sin embargo, Aidan me llamó dos días más tarde; dijo que no podía soportar la tensión de esperar a que yo llamara y si quería cenar con él esa noche. Desde luego que no, contesté, me estaba hostigando y yo tenía una vida propia. Aunque, si quería, podíamos quedar para cenar al día siguiente…
Cuatro noches después de esa cena fuimos a una actuación de jazz. No estuvo tan mal, los músicos descansaban cada dos canciones -o eso parecía-, así que tuvimos muchas oportunidades de hablar. Y una semana después fuimos a comer una fondue.
Entretanto quedé con el amigo de Teenie (fuimos al Cirque du Soleil y fue horrible; un circo es un circo, por mucho nombre francés que le pongas). Luego conocí a ese otro tipo llamado Trent, pero tenía que ausentarse de la ciudad tres semanas y quedamos en vernos a su vuelta. Teóricamente estaba abierta a todas las ofertas, pero el hombre al que más veía era Aidan. Sin exclusividad, por supuesto.
Aidan siempre me preguntaba por todo el mundo -por el trabajo de Jacqui, por la guitarra imaginaria de Shake- porque, aunque no los conocía, estaba al corriente de sus vidas.
- Es como The Young and the Restless -decía.
Nunca nos adentrábamos en terrenos demasiado delicados. Yo tenía preguntas -por ejemplo: por qué no me había telefoneado la primera vez que le di mi tarjeta o por qué había dicho que me había deseado pero no creía que pudiera tenerme- pero no las formulaba porque no quería conocer las respuestas. O, mejor dicho, no quería conocerlas todavía.
Más o menos en nuestra cuarta o quinta cita, Aidan respiró hondo y dijo:
- No te asustes, pero Leon y Dana quieren conocerte, conocerte como es debido. ¿Qué opinas?
Opiné que preferiría que me arrancaran los riñones con una cuchara.
- Ya veremos -contesté-. Casualmente, Jacqui también quiere conocerte.
Lo meditó.
- Vale.
- ¿En serio? No estás obligado. Le dije que no te lo preguntaría porque podrías asustarte.
- No, me parece bien. ¿Cómo es? ¿Le caeré bien?
- Probablemente no.
- ¿Por qué no?
- Porque no -dije-. ¿Sabes cuando dos personas van a conocerse y la otra persona, o sea yo, quiere que se caigan muy bien y dice: «Seguro que congeniáis»? Se crean tales expectativas que ambas personas acaban llevándose una decepción y detestándose. La clave está en crear pocas expectativas. De modo que no, no le caerás bien.
- ¡Cenaremos los tres juntos! -declaró Jacqui.
Ni hablar. ¿Y si ella y Aidan no congeniaban? Tres horas hablando de banalidades mientras intentábamos tragar comida por nuestras tensas gargantas, ¡aaarrrgh!
Una copa después del trabajo bastaría; una velada agradable, ligera y, sobre todo, breve. Elegí el Logan Hall, un bar espacioso de la periferia lo bastante bullicioso para disimular los silencios en la conversación. Estaría repleto de asalariados desfogándose.
La noche en cuestión llegué la primera y me abrí paso entre las numerosas y tentadoras conversaciones,
- … la tía es una caña…
- … una botella de Jack Daniels en el calcetín, te lo juro…
- … debajo del escritorio, mamándosela…
y ocupé una mesa en la zona de arriba. Jacqui fue la siguiente en llegar; ocho minutos después, Aidan todavía no había aparecido.
- Se está retrasando. -Jacqui parecía complacida.
- Ahí viene. -Aidan estaba abajo, abriéndose paso entre la multitud, algo desorientado-. ¡Estamos aquí! -grité.
Levantó la vista, me vio, sonrió con naturalidad y articuló en silencio un «hola».
- Dios, es una monada. -Jacqui estaba sorprendida, pero enseguida recuperó la compostura-. Lo cual no quiere decir nada. Puedes estar con el hombre más guapo del mundo, pero si no come los cacahuetes del bar por miedo a los gérmenes, como les pasa a los Acariciadores Melosos, se acabó.
- Comerá los cacahuetes -dije secamente, y callé porque Aidan había llegado.
Me besó, se sentó a mi lado y saludó a Jacqui con un gesto de cabeza.
- ¿Qué les pongo? -La camarera estaba extendiendo servilletas de cóctel sobre la mesa. A renglón seguido, colocó un cuenco de cacahuetes en el centro.
- Un saketini para mí -dije.
- Que sean dos -dijo Jacqui.
- ¿Señor? -La camarera miró a Aidan.
- No tengo criterio propio -dijo-. Que sean tres.
Me pregunté qué conclusión iba a sacar Jacqui de eso. ¿Eran los cócteles demasiado femeninos? ¿Habría sido preferible que hubiera pedido una cerveza?
- Coge un cacahuete. -Jacqui le acercó el cuenco.
- Oh, gracias.
Sonreí a Jacqui con suficiencia.
Fue una gran noche. Lo estábamos pasando tan bien que pedimos otra copa, y otra, y luego Aidan se empeñó en pagar la cuenta. Volví a inquietarme. ¿Habría un no Acariciador Meloso insistido en dividirla en tres?
- Gracias -dije-, no tenías por qué hacerlo.
- Sí, gracias -convino Jacqui, y contuve la respiración.
Si Aidan decía algo como «es un placer estar acompañado de dos damas encantadoras», estábamos perdidos. Pero solo dijo:
- De nada.
Eso, por fuerza, tenía que ser un punto a su favor en la prueba definitiva del Acariciador Meloso.
- Será mejor que vaya al servicio antes de emprender la larga travesía hasta casa -dijo Jacqui.
- Buena idea. -La seguí y le pregunté-: ¿Y bien? ¿Un Acariciador Meloso?
- ¿Ese? -exclamó Jacqui-. Decididamente no.
- Bien.
Estaba contenta, de hecho estaba encantada de que Aidan hubiera pasado airoso el examen del Acariciador Meloso.
Con afectuosa admiración, Jacqui añadió:
- Apuesto a que es un perro difícil de mantener atado.
Mi sonrisa tembló ligeramente.