Otra vez Jennifer Mansour

—¿Ha visto el plumaje de los cuervos? —pregunto a la vidente—. Así tiene el pelo la mujer de la casa.

—¿Cuál mujer?

—La que se aparece —respondo, y me aboco a enumerarle las veces que el espectro había rondado la casa en mi presencia.

—En esa ocasión la vi en el recibidor, sentada de espaldas a la escalera. Yo pensé que se trataba de una visita, pero me extrañó lo quieta que estaba, su postura tan recta, que no volteara a mirarme cuando yo bajaba. De repente, había desaparecido.

Como la reunión con la médium era una sesión privada, tenía todo el tiempo a mi disposición. Había pedido verla para esclarecer lo que me sucedía, desde la casa anunciada siete años antes en el sueño, hasta la actual maraña de percepciones que no acababa de entender. Así que era muy importante que me concentrara y no omitiera ningún detalle, por pequeño que pareciera, que me acordara de cualquier incidente. Sabía que a veces peculiaridades sin importancia, datos que se dejan de lado porque no encajan en el asunto, algo que alguien dijo y nadie tomó en cuenta, minucias así, son las informaciones que acaban descubriendo lo que de verdad importa.

—La misma mujer, estoy segura de que era la misma, se hizo sentir una noche en que cenaba sola en el comedor. De pronto el aire cambió, se convirtió en una masa caliente, pesada. A mí me costaba inhalar y sentía una opresión que provenía del ambiente, de las paredes, una avalancha de sentimientos que parecía pertenecer a alguien que no podía ver por ningún lado. Ese alguien escondido en un lugar inaccesible, arremolinado en las penumbras de la casa, y sin embargo abrumadoramente presente —sigo narrando, con la emoción concentrada en los ojos, que abro más de la cuenta.

Jennifer escucha sin inmutarse y toma notas rápidas en un cuaderno.

—Las emociones eran terribles, demasiado fuertes. En un momento pensé que no iba a poder soportarlas —tomo aire en un hondo suspiro.

—¿Y qué hiciste? —pregunta, mirándome por encima de las gafas.

—Pues nada, recé, de forma automática. Recordé una oración de mi infancia, esa que invoca al ángel de la guarda.

Luego le cuento que ese ángel en particular me resultaba protector porque lo había visto en diversas estampas religiosas; siempre sereno, cubierto por un halo de santidad, suspendido detrás de un par de niños que, atemorizados, cruzaban un puente.

Después, repito dos o tres estrofas.

—Angelito de la guardia, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.

—Mmm... —masculla la Mansour, entre aburrida e impaciente con lo que le parece una niñería—, ¿qué más?

—Otra vez, una noche en que hacía tanto calor que no podía dormir, volví a percibirla en mi recámara. Yo me concentraba para conciliar el sueño, veía la ventana, contaba borregos, me daba vuelta una y otra vez sobre el costado. El cuarto estaba muy oscuro, sólo un filo de luz se filtraba desde la calle. Entonces, una cara con la boca abierta se perfiló en el velo de las cortinas. Pensé que soñaba, pero luego supe que estaba bien despierta. Seguía abrazando la almohada, del lado izquierdo ahora. El tictac del reloj despertador en la mesita de noche sonaba todavía, más monótono que nunca me pareció entonces. Había perdido la cuenta de los animales saltando la verja, con balidos más debilitados, o así los oí en ese instante. El rayo de luz se alejaba, apagado y transversal sobre la ventana. La cara estaba ahí, retorciéndose como un enterrado vivo que jala aire en el último de sus estertores. La cara, esa cara, que expandía con lentitud su mueca de tormento y ahogaba su grito silente en la delgada tela.

—Sin sonido —dice para sí misma y anota con determinación.

—Fue un instante solamente, pero a mí me parecieron siglos —trato de sintetizar la experiencia mientras me acomodo sobre la silla (que ya se ha desplazado algunos centímetros).

—Así es —afirma la psíquica con sobriedad.

—Y luego lo del cuarto prohibido, ¿ya se lo había contado?

—No, no me has contado nada. ¿De qué cuarto prohibido estás hablando? —dice, distorsionada por las bifocales.

—Esa casa, hay tanto guardado ahí, tanto que no comprendo —vuelvo a suspirar—. Un buen día pude entrar. El mayordomo olvidó cerrarlo; aunque ésa es la versión que me conviene, la que quisiera creer. La verdad es otra, se mueve por vertientes más misteriosas, menos científicas, y eso es precisamente lo que me atormenta. Se abrió solo —le digo, después de una larga pausa—. Además del abandono que encontré, me volví a topar con ella, con la misma mujer. Volvió a hacerse presente. De maneras sutiles, claro, casi imperceptibles.

—¿Era su cuarto?

—No sé. No he podido averiguarlo. Y si así fuera, ¿de qué mujer se trata? ¡En esa casa han vivido tantas!

—Algunas habitaciones son imanes de sufrimiento —explica la Mansour doctoral—, magnets of suffering —repite despacio—. Algún evento trágico sucedido en el recinto y el lugar guarda toda esa energía negativa, como si la incubara, luego los otros moradores, los que llegan después, sufren las consecuencias.

—¡Qué complicado!, aunque yo creo que los fantasmas andan por toda la casa. A veces, cuando me quedo sola, veo de reojo a una vieja que pasa a toda velocidad en una silla de ruedas. Lo raro es que no se trata de la señora que vive ahí y que también circula en ese aparato. Ésta ya está bien dormida cuando veo a la otra en su fugaz carrera. Y hay un loco también, un artista, aunque ese no se cuenta, a pesar de que intente asustar más que los innombrables —le digo en tono de burla.

Jennifer Mansour cierra los ojos y extiende las manos sobre lo que supongo que es mi aura. Recorre el contorno de mi cuerpo a cierta distancia y musita algunas palabras (latinajos que creo reconocer o conjuros que me recuerdan algunos juegos, o el efecto psicológico al menos, “abracadabra” o “ciérrate sésamo”). Intento quedarme quieta para facilitarle el trabajo (una paciente inmóvil que deja hacer al galeno, no interfiere), pero en mi mente pululan imágenes inquietantes: una cama llena de niñas que gritan afónicas ante una pantalla que proyecta una película de vampiros en blanco y negro; una fogata rodeada de gente que asegura haber visto un jinete que cabalga por las noches cargando su cabeza bajo el brazo; los alaridos de una mujer, perdida entre murallas y callejones empedrados, que se ahoga en llanto por la ausencia de sus hijos; mis ojos hipnotizados ante un péndulo de cuarzo que gira invariablemente hacia la izquierda; la enana que llega de improviso, se sienta frente a mí, pide un té, y deja que sus piernas cuelguen de la silla cual muñones inertes; la pareja de seres (él muy alto y desencajado, ella, baja de estatura y con el pelo más rojo que he visto nunca) que, cada jueves, parados muy serios frente a mi puerta, con los ojos vacíos y la sangre detenida en las venas, me esperan en el recibidor. Esta última imagen me perturba. ¿De dónde habían salido esos muertos vivientes? ¿Los había soñado, pensado, leído, o solamente habían brotado de la nada, como sucede con tantos pensamientos, sin rienda ni sentido?

—Veo a alguien —interrumpe la vidente—, muy borrosa, pero está detrás de ti.

“¿Quién es, qué dice?”, habría preguntado, si las palabras me hubieran salido de la boca. Tengo la lengua adormecida, como si recién hubiera salido del dentista.

—No dice nada ahora —me adivina el pensamiento—, pero ya se manifestó, y eso es una ganancia.

Una vez más me palmea el hombro. Era un gesto conocido, de cuando asistía a las sesiones comunitarias, y significaba que me despabilara, que abriera los ojos de a poco, que no violentara las cosas (regresar abruptamente podía ser peligroso). Dos segundos después oigo su voz, cantarina después del trance.

Enough for today, darling.

Y sí que había sido suficiente, la tarde caía sobre el departamento; una luz apenas anaranjada que se instalaba con timidez sobre los vidrios de las ventanas, y que, a cada segundo, acrecentaba sus tonos rojizos. A lo lejos se oían gritos de niños que reproducían las voces perdidas de otros niños. Niños que nunca crecen y que juegan por siempre en la memoria de la gente. A esa hora, exactamente. En las cercanías, un piano amenizaba la eternidad de los infantes. Débilmente al principio, como si los dedos dudaran, se detuvieran inseguros, para hundirse luego en lo que semejaba un arrebato. Las dos nos quedamos en silencio.

—¡Qué raro! —evocó Jennifer Mansour—, ¡y qué enjundia! Esa melodía me recuerda a mis padres, bailando, en un aniversario de bodas. “El vals Crepúsculo de Amor”, así se llama, una canción viejísima, que curiosamente hace honor a este atardecer espléndido.

Luego alargó la mirada hacia la ventana, cuyos tonos encendidos, en la frontera ya de la noche, daban por terminada la sesión.