El inefable Alí
Llegué a la cocina y mi llavero no estaba. Al principio, sospeché de Hussein, el cocinero, que siempre se mete en donde no le corresponde, pero luego me enteré de que alguien había visto husmear a la señora Ana por ahí. Cero y van dos. Esta mujer ya rebasó todos los límites. Otra más que sucumbe a la maldición de esta casa. Uno que trata de evitar a toda costa que se enteren, y ellas que se lanzan al vacío con tanta determinación.
El cuarto cerrado acabó dominándola.
Señora Ana, le diría si pudiera volver el tiempo atrás, ¿de qué le sirve saber que ese cuarto se vio envuelto en los más terribles dramas? Ya se va usted, sosiéguese, váyase ignorante, feliz, piense que el tiempo que estuvo aquí fue un tiempo de dicha en su vida, un periodo vacacional, solamente eso. ¿Para qué quiere acabar muerta en vida como la señora Lorenza, o, en el menos peor de los casos, sepultada por las cosas como la señora Rossell?
Y no es que ellas se hayan informado del horror precisamente, pero como vivieron aquí tantos años, se podría decir que respiraron en exceso los aires extraños que aquí se generan. En pocas palabras, las ánimas acabaron haciendo de las suyas con ellas. Por eso yo quería salvarla a usted, una al menos que sacara provecho de mi experiencia. Pero usted no se dejó, luchó como una leona por enterarse, y ahora, como consecuencia, se regresa a su casa con ese trauma a cuestas, innecesario por completo, creo yo.
Ahora que, si insiste usted en conocer detalles de lo que ya sabe, fíjese que cuando la finada señora del Pachá cometió lo que cometió, limpiar la sangre que se derramaba de esa tina tomó meses. Había dejado la llave abierta, en esos trances de lo último que se acuerdan es de economizar, y el agua sanguinolenta corrió por toda la planta alta y se derramó a chorros por la escalera.
Dicen los jardineros que llegó hasta la calle y que algunas plantas del jardín brotaron solas después del incidente. Cuando cuentan esta anécdota, yo por supuesto finjo creerles, pero tengo mis dudas. ¿Qué flores pueden brotar de esa desgracia? Como son muy supersticiosos, siguen nombrando a las plantitas en honor de la difunta, aunque no la hayan conocido, y cuando nadie los oye, según me cuentan por ahí, les hablan muy cerca y aseguran que es madame Mizrachi la que los escucha. ¡Allá ellos! Lo más increíble de todo es que el olor no se ha ido nunca, a veces apesta a sangre, sin importar el montón de años transcurridos.
Yo tampoco la conocí, podría decirse que a mí me ha dejado en paz, relativamente, claro. Al principio la veía escurrirse por los rincones, una sombra rápida que atravesaba paredes y dejaba la sensación de que alguien había pasado mirándolo a uno. A veces estaba yo volteado ocupado en algo y veía de reojo un pedazo de nube que se movía como si fuera persona, sin brazos ni piernas, pero con todo el empuje del caso. Entonces me asustaba un poco, pero decidí desde el principio cortar aquello de tajo. No podía darme esos lujos. Simplemente peligraba mi trabajo. Un mayordomo miedoso es el colmo de la ineficiencia.
Después me armaba de valor y hasta la encaraba. Una vez, por ejemplo, se me puso justo enfrente, muy callada, tenía una especie de camisón puesto y el pelo largo y desgreñado, como si se hubiera batido en algún duelo; hablaba con los ojos, se puede decir, suplicaba, unos ojos muy tristes que se abrían llorosos y brillaban en la oscuridad. Madame, le dije, así de plano, yo no sé qué asunto se trae usted, pero yo no tengo tiempo de andarla arreando, y ella parece que entendió, cada vez que se volvía a aparecer, se limitaba a verme, largo rato, con sus ojos de niña castigada. Para ese entonces, yo ya había perdido por completo el miedo y lo único que me provocaba era una lástima infinita.
En ese entonces, ya no me acuerdo quién vivía aquí, mandaron traer un Imán que la hacía de exorcista. Soleimán, se llamaba. Tiró su tapete en la biblioteca y empezó con unos cantos desgarradores que a todos nos pusieron los pelos de punta. Creo que era el vendedor de arte, sí, era él el que estaba por aquí en esa época, porque su voluminosa mujer se escondía atrás de las cortinas del comedor, ahora que recuerdo, y él se hacía el valiente, aunque se delataba comiéndose las uñas. Cuando el Imán se fue, nos dejó de tarea poner en la casa todos los sábados una tsura del Corán a todo volumen. ¡Qué fastidio! Esto parecía una mezquita comprimida, y yo, como era el encargado, una especie de muensin. ¡Claro!, enmudecido, porque el aparato era el que gritaba, y yo sólo me sentaba por horas a su lado para cambiar el disco, como muñeco de ventrílocuo. Ya me lo sabía de memoria.
Como le digo, a mí se me ha hecho la piel de lagarto. Mi experiencia es aparte. Ya no hay tragedia o espectro que me quite el sueño. Tanto contenerme por fuera, que acabé contenido por dentro. En serio, ya nada me hace mella, mis pensamientos han aprendido a disciplinarse; soldaditos sin general, y yo solo al frente, comandando la tropa. Pero a usted se la puede llevar el tren, a menos que se cueza aparte, y esos ejemplares del género femenino son casi imposibles de encontrar. Casi todas las mujeres son iguales.
Lo bueno, le repito, es que ya se va, el problema es suyo si se lleva al fantasmita, luego dicen que siguen a la gente a donde vaya, sin importar la lejanía, que tienen el don de transportarse distancias enormes. Eso yo no lo entiendo a cabalidad. ¿En qué ambiente se desenvolverán para ser capaces de tales proezas?
Además, le voy a ser sincero, no le traté de evitar la maldición ésta porque la quisiera salvar a usted en particular o le tuviera algún cariño, nada por el estilo. Siempre procuro no cultivar afectos por los huéspedes. Cuando uno se encariña, las cosas se complican. En el momento en que deciden largarse, nos dejan sin un ápice de culpa o de nostalgia y nosotros nos sentimos siempre abandonados, viles huérfanos. Ellos salen muy campantes soñando en el futuro, hasta platican de sus proyectos como ricos que apilaran lingotes de oro frente a los pobres, y nosotros nada más los miramos partir, con unas ganas enormes de que por equivocación nos lleven entre sus maletas.
Mi preocupación es otra: la casa, siempre la casa, acabaría diciéndole, ya son muchos años de haberla convertido en mi razón de vivir. Cada cuarto amuebla mi corazón desde que era apenas un mozalbete. Y perdón que le sea tan franco, pero por lo que se ve, a usted le gusta que le digan a las cosas por su nombre. Ésa es la verdad, la pura verdad. Si usted enloquece aquí, a todos nos lleva de refilón. Hasta a la viejita me la puede matar de un susto. Suficiente con lo que ya he vivido. De aquí en adelante quiero controlar lo que sucede para no repetir las mismas experiencias una y otra vez.
De eso se trata la vida, ¿no? De aprender del pasado, de no olvidar. Por eso mi repertorio de eventos ya sucedidos lo llevo en una especie de libreta invisible que no suelto ni a sol ni a sombra. Necesito una referencia, y ahí está, algo similar o parecido que aconteció antes en la casa y que en ese momento me puede sacar de aprietos. También tengo que pensar en los otros. ¡Pobres inquilinos! Lo último que necesitan es reforzar sus desajustes, verse en el espejo del que está perdiendo la razón. Aparte de tratarse de mi deber, es de lo más incómodo vivir entre lunáticos.