Los hombres de negro
Una tarde cualquiera de aquellos días aciagos en que las casas de Maadi se replegaban contra sí mismas, cerraban prematuramente ventanas y se sumían en oscuridades protectoras, dos hombres vestidos de negro con portafolio en mano tocaron a la puerta de la villa Mizrachi. Antes de abrir, el Pachá pidió a Tiberio, su nuevo mayordomo, que tomara precauciones. Tiberio se asomó por una de las ventanas laterales y reconoció a la gente del Rey.
La encomienda que llevaban era simple: para calmar a la población, cuando las cosas no estaban tan mal y todavía faltaban meses para el golpe de Estado que en 1952 acabaría derrocándolo, el rey Farouk tuvo una magnífica idea que quería implementar cuanto antes: un desfile de barcos alegóricos sobre el río. Aunque el Pachá fuera abogado, al tener conocimientos sobre arquitectura y diseño la propuesta iba dirigida directamente a él. Como le fue notificado, los temas de la decoración de las embarcaciones se decidirían sobre la marcha: el Egipto de los sultanes, pasajes claves del Corán, las inundaciones, el espíritu de lucha del valiente pueblo egipcio, la belleza secreta de sus mujeres. Ideas sobraban. Lo que importaba era echar a andar el asunto lo más pronto posible.
Los hombres de negro abrieron sus portafolios y desplegaron sobre la mesa de la biblioteca sendos rollos de papel. En los proyectos, el flujo de la imaginación real se veía representado en dibujos y trazos rápidos hechos al vapor por sus lacayos. Al analizarlos, el Pachá casi oía la voz del monarca entusiasmado.
“Quiero un halcón enorme, con alas doradas y pico de fuego, mirando con dureza hacia adelante. Que desafíe y sepa desde siempre, y todos sepan con él, que el futuro está en sus garras, ganado de antemano...”, dice con energía, y el dibujante improvisado esboza un pajarraco con los ojos saltones a punto de caerse del navío. “Quiero una Reina que salga de un huevo tapizado de piedras preciosas y se alce en las alturas, enarbolando el estandarte del Ojo Divino”, y los escribanos se ponen al borde de un ataque de nervios, intentando armar aquella mujer empollada en quién sabe qué elucubraciones del soberano. “¡Y un ejército de eunucos, todos vestidos igual, con sus túnicas blancas simbolizando la pureza!”, termina de aderezar la flotilla.
A continuación, uno de los hombres de negro, alto y taciturno, sacó otro rollo de otro portafolio con la interminable lista de invitados al desfile. Como el propósito del evento era entretener a la población, desviarles la atención de tanto problema que habían sufrido en los últimos tiempos, los invitados eran prácticamente todo El Cairo. Nadie quedaba excluido. Hasta los inválidos y mutilados que pedían limosna en las grandes avenidas serían transportados en camiones especiales al delta del río y festejados como cualquier ciudadano.
—Un encomiable gesto democrático de nuestro Rey, ¡magnánimo! —exclamó el Pachá, mientras recorría lleno de emoción el listado.
El mismo hombre de negro, flaco y macilento, volvió a enrollar el papel como si de un valioso papiro antiguo se tratara y lo acomodó en el portafolio correspondiente. El otro, haciendo contraste con su compañero por su baja estatura, abundancia en carnes y carácter más festivo, se colocó dos pasos detrás, sonrió enseñando los dientes, y movió la cabeza en un gesto afirmativo. Luego, cerró y abrió su pequeño portafolio, trastabilló, y aparentó sin éxito estar totalmente embebido en la solemnidad del caso.
Así, esa tarde depresiva en Maadi, la casa del Pachá se llenó de ilusiones; en la biblioteca brillaron luces, en la mente del propietario, destellos y oropeles, y en los semblantes de los hombres de negro, y hasta en el de Tiberio, signos evidentes de iluminador regocijo. Entusiasmado, el patrón Mizrachi encargó al mayordomo abrir una botella de champán, de ésas que guardaba con recelo ante la amenaza de futuras recesiones, e íntegra se la bebió acompañado de los mensajeros, quienes, fieles a sus preceptos religiosos, prefirieron brindar con jugo de granada.
—¡Salud, amigos! —dijo y levantó su copa—, porque los tiempos cambian y se vuelven a llenar de alegría con esta idea inigualable de nuestro Rey.
Los hombres de negro imitaron al Pachá, levantaron su vaso de jugo y lo chocaron en el aire: el alto calculando con torpeza la altura del brindis; el chaparro dando pequeños saltitos para alcanzarlos. Felices, ambos sonreían, tratando de no perder detalle sobre los pausados y ceremoniosos modales del dueño de la casa.
Desde esa noche, el Pachá vio en todo su esplendor el carro alegórico que presidiría Dalida. Sólo faltaba convencerla de que aceptara participar, aunque casi estaba seguro de lograrlo. Ella odiaba la hipocresía de la sociedad y muchas veces, en la intimidad, había confesado su deseo de vengarse.
“Sí, habibi, hasta una bomba pondría, en uno de esos eventos en donde las señoras respetables pasean sus frustraciones”, le había dicho una de esas tardes de amor en el puerto.
En otros tiempos, el Pachá habría aceptado la propuesta desde el primer minuto, decidido a satisfacer cien por ciento todos los requerimientos del soberano. Si se trataba de pan y circo, pan y circo que fuera (aunque tuviera que inventar propósitos más nobles para no decepcionarse a sí mismo). Ahora todo él funcionaba como un hombre enamorado. Para lograr sus objetivos, disfrazaría las cosas: salir del paso con los demás y, con toda discreción, dedicar el monopolio de su esfuerzo a la dama de sus sueños; ella al frente de la procesión, sólo ella, emergiendo del huevo enjoyado, dirigiendo a las tropas de castrados, como fuera, pero enaltecida, fulgurante, reina absoluta.
El Pachá comentó con lujo de detalles a su esposa y a sus hijos los pormenores del desfile; cómo sentaría a la gente en las gradas preferentes; qué tipo de fuegos artificiales llenarían el cielo segundos antes de ver aparecer la primera fragata; de qué manera se enteraría el mundo de las encomiables intenciones del monarca, y otros pendientes que repetía en voz alta para no olvidar y que tanto lo absorbían en esos días. Lydia lo escuchó hasta el final, luego lo miró fríamente, y, llena de desdén, dijo: “No está el horno para bollos”.
Enseguida dio un beso a su madre y se retiró a su habitación. Lea, por su parte, con la paciencia de una auténtica santa, no sólo acabó de escuchar aquel barullo de ideas, sino que abrazó y acarició a su marido, justo como se abraza y consuela a un niño muy tierno que elucubra fantasías.
Mientras se compraron los materiales, se contrató a los trabajadores de los barcos y éstos empezaron a tomar forma, el Pachá pasó largas noches en vela decidiendo el efecto que causaría tal revestimiento en tal cubierta, cierta música de fondo, el vestuario histórico de algunos temas. Entretanto, los hombres de negro fueron y vinieron innumerables veces trayendo y llevando en sus portafolios más planos y correspondencia del soberano. Hasta con Tiberio acabaron congeniando. Esos hombres han traído la vida a esta casa, pensaba el mayordomo, y, sin darse cuenta, diluía en su interior los oscuros resentimientos de clase que le contagiaban sus compañeros. El día del desfile, anunciado con bombo y platillo la víspera, el Rey habló emocionado. Sus palabras, reproducidas por altoparlantes a todo lo largo del afluente, sonaron atronadoras: “¡Ciudadanos! ¡El mundo se hunde, pero Egipto se mantiene a flote!”, arengó, añadiendo reconocimientos muy emotivos al aguante de la población, a su espíritu de lucha, a lo que él aprendía del más humilde de sus súbditos.
Una ovación intensa llenó el aire, con los vivas y las dianas ensombrecidos a ratos por abucheos aislados que los encargados de la casa real suprimían en el acto. Entonces, entre la pólvora que hacía maravillas, con explosiones de colores magníficos y figuras inesperadas en el cielo, apareció la primera embarcación.
Frente al famoso medidor de las alturas del río, que en otras épocas alertaba de catástrofes y salvaba tantas vidas, el Pachá y su familia disfrutan de la mejor fiesta en muchos años. Lea y Lydia ajustan sus binoculares. Alan se distrae admirando a las muchachas en sus trajes veraniegos. Sólo al padre lo embarga una mezcla de disfrute y nerviosismo. Muy pendiente del lado del río por donde salen los barcos alegóricos, se mantiene alerta, al borde de su asiento, con el corazón como el tambor que un salvaje bate en medio de la selva. ¡TAM, TAM, TAM!, y Dalida aparece finalmente, subida en un andamio recamado de oro y de plata. ¡TAM, TAM, TAM!, y Dalida agita el vientre desnudo. Más latidos, y ella es toda suya, y él la idolatra, y ese trono es lo menos que ella se merece. Más latidos aún, y corrientes tibias y gozosas lo recorren, electrizándolo.
Lo que sigue no vale la pena contarlo. Una fea escena. Una triste y fea escena. Lydia se da cuenta de la presencia de la mujer sobre la barcaza. Tal y como la había imaginado, se contonea agitando lentejuelas; una víbora presta a verter su veneno. No puede más, pega un alarido y decide contarle todo, en ese instante, a su madre. Un berrinche descomunal, ahí mismo, a escasos metros del monarca, y todos, absolutamente todos, enterados del escándalo.
Las consecuencias son de esperarse: la familia Mizrachi sale en estampida, Lea se desmaya más adelante y, al día siguiente, la clase privilegiada se olvida por completo del desfile para dedicarse a comentar detalles mordaces de la misteriosa desconocida y su insólito enamorado.
El Rey mismo participa de lleno en el chisme. “¿De qué están hablando, de la mujer de Alejandría que resultó ser la diosa de la noche?”, cuestiona a los hombres de negro que en ese momento andan por ahí. Ellos asienten, sin pronunciar palabra, ni mirarlo de frente. El alto, jorobándose más de la cuenta; el chaparro, parado de puntitas y sonriendo con el rabillo del ojo. Quién fuera a decir, hubiera pensado este último si el cerebro le diera para tanto, que acabamos llevando otro tipo de mensajes a esa casa; destapamos la cloaca, sacudimos las telarañas, le abrimos los ojos a esa pobre señora. En cambio, sólo pensaba una cosa: tan seriecito que se veía el señor ese, tan seriecito, mientras continúa sonriéndole, de reojo, al Rey.