El desierto
El representante organiza una visita al desierto. El grupo: sus amigos, algunos colaboradores, y dos o tres reporteros que van a cubrir el evento. Y aunque la intención sea seguir inflando las descomunales proporciones de su ego, acepto asistir. Acepto seguir fingiendo que lo tolero. Más bien acepto, con urgencia, el salvoconducto.
La casa ha desatado su furia.
La noche anterior, cuando me invitó el conde a sus dominios, viví lo que no esperaba. En su recámara, un bodegón enorme, decorado por todos lados con encajes, porcelanas y terciopelos, tomando té, escuché sus historias familiares. Los muebles, que había traído “quand je suis venu a vivre ici”, y que no eran más que herencias que llevaba de un lado para el otro en su trajinar por el mundo, llenaban el ambiente como voluminosos testigos. Sobre la pared de un sillón de madera muy labrada, recubierto por un paño violáceo semejante al que viste santos en cuaresma, una galería de fotografías daba fe de sus benefactores.
—Voilá mon grand pére! —dijo señalando una, y en el papel lustre, opacado por grandes manchas oscuras que parecían de tinta y seguramente habían surgido en el arcaico método de revelado, se veía a un viejo muy recto y orgulloso. Vestido de cazador, con unas botas negras hasta las rodillas y apoyando el pie izquierdo sobre el lomo de un león que aflojaba la lengua en señal de última derrota, el abuelo parecía posar para nosotros. En otra estampa, una dama rolliza, ataviada con un sombrero alambicado de plumas, al que sólo faltaban polluelos hambrientos abriendo la boca en espera de alimento, cortaba un listón (de inauguración, supuse), mientras otra mujer, altísima, sonreía y volteaba a la cámara—. Ma mére, avec la Reine —murmuró muy quedo, como si mencionar a la soberana en un tono normal, a pesar de encontrarse en un acto tan público, fuera sacrílego.
Contó después que el abuelo era un tipo tan bien parecido, que había sido incluso invitado a participar en el cine cuando a éste aún no le habían incorporado el sonido. Al lado de Marlene Dietrich, era un famoso rompecorazones, mencionó, pero no entendí si actuando con ella (dirigiéndose mutuamente candentes y mudas miradas) o sólo rellenando la pantalla en calidad de extra. Como fuera, pensé que harían buena pareja; el Ángel Azul y el exterminador de leones, sin escopeta ahora, lejos de la estepa o del camino salvaje, vestido de impecable frac.
¿Y la abuela? Esa historia podía obviarla y era fácil de imaginar. Toda una dama, sufre con mesura y sin exabruptos los deslices del marido, soporta sus sueños de aspirante a galán cinematográfico, se mantiene estoica. Por el bien de la familia, de las posesiones en común, por no perturbar el statu quo, para mantener las boquitas calladas, lo que fuera. Durante cincuenta y cinco años, decentemente casada. En lo justo, en lo cierto, en lo sólido. Cuando dio este dato, el conde hizo una mueca de complacencia, como si la abuela, más que perpetuar un matrimonio, hubiera roto una marca olímpica, y él mismo, por mera ósmosis reproductiva, llevara en los genes esa infinita capacidad de tolerancia. Luego jaló hacia el centro una pipa de agua que mantenía medio oculta detrás de una cortina, y sin mencionar palabra durante el proceso, acomodó unas hojas secas sobre la charola superior, tomó una caja de cerillos y, parándose de su asiento, fustigó teatralmente la pajilla contra el recipiente.
Aspiró de la manguera, mantuvo la respiración unos segundos, se ahogó un poco y, aguantando el humo dentro, me pasó la extremidad del artefacto. Al cabo de varias aspiraciones, el mundo cambió, como si alguien hubiera movido el canal de la televisión y ahora se transmitiera la versión bizarra de las cosas. De repente, el conde ya no era el conde, sino una especie de Lord Byron, que portaba con gracia un turbante y se hundía cada vez más entre los cojines de seda. La impresión me remitía a los más descabellados sueños orientales, mientras imaginaba que él recitaba versos sobre un amor cortés y liviano en cuya atmósfera ambos flotábamos. Era tal la sensación de abandono, que bien podríamos pasar por querubines alados tapizando alguna iglesia. Aunque yo realmente pensara todo el tiempo en el Kama Sutra y en las posiciones eróticas de los templos de Kajuraho. Aun así, la ilusión duró poco. Sólo quedó una reverberación en mi mente, la de su voz inventada, que después languideció también, hasta extinguirse por completo y dar paso a las canciones árabes que salían de los automóviles todavía en circulación por la calle.
Cuando creí que el desajuste ya había pasado, los gestos congelados de su parentela empezaron a cobrar vida. Como si aquello fuera una representación teatral y apenas iniciara el segundo acto, el abuelo, con la cara de Robert Redford en Out of Africa, me coqueteaba cerrándome un ojo. Era fácil entender su poder de seducción y estuve tentada a corresponderle, pero en ese momento al león le empezó a correr de las fauces un hilillo de sangre fresca que combinaba con el magenta de los cojines, y eso era más de lo que podía asimilar. Apreté los ojos para recomponerme, pero un olor a talco de bebé y a Chanel 5 impregnó el ambiente. Levanté la nariz para detectar su procedencia, y descubrí sorprendida que el aroma salía del papel sepia lleno de lamparones de la foto de la reina. La cara del conde seguía siendo un borrón. Al sombrero de flores de la soberana le brotaban inusitadas ramificaciones y florituras. Y la madre de mi anfitrión, aprovechándose de su estatura, hacía afanosa jardinería allá arriba. “Pardon, your Majesty”, “Excuse me, your Royal Highness”, llegué a oír con claridad.
¿Qué había fumado? No lo sabía. Lo único que recordaba, cuando salí de la recámara de mi vecino, era un olor dulzón a hierba seca. Riéndome a carcajadas de los abuelos, planté dos besos al integrante de la nobleza y caminé en zigzag hacia la puerta. Tres, habían sido tres los besos; uno en cada mejilla, y el tercero en el aire, igual a los que él acostumbraba prodigar con tanto esmero. Junté los dedos de la mano derecha, me los llevé a los labios, y lancé el resultado, como si el hombre fuera un beisbolista en la primera base.
Cuando salí, era ya muy tarde. Lord Byron y Robert Redford se habían disipado por completo, y sin los ruidos habituales de la calle, pensé que pasaban de las doce. A esa hora, la gente estaría abrazada con Morfeo, o intentaba hacerlo. Y como el conde se había despedido con una gran caravana, cerrando la puerta antes de que yo llegara siquiera a la mitad del pasillo, me asusté. De repente, estaba parada en medio de la más densa oscuridad. Hasta dudé que hubiera recibido mi último beso aéreo. La luz de su refugio, tan llena de encajes amarillos y cielos exóticos, tapiada de golpe bajo el impulso de su mano.
—Au revoir, au revoir —repetí el adiós, en aquella boca de lobo, y traté de acostumbrarme lo más rápido posible a la impresión de estar parada en medio de un túnel.
Con los brazos y las manos en calidad de sensores para no tropezarme con algún mueble, abrí los ojos a toda su capacidad. Esperaba ver muy pronto el final de la pared o la emanación lejana de alguna de las lámparas que Alí dejaba prendidas de noche precisamente para estos fines. Nada, el túnel sólo parecía alargarse, y el manto negro, crecer en todas direcciones. Para no dejar la mente en blanco, corriendo el riesgo de caer en la angustia, imaginé que el infinito se columpiaba encima de mi cabeza. Vías lácteas y sistemas solares rotando bajo mis pies, hoyos negros ramificando en otros hoyos negros, espacios inaprensibles desembocando en nuevas y más profundas negritudes. Un magnífico vacío cósmico. Pero tenía que reaccionar, así que pensé en retornar sobre mis pasos, tocarle la puerta al conde, regresar los colores a mi vida; la lengua inerte del león, la cara polveada de la condesa, el humo de la pipa creando fantasmagorías. Otra puerta se abrió y una silueta apoyada sobre el marco se recortó en claroscuro.
Sentí que la silueta me miraba fijamente, y el túnel, con sus dimensiones cambiantes, dejaba de existir. Cerrado tras de mí como el obturador de una cámara, todo lo que veía ahora era esa figura observante, cuya mirada, en la imposibilidad de distinguir algún rasgo específico, provenía de todo su cuerpo.
—Good evening —dijo con voz aguardentosa, y prendió un encendedor a la altura de su pecho.
Escuchar a alguien hablar y ver una cara me regresó de momento a la realidad. Se trataba del artista. Lo supe porque estaba manchado de pintura. Lo veía por primera vez después de tanto tiempo. Pero cuando apenas iba a contestarle el saludo apagó el encendedor. No entendí el juego y traté de reír, suponiendo que se trataba una broma, pero el tipo se quedó callado. Sepulcralmente callado, pensé, dándome tiempo de elaborar aquella frase, e intenté moverme una vez más entre la oscuridad. Un jadeo ahogado me paralizó. El encendedor se había vuelto a prender y, ahora, el hombre sonreía.
—Please...! —iba empezar a pedirle que me orientara, cuando me di cuenta de su desnudez. Las manchas de pintura le escurrían por todo el cuerpo; un rojo brillante que daba la impresión de brotarle del pecho le bañaba por completo el vientre y el sexo.
Volvió a apagar el encendedor.
—¡Qué loco de mierda! —exclamé sin miramientos.
El encendedor se había vuelto a prender, sólo para volverse a apagar, luego a prender, luego a apagar, sin interrupción, sin descanso, de manera maniática. Entre los parpadeos de luz, intenté alejarme y ver al hombre al mismo tiempo. Temía alguna reacción inesperada. En reversa, di tres pasos, mientras la incierta luz del butano se fracturaba en la oscuridad. Un paso, el cuerpo desnudo tiene los ojos cerrados. Otro, el cuerpo desnudo se embarra lentamente la pintura por el vientre y por los muslos. Un paso más, y el cuerpo desnudo se recarga sobre el marco de la puerta y tiembla con ligereza. Pensé en un ataque de epilepsia, o alguna dolencia insospechada que degeneraría en un arrebato.
—¡Alí! —grité con todas mis fuerzas, aunque sabía que era imposible que me oyera—. Alí —mascullé, ahora casi sin voz, mientras el hombre apagaba el encendedor y, tambaleante, entraba a su cuarto.
Furia, sí, furia es lo que esta casa me provoca, aunque delante de las amistades del representante tenga que fingir. Todos muy propios, de color caqui y sarakoff (yo con profundas ojeras por la falta de sueño), vamos en uno de los 4 × 4 de la caravana hacia el desierto. Al final de la fila, un grupo de sirvientes carga la utilería. Lentamente, el desierto se expande y el calor arrecia, mientras la periferia de la ciudad va dejando chozas de material de desperdicio, animales extraviados, chatarra oxidada.
—En este pedazo de desierto, El Alamein, se desarrolló una de las más cruentas batallas de la Gran Guerra. En un solo día, los muertos sumaron centenas —explica eufórico el representante, y un espejismo de gritos, sofocos, arena levantada, grumos de sangre seca y cuerpos lacios en barracas perdidas me estremece—. En 1959, el mausoleo italiano que ahí se encuentra fue construido por el conde Caccia Dominioni. Se trata del mismo hombre que planeó la invasión alemana a El Cairo creando puentes a través del Nilo, a la altura de Hawamdia, y del mismo también en quien recayó la tarea de buscar los cadáveres de sus coterráneos en el Desierto Occidental —añade sabihondo, mientras exclama—: ¡qué versatilidad de sujeto! ¿No les parece?
Lo que sigue es vacuidad. Una larga carretera en donde no vimos gente por horas. Solamente una manada de camellos salvajes que se atravesó y, cada tantos kilómetros, un letrero:
ALÁH ES GRANDE
Para romper la monotonía, Jackeline, esposa de Hassan, príncipe de incierto principado, saca y mete cosas de una gran bolsa que lleva al lado de las piernas; reparte golosinas, cuenta anécdotas, suelta sonoras carcajadas.
—¿Hassan, le contaste a Zaki que el Sultán de Gezira nos invitó al torneo de polo en su palacio de verano? —pregunta al marido.
—No dejen de incluirme —irrumpe el representante, ávido insaciable de contarse entre los rich and famous.
—Sí, sí, por supuesto, siempre eres indispensable. Habrá eventos maravillosos. En una de las cenas seremos transportados por elefantes a través del jardín, y en otra nos disfrazaremos de lo que más incite nuestra fantasía erótica —responde ella, agudizando la voz.
—Pues ya sé de qué me voy a vestir, de marqués azotador de esclavas vírgenes —afirma el anfitrión, cerrando un ojo y sacando levemente la punta de la lengua.
—¡Uf!, pues entonces voy a tener que cambiar el mío. De doncella favorita de un harén, creo que me va a gustar más convertirme en una simple y vulgar esclava —añade la mujer desternillándose de risa, mientras el marido, apoltronado en su dudosa nobleza, enciende un cigarro en una larga pitillera dorada.
Yo no estoy para bromas. De la furia pasé a la rendición más deplorable. Lo que pasa en la casa me rebasa por completo. El conde y el artista son monigotes inconscientes que reproducen mensajes encubiertos, como si la diversidad de sus locuras fueran claves vivientes de algo muy serio que está a punto de estallar.
—Ana, querida, pareces una tímida colegiala. No has pronunciado palabra. A ver, ¿de qué te disfrazarías tú? —me reta el embalsamador.
—No sé, tendría que pensarlo —digo dudando, mientras la esposa del príncipe me mira curiosa—, quizá de una mujer egipcia cualquiera, una que decidiera, un buen día, destaparse y enarbolar sus velos por las calles en señal de liberación.
—Se los dije, esta niña es demasiado inteligente. No se da tregua. Ni por un momento deja de pensar con seriedad —comenta el jefe—. A ver, a ver, se me hace que te vamos a tener que vestir a la fuerza de esclava. Te vas a divertir más, te lo aseguro.
Emulo la risa de Jackeline y me libero del interrogatorio. Ya lo sabía. El viaje al desierto tendría estos temas de conversación: ropa, accesorios, comidas, alcoholes, sexo, gente y más gente, frivolidad a ultranza. Pero no hay más, ni tengo otra opción; estar aquí es lo único que puede ayudarme a ahuyentar un poco mis demonios.
—Ok, de esclava —decido, y sin darnos cuenta llegamos a un enclave en donde las dunas, inmaculadas de tan blancas, gigantescas palomas dormidas, nos reciben en su paz de siglos.
Los sirvientes desempacan tenderetes, mesas plegables, antorchas, comestibles, y empiezan a organizar el tinglado. En un momento el fuego circunda el campamento y las botellas de vino se oxigenan sobre el mantel. Sin proponérmelo, el desierto de Lydia se despliega ante mis ojos. Sus pesares se mezclan con los míos. Ella, perdida en su decepción, en lo que considera una traición; yo, secuestrada en esa casa que me habla en un lenguaje inaprensible. Ella, intentando huir montada en ese burro, con su cámara como único armamento. Yo, debatiéndome entre esta gente, que me empuja inútilmente al olvido. Atrás de nosotros, el mismo sol, majestuoso, resbalándose en la pared del cielo.
Una gran yema de huevo cayendo sobre toneladas de sal.