Escritos

Se llamaba Lydia, señora Ana, y era la hija del Pachá, podría empezar a platicarle un buen día, suponiendo que yo ya no tuviera responsabilidades en esta casa. Y como todas las mujeres que aquí han vivido, le diría, dejó recuerdos e hizo historia. Tenía carácter. Mucho más que su madre. Eso es lo que me contó Khaled, el anciano jardinero, que entonces era casi un niño. Dice que por donde pasara la muchacha o donde se apareciera, la gente no podía dejar de notarlo. Era su vestimenta, o las cosas que decía o hacía, pero siempre daba la nota. Como ellos, los del jardín, no entendían mucho de qué se trataba o qué estaba pasando, sacaban sus propias conjeturas.

De alguna manera se convirtieron, indirectamente, en sus cómplices. Sobre todo por lo de las asociaciones políticas que acontecían aquí abajo. Creo que si eso pasara ahora yo no lo aguantaría. ¡A otro lado con sus ideas! Aunque fuera la hija de los patrones. Le contaría todo al Pachá, haría inhabitable el sótano, no sé, algo se me ocurriría. Pero ellos se quedaron callados. No dijeron nada tampoco de las sustancias que quemaban, ni de las fiestas en las que se cantaba hasta el amanecer. Mucho menos de lo que pasaba en el estudio. Lydia pintaba de todo. No nada más ramos de flores y fruteros que llevaba rebosantes desde la cocina, sino personas, de carne y hueso, colocadas en diferentes escenarios que ella arreglaba con esmero; pedazos de tela simulando cortinas, camastros con piel de borrego encima, candelabros con velas encendidas para aparentar la noche.

Como Khaled es de otra época, le cuesta mucho trabajo decirme detalles de lo que vio. Cada vez que le pregunto, me da indicios, pero mínimos, como si le doliera deshacerse de sus pudores. ¿Y pintaba puras mujeres, entre esas personas que le servían de modelos?, le pregunto, y él hace como si le diera amnesia y no pudiera diferenciar sexos entre los dibujados. Aunque una vez, sin querer, me dijo todo. Platicando del profeta, se le ocurrió maldecir a los cristianos, y entre ellos a Rafael. Un copto que hace mucho tiempo entraba por la puerta trasera del jardín y lo sobornaba con cigarrillos.

Conclusión: el modelo era siempre el mismo.

Después, como yo ya estaba enterado, le serví de psicólogo. El jardinero se sentía culpable por haber dejado entrar a aquel hombre que visitaba a la hija del patrón y, a pesar de haber pasado tantos años, no encontraba la forma de redimirse. Al principio, dijo que no le preocupó tanto el asunto, porque le pareció solamente otra de las locuras de la muchacha. Pero después, al verlos tan necesitados uno del otro, empezó a percibir el peligro. Si alguna vez no podían abrirle, por cualquier razón, el muchacho se veía francamente desesperado, y Lydia, peor aún. Ya no se trataba tan sólo de hacer pinturitas. Aquello era serio. Se encerraban horas, echando llave por dentro, y se oían gritos y gemidos. Dice que hasta el vidrio del tragaluz se empañaba. Una vez trató de asomarse, y lo único que pudo ver fueron las pinturas, el caballete y el escenario, que ese día eran hojas de palma recargadas sobre la pared, totalmente abandonados. Nadie trabajaba en ellos. Y otra, vio solamente la ropa del copto, acumulada sobre una silla.

Me cuenta el jardinero que, durante esas visitas y mientras se fumaba los cigarros del soborno, sufría allá afuera, siempre con la zozobra de que algún miembro de la familia llegara de improviso. Aunque Lydia era muy lista y decidía pintar después de que su papá ya hubiera andado por el jardín revisando sus plantas. Dicen que se volvió una experta para mentir y llevar esa vida de secretos. ¡Un copto! ¡Hubiera matado al padre! A pesar de lo alejada que ya estaba de la religión familiar, pues ni siquiera quiso hacer esa fiesta que les hacen a los adolescentes, a pesar de la preocupación extrema en la que sumió al padre. La retardó lo más que pudo, hasta que al Pachá ya no le quedó más remedio que aceptar la claudicación y asumir su derrota. Muy temprano le llegó la rebeldía.

¡Qué niña! Pero no se salvó. Su hermano acabó descubriéndola, y con la amenaza de denunciarla, tuvo que dejar de ver a su modelito. Dice Khaled que sufrió como una condenada. Se la pasaba llorando en el jardín y escribiendo en un cuaderno con mucha rapidez, como si alguien se lo fuera a arrebatar. Se hizo cotidiana su imagen abatida cargando con sus anotaciones. La gente hasta le sugería temas. Lydia, ¿por qué no escribes del nuevo dirigible que pasa por las tardes para que después te acuerdes?, le decía su madre, pero a ella el dirigible le importaba un pepino y el único tema que la provocaba eran los azotes amorosos.

Bueno, en ese tiempo, porque después, cuando ya sonreía y parecía haber superado al copto, seguía escribiendo. Se sentaba bajo las palmeras acompañada de su chango Manoli y escribía por horas. Yo no me explico cómo le aguantaban sus padres a esa pequeña bestia. ¡Otra cosa que a mí se me hubiera hecho imposible digerir! El Pachá era un gran hombre en todo sentido, no lo dudo, pero creo que ahí sí le falló el asunto. Demasiada tolerancia con esa hija. Y realmente era el único que hubiera podido hacer algo, porque por lo que cuentan, la mamá no tenía vela en el entierro.

Dicen que escribía tanto que hasta dejaba cuadernos llenos de palabras por todos lados. A cada rato tenían que ir desde el jardín a entregarlos a la casa. Como no entendían nada, aunque hubieran sido curiosos, no les servían. Lydia y sus cuadernos. Lydia, sus cuadernos y su chango. Lydia y la amenaza de lo que se le fuera a ocurrir. Así vivían con esa muchacha. Todos, sin excepción, porque con medio mundo tenía teje y maneje. Sus correligionarios, los sirvientes, los niños pobres. Aunque los ricos le repelían, a ésos sí los evadía, como si le provocaran urticaria. En ese rubro, hasta me agrada la chica. Alguien que se haya atrevido, finalmente, a demostrarle sus verdades a tanto inútil. Pero esto yo sí me lo callo hasta la tumba. Hasta miedo me da pensarlo, así sea borrosamente, ya no digo articularlo. Ellos, que han sido mi subsistencia, y servirlos, mi fortuna.

Cuando Khaled me contó de los escritos de Lydia, durante un tiempo intenté buscar alguno que hubiera olvidado por ahí, pero no tuve suerte. Si lo encuentro, dije, se lo llevo a un amigo políglota para que me lo traduzca. Yo sí que soy un curioso irremediable. Este trabajo de mayordomo me ha confirmado como tal. Cuestión de supervivencia. Información es poder. Esa frase la oí por ahí, aunque ya la intuía. Mientras más hilos muevas, más pronto llegas a cualquier lado. Y aunque parezca absurdo querer enterarse sobre personas que ya no están, no lo es tanto. Lo que fueron e hicieron se queda aquí, sigue afectándonos, como si el pasado, el presente y el futuro representaran una ilusión y, en realidad, se tratara de la misma cosa.

Los escritos son testimonios muy valiosos. Cuando vivieron aquí los embajadores, sucedió algo similar. Dos o tres años después de que llegaron, ya aburridos de tanto compromiso y tanta fiesta, la señora decidió dejar de asistir. Algo insólito en la vida que llevaban. Por más que el marido intentara convencerla, ella no cambió de parecer. Inventaba indisposiciones y dolencias, se postraba, oscurecía totalmente su cuarto por las migrañas imaginarias. Como era cantante de ópera, tenía tablas y, por haber estado en algunas presentaciones, sabía actuar. Así que, ante tales exabruptos dramáticos, al marido no le quedaba más que darse por vencido.

Salía solo y triste a sus cenas y reuniones, dejando a la mujer en estados deplorables que fingía a la perfección. A veces se amarraba la cabeza con pañoletas para ejercer presión sobre las partes del cerebro que, decía que sentía, le estallaban. Otras, se ponía rodajas de verduras frescas sobre los ojos para bajar las palpitaciones. Y, otras más, se colgaba con un aditamento especial en el marco de la puerta con el objetivo de jalar al máximo la espina dorsal. Como ya no había nadie más de la familia en la casa que pudiera vigilarla, pues a los gemelos los habían mandado a un internado en Irlanda, ¡para gloria y beneplácito mío!, tan pronto se iba el marido, ella se arrancaba todas las curaciones y corría a maquillarse. Luego salía como una centella, para regresar siempre unos minutos antes que el esposo.

Cómo le hacía para cronometrar su vida de tal forma, nunca me lo pude explicar. Sobre todo después de enterarme de sus andanzas. Y aquí entra otra vez el asunto de los escritos. En esa nueva vida de convaleciente impostada que llevaba, por las mañanas escribía. Tenía unos rollos de papel que abría teatralmente, como si se tratara de los del Mar Muerto. Luego se sentaba a explayarse con la pluma, largo y tendido, muy pensativa, sólo para volver a enrollarlos y sacarlos al día siguiente. Ya no cantaba como antes (en el baño, o saliendo al balcón como una diva que diera un discurso) y sustituyó los gritos que tanto nos sobresaltaban por el silencio de la escritura. Aunque salimos ganando con la nueva tranquilidad, había algo en la seriedad con la que rellenaba aquellos pliegos que nos preocupaba. Ya no salía con el marido, elucubraba enfermedades para escaparse y, súbitamente, se había vuelto reflexiva. Para suscitar desconfianzas en cualquiera.

Y sí que teníamos razón, los desconfiados, además de los ociosos en que nos habíamos convertido por la ausencia de los engendros, esos gemelos pelirrojos del averno. Deambulábamos inventando historias y nuestras vidas rayaban casi en el misticismo. La casa, un auténtico monasterio. Después de esa vida de sustos que nos habían proporcionado los ausentes, hasta nos deprimimos. Sólo sus tarjetas postales, que llegaban de vez en cuando, y que reconocíamos por los paisajes verdísimos y los tréboles que dibujaban entre las garrapatas de palabras, nos volvían a inyectar adrenalina. Pero era mejor así, sin los demonios tapizados de pecas, aunque nuestra apariencia fuera la de sombras vivientes en una cripta. Sí que teníamos razón, repito, porque, un día...

Mi amigo, el que hablaba varios idiomas, después de años de no verlo, llegó un buen día de visita. Así de improviso, pues venía directamente de España, donde trabajaba en una fábrica de embutidos. Todo coincidió. La señora estaba en sus escapadas, el marido en sus compromisos, el amigo había aprendido ahora la misma lengua de los embajadores, y el rollo del Mar Muerto de los escritos de la señora reposaba medio escondido en un cajón que yo ya tenía bien detectado. Así que nos sentamos a traducirlo.

De lo que nos enteramos fue tan fantástico que nos hizo dudar de su veracidad. La esposa del embajador llegaba hasta la orilla del Nilo (no sabemos cómo, porque a esa hora ya no había choferes), se ponía un abrigo con capuchón para no ser reconocida por nadie, y montaba una peluca que la llevaba hasta una isla pequeñísima que todavía se encuentra justo en medio del afluente. Ahí la recibían unos hombres con antorchas y la conducían a un palacio que estaba escondido entre muros. Lo que acontecía ahí dentro ella lo relata así: “Anoche, como tantas otras noches, llegué a mi isla de ensueño con el corazón batiéndome enloquecido. Me recibieron Ibrahim y Rafik. Con sólo verles la cara, me lleno de la emoción más imposible de contener. Ellos son mis guías en ese palacio que es el ambiente bendito en donde se crea mi felicidad. Esta vez entramos por otra puerta y recorrimos pasillos por los que no había pasado. La luz del fuego que llevaban en las manos se reflejaba en los techos y en las paredes como agua crepitando en el lecho de un riachuelo. También era un reflejo de mi propio fuego, el calor intenso que crece y me sube por la espalda, haciéndome sentir más viva que nunca. Esos momentos, esos pasos en que me acerco al amor, son los instantes que harán mi existencia memorable. Ahí mismo, imbuida de los más intensos sentimientos de vehemencia, pensé ayer en mi muerte. Lo que más me sorprende es que no me provocó ningún pavor, como antaño, sino que me hizo sentir más viva aún. Cuando muera, pensé, me instalaré en estos pasadizos envueltos en la magia del fuego. Será la muerte más feliz que pueda alguien imaginarse”. Hasta ahí tradujimos ese día, y quedé igual de confundido. ¿A dónde va la señora y qué hace para llegar a esas reflexiones?

Después de enterarme del contenido de sus escritos, o de parte de ellos, la embajadora adquirió otra personalidad. De repente dejó de ser la cantante quejumbrosa y enfermiza, para transformarse, ante mis ojos, en una heroína que osaba por las noches batirse a duelo con los dragones (tanto habló de fuego que es en lo único que se me ocurrió pensar). En adelante, la veía sentarse con su rollo de papel y hasta le hacía más placentero su momento de inspiración. Le ponía la sombrilla, le llevaba higos recién cortados, té con cardamomo. Me parecía, de alguna forma que no entendía a cabalidad, que había que proteger el desarrollo de esas historias. Igual con sus salidas furtivas. Intentaba que le resultaran de lo más fácil con el solo propósito de favorecer el flujo de esas palabras.

Por eso ahora me encantaría encontrar algo de lo que plasmó la señorita Lydia. Yo sé que si la leyera podría controlar más todas las vertientes de mi trabajo; las curiosidades de los huéspedes, el desenvolvimiento de sus manías, lograr finalmente una paz duradera en esta casa. Pero creo que es obsesivo de mi parte. Es probable que el papel en el que escribió ya hasta se haya desintegrado. De todas formas, le pedí a mi amigo trotamundos que regresara antes de volver a España. Pensé que otro pedazo del recuento de la señora embajadora no me vendría nada mal. Aunque su historia no sea determinante ahora, cualquier evento que ha pasado entre estas paredes, por nimio que parezca, sirve para guardar en el bagaje de lo acontecido, que luego, uno nunca sabe, podría desentrañar hasta lo inimaginable.

Mi amigo dijo ¡vale!, que supongo será una expresión que aprendió en el país donde ahora rellena embutidos, y leyó la parte faltante. Cuando se fue, después de tomar litros de té y fumarnos varias schischas de manzana, la señora cambió en mí para siempre lo que pensaba de las mujeres. Esa escena de ella llegando al cuarto mágico donde se encontraba con su príncipe es lo más bonito que he oído nunca. Ni en mis más alocadas fantasías hubiera podido imaginar esa historia. Después de vivir eso, ella sí que se cuece aparte. Con su valentía y enfrentando de esa manera a los dragones, logra definitivamente redimirse. Hasta podría afirmar que se salvó sola. Se empeñó, fue creativa y, por una tangente, evadió la maldición que parece caer sin remedio sobre las que aquí han vivido.