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En realidad yo no soy tan rara. Bueno, no más que cualquier otra persona. Lo que pasa es que no soy como el resto de mi familia.
Mis cuatro hermanas son ruidosas y volubles, y -ellas serían las primeras en reconocerlo- les encanta una buena pelea. O una mala pelea. Cualquier tipo de pelea, en realidad. Siempre han visto las discusiones como una forma de comunicación totalmente legítima. Yo me había pasado la vida observándolas como un ratón observa a un gato, hecha un ovillo en un rincón con mi falda con volantes, pequeña y callada, confiando en que si no reparaban en mí no podrían meterse conmigo.
Mis tres hermanas mayores -Claire, Maggie y Rachel- son como mamá: mujeres altas y fabulosas, con opiniones firmes. Me parecían de otra raza y siempre procuraba no llevarles la contraria, porque cualquier cosa que dijera podía chocar contra las rocas de sus firmes y estentóreas aseveraciones.
Claire, la primogénita, hace poco que cumplió cuarenta años. No obstante, sigue siendo una mujer tenaz y optimista que «sabe cómo divertirse». (Eufemismo de «juerguista desenfrenada».) Su vida sufrió un pequeño revés cuando su marido, el condescendiente James, la abandonó el mismo día que ella daba a luz a su primer hijo. Eso la dejó destrozada durante… casi media hora. Luego conoció a otro tipo, Adam, y tuvo el buen juicio de fijarse en que era más joven que ella y fácil de someter. Aunque también tuvo el buen juicio de asegurarse de que fuera moreno y guapo, de espaldas anchas y -según Helen (no preguntes)- bien dotado. Además de Kate, «la niña abandonada», Adam y Claire tienen dos hijos y viven en Londres.
Segunda hermana: Maggie, la lameculos. Es tres años menor que Claire y destaca por negarse sistemáticamente a crear problemas. Pero -y es un gran pero- sabe defenderse y cuando se le mete una idea en la cabeza puede ser más terca que una mula. Maggie vive en Dublín, a menos de dos kilómetros de mamá y papá. (Lo dicho, una lameculos.)
Luego está Rachel, un año menor que Maggie y la mediana de las cinco. Ya antes de que Luke empezara a acompañarla a todas partes causaba bastante revuelo: era sexy, divertida y algo salvaje, aunque su pequeño problema se convirtió, en realidad, en un gran problema. Probablemente el peor de todos, al menos hasta que me tocó a mí. Años atrás, al poco tiempo de instalarse en Nueva York, se aficionó a la caspa del demonio (cocaína). El asunto se fue agravando y después de un dramático intento de suicidio, acabó en un centro de desintoxicación irlandés muy caro.
Muy, muy caro. Mamá todavía se queja de que por el mismo dinero ella y papá podrían haber ido a Venecia en el Orient Express y haberse alojado en una suite del Cipriani durante un mes, tras lo cual se apresura a añadir, aunque sin excesiva convicción, que la felicidad de los hijos no tiene precio.
Aunque es de justicia decir que Rachel probablemente también es el mayor éxito de la familia Walsh. Aproximadamente al año de desengancharse ingresó en la universidad, se licenció en psicología, hizo un máster en drogodependencia y ahora trabaja en un centro de desintoxicación de Nueva York.
Después de los años que había pasado enganchada, Rachel sentía que para ella era muy importante ser «auténtica», una ambición ciertamente loable. El único problema era que se lo tomaba demasiado en serio. Hablaba -con aprobación- de la gente que había «trabajado» en sí misma. Y cuando estaba con sus amigos de «recuperación», a veces se burlaban de las personas que nunca habían hecho terapia: «¿Qué? ¿Me estás diciendo que todavía tiene la personalidad que le dieron sus padres?» Se supone que eso era una broma. Pero no hay que rascar mucho en el ardor de Rachel para desenterrar una versión de su antiguo ser, que es increíblemente divertida.
Después voy yo. Soy tres años y medio menor que Rachel.
Y por último, cerrando la marcha, está Helen, que dicta sus propias leyes. La gente la adora y la teme a la vez. Es ciertamente única: intrépida, poco diplomática y dada a llevar la contraria. Por ejemplo, cuando abrió su agencia (Investigaciones La Buena Estrella), pudo montar el despacho en un precioso edificio de la calle Dawson, con portero y una recepcionista compartida, pero en lugar de eso se instaló en un complejo de pisos cubiertos de grafiti, donde todas las tiendas tenían las persianas permanentemente echadas y jóvenes con chándal pasaban zumbando en bicicleta, lanzando bolas de papel.
Es increíblemente inhóspito y deprimente, pero a Helen le encanta.
Aunque no la entiendo, Helen es como mi gemela, mi gemela oscura. Ella es una versión descarada y audaz de mí. Y aunque siempre se ha reído de mí (nada personal, se ríe de todo el mundo), es leal hasta el punto de llegar a las manos si hace falta.
En realidad, todas mis hermanas son leales hasta el punto de llegar a las manos: aunque ellas pueden echar pestes las unas de las otras, matarían a cualquier otra persona que lo hiciera.
Aunque es cierto que decían que yo estaba en la luna y hacían comentarios del tipo «Te llaman de la Tierra, Anna», debo decir que tenía mis razones; la realidad no me gustaba demasiado. ¿A quién podía gustarle?, me preguntaba a menudo. No podía decirse que fuera un lugar agradable. Aprovechaba cualquier oportunidad para escapar, como leer, dormir, enamorarme o diseñar casas en mi cabeza en las que tenía mi propia habitación y no estaba obligada a compartirla con Helen. Además, no era la persona más práctica del mundo.
Y luego estaban, cómo no, las faldas de flecos.
Es humillante reconocerlo, pero a partir de mi adolescencia tuve varias faldas largas con volantes, tipo hippy, y algunas -¡oh, Dios!- hasta con espejitos. ¿Por qué? ¿Por qué? Era joven e insensata, pero eso no es motivo suficiente. Sé que todos tenemos nuestros vergonzosos secretos de juventud en lo que a ropa se refiere, pero mi período en el páramo de la moda duró casi una década.
Dejé de ir a la peluquería a los quince años, cuando me dejaron el pelo a lo Cyndi Lauper. (Los ochenta, qué culpa tienen los pobres, no daban para más.) Pero las faldas con volantes y espejitos y el pelo enmarañado eran meras bagatelas comparadas con el efecto que tuvo en mi familia la historia de la tarjeta de cortesía…
La historia de la tarjeta de cortesía
Si todavía no la conoces, aunque lo dudo, porque se diría que todo el mundo la conoce, ahí va. Cuando terminé el colegio papá me consiguió un trabajo en las oficinas de una constructora. Alguien le debía un favor, y todos coincidieron en que debía de ser un enorme favor.
El caso es que allí estaba yo, trabajando, esforzándome, siendo amable con los obreros que venían a por dinero para gastos, cuando un día el señor Sheridan, el gran jefe, dejó un talón sobre la mesa y dijo:
- Envíeselo a Bill Prescott acompañado de una tarjeta de cortesía.
Debo alegar en mi defensa que tenía diecinueve años y no sabía nada acerca del lenguaje administrativo. Afortunadamente, el talón fue interceptado antes de que saliera hacia la oficina de correos con mi tarjeta adjunta, que decía: «Querido señor Prescott, aunque no nos conocemos, creo que es usted un hombre muy agradable. Todos los obreros hablan muy bien de usted».
¿Cómo iba a saber yo que enviar una tarjeta de cortesía no significaba ser cortés con esa persona? Nadie me lo había dicho y yo no era adivina (aunque ya me gustaría serlo). Ese error podría haberlo cometido cualquier novato, pero se convirtió en un hito; ocupó un lugar de honor en el anecdotario familiar y confirmó la opinión que todo el mundo tenía de mí: que era un bicho raro.
No lo decían con crueldad, por supuesto, pero no era fácil.
Sin embargo, todo cambió cuando conocí a Shane, mi alma gemela. (De eso hace mucho tiempo, tanto que en aquel entonces podías decir lo del alma gemela sin que nadie te mirara con sorna.) Shane y yo estábamos encantados el uno con el otro porque pensábamos exactamente igual. Éramos conscientes del futuro que nos aguardaba -atrapados en una ciudad y encadenados a un trabajo tedioso y estresante porque tendríamos que pagar la hipoteca de una casa espantosa-, así que optamos por intentar vivir de otra manera.
Nos fuimos de viaje, lo cual, en casa, no sentó nada bien. Maggie dijo de nosotros: «Estos son de los que dicen que salen a comprar un Kitkat y luego te enteras de que están trabajando en una curtiduría en Estambul». (Jamás sucedió tal cosa.) (Creo que Maggie estaba pensando en la vez que fuimos a comprar una lata de Lilt y decidimos recorrer en barco las islas griegas.)
La mitología de la familia Walsh hacía que Shane y yo pareciéramos unos vagos, pero trabajar en una fábrica de conservas en Munich fue agotador. Y dirigir un bar en Grecia exigía muchas horas y -peor aún- tener que ser amable con la gente, lo cual, como todo el mundo sabe, es el trabajo más duro del mundo.
Cada vez que volvíamos a Irlanda se veía que pensaban: «Oh, ya han vuelto los hippies apestosos dispuestos a gorronear; acordaos de cerrar los armarios con llave».
Pero los comentarios de mi familia no me afectaban. Tenía a Shane, vivíamos en nuestro pequeño mundo y confiaba en que duraría toda la vida.
Entonces Shane me dejó.
Además de la tristeza, la soledad, el dolor y la humillación que, por lo general, son los síntomas de un corazón roto, me sentí traicionada: Shane se había hecho un corte de pelo casi respetable y había montado un negocio. Reconozco que era un negocio guay, relacionado con la música digital y los discos compactos, pero habiéndole oído criticar el sistema desde el día que nos conocimos, la rapidez con que lo abrazó me dejó atónita.
Yo tenía veintiocho años y no poseía otra cosa que la falda con volantes que llevaba puesta; de repente, todos los años que había pasado yendo de un país a otro me parecieron un desperdicio. Fue una época horrible, horrible. Vivía dando tumbos como un alma en pena, aterrada y desorientada. Fue entonces cuando Garv, el marido de Maggie, me tomó bajo su ala protectora. Primero me consiguió un trabajo estable, y aunque reconozco que abrir la correspondencia en una firma actuarial no era lo que se dice estimulante, era un comienzo. Entonces me convenció para que fuera a la universidad; de repente mi vida despegó de nuevo, a toda velocidad y en una dirección totalmente distinta. En poco tiempo aprendí a conducir, me compré un coche y me hicieron un corte de pelo como es debido, que además exigía poco mantenimiento. En pocas palabras, aunque algo más tarde que la mayoría de la gente, finalmente puse mi vida en orden.