Una tina llena de sangre
Una de mis últimas noches en esa casa, con la luna escondiéndose entre un cúmulo de nubes negras que encapotaban el cielo, leo la última página del diario de Lydia. Las palabras están casi borradas, y la joven Mizrachi desgarra la hoja, intenta arrancarla, la moja copiosamente con su llanto. Lo escrito es muy poco; un testimonio, un precedente, un aviso para nadie, o quizás para ese alguien que leerá el diario en otra época, en otro contexto, cuando su dolor ya no exista y haya sido aniquilado de la sombra del tiempo.
“Mi madre. Está muerta. Se ha quitado la vida.”
Con el aliento detenido, recorro cada letra, toco la página con las yemas de los dedos, la acaricio, como si al hacerlo tocara a Lydia, la consolara, pudiera consolarla. Siento una daga muy fina enterrada en el pecho, un filo que me traspasa desde una región más allá de todo entendimiento. La punzada me lacera, me quema, como si la muerte de esa mujer estuviera sucediendo aquí, en este momento, frente a mí, sus ojos de moribunda mirando fijos el vacío que yo miro.
Me llevo las manos a la cara, me reclino hecha un ovillo, y me quedo así un buen rato. Salgo dando traspiés. Parada bajo las palmeras, mi mente corre de un lado a otro sin encontrar refugio. Inhalo profundo varias veces. Trato de serenarme, de entender siquiera un poco de lo sucedido. Desde el árbol más alto, el halcón me observa, como siempre, aunque esta vez levanta el vuelo, me ronda, como si también intentara calmarme, a su manera, en la noche tan negra. La escena me parece ya vivida. Me veo a mí misma, como él me ve desde arriba. Veo las tinieblas amotinadas, el rayo de luna sobre mi cabeza, el perímetro de mi ser. Veo también la muerte sin límites, la muerte que todo lo abarca, remota y cercana al mismo tiempo, al acecho siempre. Y me veo en la faceta más cruda de mi realidad, como la marioneta triste en que me he convertido; lastimosa muñeca de trapo con la que el destino juguetea entre sus manos.
Abatida por un duelo sin contrincantes, desmembrada anímicamente, deshecha en lo más profundo de mi ser, no sé a dónde dirigirme, a quién acudir para pedir un consejo, un poco de compasión. ¿Qué fuerzas desconocidas jalan mis hilos? ¿Por qué motivos el pasado, tan ajeno a mí, me sacude de tal forma? ¿Por qué ahora esto, si no esperaba encontrar ya nada? Lo ignoraba, pero el halcón parece advertirme que el tiempo corre en mi contra. Con las alas perfectamente alineadas, dibuja en el aire la forma del presagio. Yo miro el cielo y trato de leer sus movimientos, de entender los posibles símbolos, pero el ave se queda suspendida, una saeta inmóvil. ¿Qué puedo hacer ya? ¿Qué caso tiene atender una llamada de auxilio que pretende evitar lo que ya no puede prevenirse? Como un rayo que iluminara repentinamente la noche, todos los momentos vividos desde mi llegada se compactan, se transforman en un legado de gracia, se revisten de sentido. Impulsadas por una voluntad que me es ajena, mis piernas se mueven, corren. Jadeando, llego a la cocina y arranco del perchero el manojo de llaves de Alí.
Una vez más, la puerta del cuarto cerrado se abre.
Frente al silencio estancado, en el recinto que semeja un sepulcro, entre los bultos inertes que cubren las sábanas, soy otra vez la intrusa traspasando lo invisible. Como visitante de una cripta, esperando que acontezca lo extraordinario, camino un poco, destapo el tocador, afino los sentidos, olfateo, toco. Nada, nadie, ningún indicio de respuesta, ningún sonido. No hay canciones de cuna ni caballos, ni la calidez del aire cuando revive el tamiz perdido de las emociones. Sólo humedad y encierro, el remedo de niebla que parece nacer en la oquedad de la penumbra. Un lugar que se vivió y se dejó, como todo muere y se desecha algún día; la ilusión de vivir, el amor, el cuerpo mismo, receptáculo falible, fragilísimo, en donde la piel acaba desprendiéndose como polen inservible.
“Lea, aquí estoy, contesta, háblame”, suplico a las paredes. “Ya sé que eres tú la que me has estado buscando. Aquí estoy. No tengo miedo”, repito al silencio. “¿Qué hiciste, qué tontería hiciste?”
Más silencio. Largo y cruel. Desde la calle, una bocina perdida me ubica en el absurdo en que me encuentro. Trato de reaccionar, pero vuelvo a abismarme. En verdad no tengo miedo, estoy decidida, quiero verla completa, hablarle, aunque aparezca descarnada, aunque sus ojos sean un pozo de agua turbia y tengan la luz debilitada del entierro. Quiero tocarla, si es preciso, estrecharla. Pero sobre todo, convencerla de vivir, de abrazar la existencia, impedirle cometer el último de los actos a los que tiene derecho cualquier ser sobre esta tierra.
¿Disuadirla de lo sucedido hace tantos años? No me importa. Sé muy bien de la ficción del tiempo, del remolino inaprensible en que se mueve por el cosmos, de sus erráticos jirones y volteretas. Presiento que aún puedo hacer algo. Como lo había hecho en la pirámide, cierro los ojos, me concentro, y creo con firmeza que, al abrirlos, ella estará allí, parada frente a mí. Y si la invoco con la fuerza suficiente, en su belleza original, con el pelo largo y lacio, con la piel tan blanca como la azucena apenas cubierta por el rocío del invierno.
No sucede nada.
El cuarto sigue siendo el mismo cuarto abandonado, con las telas rasgadas y apolilladas, los polichinelas de ojos vidriados, el polvo, lluvia de óxido sobre las cosas. Estoy sola; una loca que les habla a los muros, a las ventanas tapiadas, a los paisajes ennegrecidos de los óleos antiguos. Con un pesar que me doblega, entiendo que todo lo vivido en esa casa es como el eco vacío de mi voz retumbando en las paredes. Siento una desesperanza sin límites, una avalancha que parece sepultarme; todo lo acontecido, alud inútil, burlón, clarividencia de pacotilla, el sueño infame que no debió soñarse nunca.
Me tiro al suelo llorando. Esta vez, las lágrimas sólo a mí me pertenecen. Saben a mar embravecido. Agotada, me quedo dormida.