La otra casa de El Cairo
“El nombre es arquetipo de la cosa, / en las letras de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’”, dijo Borges en su poema “El golem”. Y la casa y El Cairo, esa conjunción misteriosa de lugares en la que ahora vivía, era también el nombre de un famoso burdel en Tampico, Tamaulipas. La sincronía nominal me llega de golpe y no se me ocurre qué hacer con ella. ¿Olvidarla porque no corresponde con la realidad, o recordarla porque refleja otra realidad que se apodera del mismo nombre? Permanezco indecisa, y la mujer que conocí por accidente y que trabajaba como prostituta en La casa de El Cairo, me asalta sin remedio. La plática con Bárbara me la refresca.
El encuentro había sido hacía ya algunos años, antes del sueño premonitorio. Coincidimos en un avión, en un vuelo de la Ciudad de México a Mérida. Yo iba a reunirme con un grupo de arqueólogos trabajando en la península, y Cleopatra, que así dijo llamarse, visitaba a sus parientes, a quienes hacía años no veía. Ambas íbamos sentadas en el 7A y el 7B. Tres horas que transcurrieron entre anécdotas de su vida, que saltaban épocas de manera arbitraria, por más esfuerzos que hiciera por concentrarse y contarlas cronológicamente.
Después de decir que había nacido en Tijuana, cerca de la Avenida Revolución, y de remontarse a los días cuando su mamá la tomaba de una mano por la calle, mientras ella, con la otra, intentaba acariciar al burro pintado de cebra que, por razones turísticas, emborrachaban con cerveza, mencionó el nombre: La casa de El Cairo.
—Ahí trabajé —dijo—, un amigo me consiguió la chamba. Hace mucho, apenas era una mocosa.
El mismo amigo le sugirió su nombre artístico. Para hacer juego con el nombre del burdel, razonó el hombre, algo sabía de esos lugares exóticos. Luego la convenció diciéndole que Cleopatra había sido la mujer más bella del mundo, aunque no fuera cierto.
—Mira, Tere (que era como realmente se llamaba), con ese nombre les vas a ganar la clientela a toda esta bola de pendejas.
Y así había sido. Todo un conocedor de la psique del pueblo, el padrote empezó a hacer sonar su caja registradora con esa bajacaliforniana jovencísima, que más bien parecía un palo de escoba. Los valedores que empezaron a hacer uso de su cuerpo, ignorantes a cual más, entraban al cuartucho inmundo de La casa de El Cairo donde Cleopatra yacía sobre la cama, imaginando en aquel bulto de huesitos y senos incipientes insospechados secretos. Habían oído por ahí, a la hora de los tragos y de los hidalgos de tequila, algunos rumores sobre la reina egipcia. Lo que más los impresionaba era que se traía locos a dos emperadores, además de despacharse ejércitos enteros.
—Un día, así nomás porque se le antojó, mandó llamar a una bola de militares y les tocó la corneta a todos, uno por uno, juntó sus desechos en una vasija de plata y, al acabar con el último, se la bebió como si fuera tepache —contó el padrote en una de esas borracheras en que todos lo escuchaban casi con devoción. En sus mentes alucinadas, las historias de Cleopatra y sus increíbles hazañas, aunadas a los nombres de Julio César y Marco Antonio, desesperados en Roma por reunirse con la puta fabulosa, subieron como la espuma los votos de la tijuanense.
—Imagínese —me dijo Cleopatra, mientras pedía a la aeromoza que le rellenara su cuba— la cantidad de soñadores que se me fueron encima.
Según relató, en sus saltos de temporalidad, pues de su escuela primaria Heroica Veracruz, en donde los baños eran un hoyo en la tierra mal cubierto por tablones podridos, se fue hasta las amistades que llegó a tener con algunos clientes famosos, lo que la ayudó fue la corredera de voz (más eficaz que cualquier periódico amarillista).
—¿Conoce al Camarón Argüelles?, pues ése fue uno de los efectivos. Como le iba muy bien en sus peleas, era peso completo, creo, hasta me regalaba cosas —añadió enseñándome un anillo de oro con una amatista del tamaño de una almeja. Fingiendo admiración, observé de cerca el anillo, y le pregunté:
—¿Y sigue igual la cosecha de hombres?
Entonces Cleopatra puso una cara muy triste y me contó sobre la desgracia.
—Uno de los imbéciles que se sentía Julio César, ya de por sí más deschavetado que una cabra, llegó una noche con una espada, borracho hasta las trancas y, como yo no estaba disponible, se rebanó a la Mireya, una que acababa de entrar y tenía cara de mosquita muerta.
Compungida, explicó cómo tuvieron que sacar el cuerpo a pedazos, y hasta buscar partes perdidas por debajo de la cama.
—Fue horrible, la experiencia más espantosa de mi vida. El falso Julio César se sentó en una silla, la espada sanguinolenta colgando de una mano y los ojos totalmente idos, como si estuviera sentado mirando una película.
Luego describió la llegada de la policía, la manera en que se despidió el asesino quien, a pesar de ir esposado, levantaba los brazos en señal de triunfo, el griterío que se armó, cómo los otros clientes salieron desnudos y despavoridos a la calle, el momento en que colocaron el letrero de clausurado sobre la puerta, los sollozos que se escucharon. Y se aventuró a contar cosas que, aunque no había presenciado personalmente, se hicieron famosas después del incidente. Cómo La casa de El Cairo había cambiado de rubro, convertida en restaurante de mariscos, una de esas noches en que el cocinero se quedó hasta muy tarde...
—...vio a la Mireya, clarito, con su carita de mustia, toda ensangrentada, vestida con el negligé color fucsia con el que llegó y que tantas veces le quise comprar.
Después dijo que ella estaba ahí sentada en ese avión solamente porque Dios era grande y que eso le pasaba por andar echándole leña a la imaginación de esos brutos. Pasó a congratularse luego porque no la involucraron en el crimen (aunque se sentía un poco culpable por lo del nombre y porque secretamente se había posesionado del papel), y concluyó que era una verdadera lástima que el burdel hubiera tenido que cerrarse.
—Llegó a ser el más famoso de Tampico, ¿sabe?, y mucha de su fama tuvo que ver con el asunto ese de mi nombre. Ya sabe usted, los hombres tienen dos cerebros, uno en la cabeza y otro en el pene, y no pueden funcionar al mismo tiempo.
Lo que quedó del vuelo, me explicó que no había vuelto a Tijuana porque su mamá se había casado en segundas nupcias con un yucateco, y como ellos no sabían los pormenores de su profesión, tenía que hacer grandes esfuerzos para fingirse maestra en un gimnasio. Dijo también que había conservado su nombre, el de Cleopatra, porque, a pesar de haberle generado tantos problemas, ya se había convertido en parte muy significativa de su personalidad.
—No sé cómo explicarle, si yo sé que me llamo Cleopatra, hago mejor mi trabajo, me inspiro más, hasta siento que mis clientes son esos romanos fuertotes que salen en el cine. Cierro los ojos y me los imagino, igualitos a los gladiadores, y ellos salen realizados con los retoños de mi imaginación. En suma, soy más feliz.
En los minutos que faltaban para el aterrizaje, cuando ya habían anunciado por el altoparlante que nos abrocháramos los cinturones, la mujer atropelló las palabras para no quedarse con nada en el tintero. Añadió que el sueño que representó La casa de El Cairo, aunque hubiera acabado tan mal, fue más de lo que ella hubiera podido pedirle a la existencia. Que ahora que el lugar era parte de su pasado, añoraba regresar, volver a sentir el calor humano de toda esa gente perdida en ensoñaciones.
Además de aseverar que extrañaba la decoración, llena de pósters evocando el Nilo y las pirámides y de papiros tapizados de jeroglíficos, se dio tiempo para describir una estatua de Nefertiti en yeso que decoraba su cuarto. Todos creían que era de Cleopatra, hasta ella misma, dijo soltando la risa, que alargaba el cuello y copiaba la monárquica postura, cuando el hombre en turno se bajaba los pantalones.
Al despedirnos y encaminarnos cada una a su destino —yo a atender a los arqueólogos, ella a seguir fingiendo su profesión con su madre— me entregó una tarjetita de presentación con dibujos de camellos y de palmeras que decía:
¿Quieres hacer realidad tus más salvajes sueños?
Llámame.
Encenderé al Julio César que llevas dentro.
Cleopatra.
83-45-67-92