Zona cero

El viejo avión de guerra se desplaza por los cielos. Lo veo, y me veo a mí misma dentro, en el asiento del piloto. Tomo el control y aterrizo sobre el mar. El agua pesa como si fuera mercurio. Miro más de cerca, y descubro amapolas, un océano de flores rojas que se multiplica con la fuerza de las olas.

El halcón sobrevuela el campo florido. En un silencio absoluto, planea sobre mi cabeza. Un ruido de estática inicia muy levemente. Es la voz de una mujer que me habla al oído con dulzura. Siento el aliento, la ternura, trato de verla, de tocarla, pero un resplandor, suspendido sobre el manto escarlata, me ciega.

Dibujada de a poco, la silueta se recorta entre la luz. La mujer, circundada por una aureola expansiva, se acerca, abre los brazos; sus cicatrices ya borradas, la piel, tan blanca como la escarcha, el pelo, ala de cuervo que grazna en el paisaje de lo eterno.

Cuando desperté, Alí estaba parado frente a mí. Había dormido toda la noche en el cuarto cerrado y la mañana me sorprendió como la primavera que entraba casi impúdica por las ventanas; un torrente de trinos, luces escandalosas, el olor embriagante de las flores, debatiéndose todos a un tiempo, en sinfonía con otros murmullos; voces, risas, gritos desde el jardín, trastos manipulados sin el más mínimo asomo de piedad desde la cocina.

En el quicio de la puerta, la viejita me miraba curiosa. Todos sabían que ese día partiría, y esperaban que el bulto que hacía mi cuerpo sobre el piso reaccionara. Alí me dio la mano para incorporarme, la viejita me sonrió al pasar, y yo me dispuse a prepararme para el regreso; revisé documentos, equipaje de mano, los letreros de “frágil” en algunos bultos, y finalmente cerré maletas. Pero, antes de despedirme, enfrenté la más extraña de las nostalgias. La sensación de quedarme en esa casa para siempre, a la vez que me la llevaba entera.

Y la recorrí por última vez...

Al pie de la escalera de caracol, miré hacia arriba. Al ascender ahora, descubrí con incredulidad que la magia se había esfumado. El lugar, solamente una llanura desierta, con las palmeras polvorientas semejando árboles de utilería, y un par de sábanas ondeando al sol como banderas que anunciaran tregua. Sentí el vacío de lo que ya no era, ni estaba ni volvería a ser jamás, el peso de esa mano negra que borra de tajo los espejismos.

Al pasar frente a los cuartos de los huéspedes, supe que ellos también acabarían en ese compartimento que no vuelve a abrirse nunca, y que, sin embargo, configura nuestra historia. El artista seguramente desgajaba sus temores ahí dentro, y el conde, fugaz y estrafalario, sólo pasaba por la pantalla del recuerdo; sonriendo a diestra y siniestra, apuntalaba el edificio precario de su nobleza, se acojinaba en su extensa y variopinta parentela. Y la viejita se me perdía. En la silla de ruedas, en su circular ruinoso por esos espacios que pronto dejaría, con mano temblorosa, decía, vagamente, adiós.

Asombrada, escuché un rumor de pasos invisibles; trotes, zancadas, pies pequeños caminando casi en puntillas, un tropel incierto que hiciera eco dentro de un enorme caracol. Por un momento pude ver, con avasalladora nitidez, a los depositarios de esas pisadas, a toda esa gente que subía y bajaba afanosa por los resquicios del pasado. La señora Rossell, en su postura casi militar, agobiada en su mundo de paquetes; Lorenza y su corpulenta humanidad cargada en vilo por sudorosos sirvientes; la esposa del diplomático, que corría, se arreglaba el pelo, acomodaba su bolsa, repasaba a gritos su solfeo.

Vi también a los personajes que, con paciencia infinita, pervivieron en la memoria de Alí. En ráfagas inesperadas, la figura de los hombres de negro, en el proceso de ordenar su colección de portafolios; el agobio del doctor Mahmood cuando hacía malabares con sus montañas de cacharros: jarras colgadas de los antebrazos, un cordón para cortinas detenido entre los dientes; la parafernalia de los novios del embajador, muy perfumados, con su flor recién cortada en el ojal, en el ritual de reír, emitir suspiros escandalosos, cuchichearse cosas al oído; el nerviosismo de Jonás, sombrío, circunspecto si escondía papeles entre la levita, frascos diminutos con fórmulas secretas; el estallido de energía y vitalidad de los gemelos indistinguibles, cuando atizaban sin descanso un fuego que parecía no apagarse nunca, y dejaban a su paso un olor a lumbre y a quemazón, y el rumor perdido de sus carcajadas.

En el trasfondo, más borrosos, vi a los sirvientes comer arroz a puños; a Mohammed en la rutina de observarme desde el retrovisor; a Alcina abriendo luminosos sus ojos como linternas; a los jardineros regando el mar de su melancolía. Y, finalmente, en un instante deslumbrante que me hizo sentir que todo lo vivido en esa casa había valido la pena, vi a los niños Mizrachi, en la escena de la fuente, despertando poco a poco del mármol, desperezándose, jugando una y otra vez su juego interminable, mientras el Pachá, satisfecho, revisaba las plantas sobre el palanquín.

Y cuando creí que ya había visto todo, como última recompensa que me tuviera reservada el destino, vi a Lea. Asomada al balcón, etérea, rodeada de una luz que trascendía el tiempo y el espacio,

pedía rosas,

blancas,

cristalinas,

transparentes rosas.

El secreto de la casa de El Cairo

Primera edición: enero, 2012

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