La ley del caos
Lydia había desarrollado la costumbre de intercalar fotos entre las páginas del diario. Las pegaba ordenadamente en donde se refería de alguna forma al contenido de las imágenes y, si eran retratos, escribía el nombre de la persona, a veces la edad, algún comentario, o hasta dibujos que le inspirara el sujeto en cuestión. Ponía flores, corazones, flechas que señalaban hacia alguna frase específica del manuscrito, o las mismas flechas atravesando corazones.
Abro el cuaderno y una fotografía, desprendida por el paso del tiempo, cae al suelo. Veo a un hombre que encaja perfectamente con la descripción de su padre. De traje y corbata de moño, está sentado en una mecedora de mimbre, con un jardín vibrante a sus espaldas. Se ve cansado, el paisaje haciendo contraste con su semblante. Los codos recargados sobre la butaca, mira hacia ningún lado, ajeno quizá hasta al mismo fotógrafo que lo acecha. Bajo la foto, Lydia puso con mayúsculas:
EL OGRO
No entiendo ese salto anímico tan abrupto. Hojeo algunas páginas anteriores para verificar fechas o algún detalle que me dé algún indicio. Habían pasado algunos años. De la niña que jugaba con su hermano en la fuente de mármol, a la jovencita que adoraba al padre, se perfilaba ahora una mujer muy distinta. En una foto minúscula y gastada, aparece con un sombrero ladeado sobre la frente y un cigarro apenas detenido en la boca. Su rostro, ligeramente levantado hacia arriba, luce desafiante. Siento que Lydia había pegado esa fotografía solamente para que yo la viera, como si los diarios se escribieran pensando en el receptor, en el que accidentalmente va a encontrarlo. ¿Qué había sucedido? ¿Quién era esa nueva mujer que parecía romper todos los cánones? ¿Dónde había quedado el padre regulador, el que disciplinaba la vida desde que esa casa había albergado su primera piedra?
Acelero la lectura. Lydia se tutea con los meseros durante las fiestas que organiza su padre y abraza a las mucamas como si de hermanas o amigas íntimas se tratara. Toma alcohol a escondidas, se viste con la ropa más vieja que encuentra, y tiene un chango como mascota. Colgado a su cuello, Manoli, el mono araña, grita como un poseso en los momentos más inadecuados. A pesar de que el escándalo molesta mucho a su padre, ella festeja con estrépito los desplantes. Además, ha dejado de ir a la sinagoga.
“¿Qué más da ser judío, católico o musulmán? ¿No somos todos iguales ante los ojos de Dios?”, le dice a su padre, cuando le recrimina sus ausencias.
Luego, intenta adoctrinarlo: “El mundo ha cambiado, papá, ya no somos los mismos. ¿No has oído por ahí que la religión es el opio de los pueblos?”
Desde algunos meses antes, sigue en secreto al militante comunista Henri Curiel y, bajo su venia, organiza reuniones clandestinas con artistas, jóvenes intelectuales y disidentes políticos en el sótano de la casa. Entre los rumores que circulan, se asegura que el grupo, además de propagar ideas antimonárquicas, fuma hierbas prohibidas, pues los jardineros han reportado olores extraños saliendo del subterráneo.
Su mentor le da a leer el Manifiesto comunista y ella cambia por completo su percepción del mundo. Emancipar a la sociedad de la opresión que la burguesía ejerce sobre el proletariado se convierte en la preocupación principal de su existencia. Como la riqueza debería ser repartida entre quienes la trabajaban y no acaparada por esa sarta de holgazanes que veía a su alrededor, apenas leída la última página se dedica a pensar de qué forma podría ayudar para lograrlo.
Era una burguesa consumada. Ésa era la realidad y no podía evitarlo. Estado que le parece la peor aberración en la que pudiera alguien estar atrapado. Así que para reformarse, empieza con detalles; tender su cama, lavar los trastes donde come, bañar y alimentar a Manoli y no esperar a que alguien lo haga, regar ella misma la selva de plantas que crecen en su recámara (contradiciendo las ideas de sanidad de su padre), prescindir de choferes y caminar o tomar transportes colectivos. Todo esto a pesar del desconcierto en que sume a la servidumbre.
No podían creer lo que veían. Un día sacó cerros de ropa y zapatos para regalar, quedándose con lo mínimo indispensable, y otros salía a la calle disfrazada de pobre a la búsqueda de situaciones donde redimirse. Actividades que eran una interpretación muy personal de sus lecturas comunistas, aunadas a otras que escondía a sus compañeros de ideología, como los escritos completos de San Francisco.
El libro se lo había regalado un sacerdote de la iglesia católica cercana que había asistido a una de las reuniones de su padre. Lo llevaba con él y, al ver a la chica tan llena de vida y tan ávida de ideas, se deshizo sin pensarlo de su ejemplar, aun a sabiendas de que la familia era judía y su gesto podía malinterpretarse. Ella lo leyó a la par del Manifiesto, alternándolos, y como ambos la impresionaron sobremanera, organizó en su mente una mélange, a conveniencia, con los conceptos que más le habían dejado huella.
Dentro de estas actividades (resultado de su autoformación híbrida), una vez recogió a un atropellado. Al verlo tirado y sangrante, le dio unas monedas a un hombre que pasaba con un burro y una carreta para que la ayudara a transportarlo, y llegó con el herido a su casa. Todos se horrorizaron, empezando por sus padres, que prefirieron llamar a su médico personal y correr con todos los gastos antes que ver a su hija aplicando merthiolate y cortando vendajes.
Así transcurría su vida. Si no andaba a la búsqueda de oportunidades donde aplicar las teorías aprendidas, platicaba largo y tendido con los sirvientes.
“A ver, Nahda, dime la verdad, ¿no te gustaría ser tú la que estuvieras sentada en esta mesa comiendo lo mismo que yo?” Y la fregona la miraba con ojos lánguidos y asentía tímidamente. “Pues ése es el mundo que se avecina, ya lo verás, antes de lo que crees.”
“Amr, ¿por qué estás tan triste? Tienes la cara hasta el suelo. Anda, dime, ¿algún problema con alguno de tu hilera de hijos? ¿Tu mujer?”, investigaba al que llegaba los sábados a limpiar ventanas, y el limpia vidrios solamente se enroscaba de vergüenza ante sus afanes terapéuticos.
Y si no estaba en ninguno de los dos planes, el de redentora o el de psicóloga, se sumergía en el sótano por horas con sus compañeros de partido. Incipiente y sujeto a cambios, pero ya tenían el nombre: Partido Comunista de los Pobres. Sesionaba todos los miércoles, y la reunión empezaba a las ocho de la noche, sin límite de tiempo para finalizar, por lo que los convocados acababan a veces quedándose a dormir. De esto, por supuesto, sus padres no se enteraban, pues ella subía, fingía irse a su recámara, y luego se escapaba por la ventana trasera para seguir con las negociaciones.
Mítines contra el rey Farouk, brigadas de trabajo, organizaciones populares de apoyo, todo garabateado ordenadamente en memorandos, firmado por cada uno, y salvaguardado a cal y lodo por el secretario. Hasta un periódico del cual ya tenían escrito el primer número, que imprimirían con un amigo que tenía un mimeógrafo y repartirían a escondidas en la universidad. Título, también tentativo: La voz del pueblo. Sin embargo, los días pasaban y nada se concretaba. Además de que Monsieur Curiel era un idealista de cepa, no encontraban la forma de empezar a hacer realidad lo que planeaban con tanta minucia. Aunque nunca lo verbalizaran, tenían las manos atadas. De una u otra forma, todos comían de esos mismos privilegios de clase que tan ardientemente creían combatir.
Pero no se dejaban caer en desánimo. La personalidad de Lydia ayudaba. De imaginación desbordada y poseedora nata de lo que entonces era sólo un barniz de vena literaria, les describía con lujo de detalles (como si las describiera en una novela) las multitudinarias protestas que lideraban en las plazas principales de El Cairo. Emocionada, escribía en el pizarrón complicadísimos croquis en los que articulaba la forma en que convocarían a la gente, cómo llegarían desde los más apartados rincones de Egipto, qué tipo de banderolas colgarían como decoración. Todos la escuchaban, embelesados, en sus mentes afiebradas la plaza Taharir se amueblaba hasta el tope con las descripciones de la muchacha. Para aumentar el dramatismo, ella cantaba después La internacional. A todo pulmón, mientras les pedía que imaginaran cómo se escucharía el himno acrecentado por magnetófonos:
¡Arriba, parias de la tierra!
¡En pie, famélica legión!
Atruena la razón en marcha:
Es el fin de la opresión.
Al final, casi desgañitados, sacaban la pipa de agua y el paquetito de hachís.
Dejo de lado el diario. Me sorprenden las semejanzas. El rey Farouk y Mubarak; los dos aislados en el pináculo de sus privilegios. Y así como Lydia y sus amigos soñaban con un mundo sin diferencias, así habría ahora otra gente, escondida en sótanos o cafetines, pensando en la posibilidad de un cambio.
¿Qué sucedería ahora, tantos años después?
Prosigo la lectura. Paralelas a los sueños ingenuos que alimentaban en el subterráneo, acontecían luchas reales. Sangre y muertos de verdad. Ellos solamente reflejaban las zozobras que flotaban en el ambiente. La presencia de tropas británicas en el canal de Suez, además de despertar un fuerte resentimiento entre la población, hizo que todo lo que tuviera que ver con Inglaterra se convirtiera en blanco potencial. Y aunque Maadi se había conservado hasta entonces como “suburbio inglés”, inmune a los disturbios políticos y nacionalistas que surgieron a partir de la revolución de 1919, estaba siendo afectada medularmente. A partir de un par de bombas que estallaron en la Delta Land Company, un nuevo capítulo se escribía para el otrora pacífico vecindario. De golpe, dejaba de ser el lugar de ensueño donde las mil y una noches eran cosa de todos los días.
La gente cambió el tema de sus conversaciones de la noche a la mañana; de los partidos de críquet y de bridge, pasando por el golf y las suntuosas fiestas de salón de la temporada, hablaban por primera vez de política. De entrada, compadecían al rey Farouk y criticaban con dureza a los instigadores en los corrillos del gobierno, para acabar casi siempre quejándose con amargura del repentino cambio de actitud que habían notado en la servidumbre de sus respectivos palacetes. Se apasionaban, hablaban por horas, e iban subiendo el volumen de las voces hasta finalizar casi a gritos. ¿Cómo iban a mantener sus mansiones en funcionamiento sin toda esa gente que los atendía? Y aunque los conservaran, ¿cómo iban a soportar su insubordinación o que exigieran mejores horarios de trabajo o sueldos más holgados? ¿Qué ventaja tenía entonces vivir en ese país de desharrapados?
Lo único que les faltaba era un esclavo a sus espaldas con un abanico de plumas de pavorreal, como esos que aparecen atrás del faraón y de su esposa en las estatuas y en los bajorrelieves. Además de estar pendiente de que la sombra proyectada en el piso no fuera nunca tocada por el vulgo, la única función de dicho abanicador era refrescar a los amos. Pero hasta al hombre de las plumas hubieran contratado en el mundo de fantasía en que se había convertido Egipto (si no es que ya algunos lo tenían por ahí encubierto). Después de ordenar la ropa del señor inmaculadamente sobre el perchero, el valet saca su ventilador silvestre y se dispone a refrescar al patrón. A cada movimiento del abanico, con cada ráfaga de suave brisa, el señor cierra los ojos, emite un profundo suspiro, y descansa en el Nirvana de sus privilegios. ¡Cómo no iban a estar de duelo!
En la villa Mizrachi, a pesar de que las tropas británicas ya habían reprimido con violencia las manifestaciones populares en la zona del canal, el Pachá sigue paseándose por el jardín, cargado en vilo por cuatro sirvientes. Como nunca había sido un gran caminante, cuando jugaba golf montaba un burro entre cada tiro. Era peculiar su imagen en el campo encima de aquel animal que parecía ya conocer al dedillo su trayectoria. Ahora, con más razón, como sus piernas empezaban a flaquear, manda construir un palanquín para seguir supervisando su predio.
Sale de la casa muy temprano, con su sombrero blanco y su pipa humeante, sentado muy firme sobre la silla clavada al andamio. Con el dedo levantado, señala a los hombres la ruta que tomarían ese día, los diferentes senderos y veredas. El trayecto depende de los árboles que quiera revisar, de alguna plaga que hubiera detectado por ahí, de si los persimonios ya están suficientemente maduros, del estado de las orquídeas.
Pide luego dirigirse a la zona de destrozos provocados por una pareja de zorros que ha sido su némesis por varios años y, en el camino se detiene a admirar las flores del paraíso que él mismo llevó por primera vez a Egipto desde Sudáfrica como pago por sus servicios a un cliente de Cape Town. Sonriendo, recuerda sus afanes. Como no existía el insecto adecuado para hacer tal faena, se tuvo que armar de paciencia para polinizarlas con sus propias manos. ¡Qué trabajo minucioso había sido aquel!
En los árboles frutales, ordena a sus hombres-mula que suban el piso portátil para tocar y oler el producto, y en la colección de cactus, que rivaliza con la del príncipe Mohammed Ali-Tewfik en el Munial Palace, hace sufrir a sus cargadores al deambular largo rato por el laberinto de espinas. Acabando los infelices como alfileteros vivientes, con cientos de pequeñas púas encajadas en la piel, de las cuales no pueden liberarse hasta que el señor dé por terminado su paseo.
El mismo día en que Lydia pone a su padre como un ogro, cuenta un sueño que el Pachá les había relatado a la hora de la comida. Soñó que las hojas de las palmeras se desgajaban y caían monstruosas sobre sus cabezas, que él le rezaba a Jehová con toda su vehemencia, pero que no podía hacer nada para evitar el cataclismo. Luego lo interpretó como un augurio de buena suerte, alegando que los significados de lo que se experimentaba dormido casi siempre estaban invertidos. Pero Lydia sabía que ese sueño era literal.
El país pulsaba como una bomba de tiempo. La ley del caos había empezado a girar con fuerza sus engranes. Ella, la Pachinette, como le decían sus amigos, era una princesa que había abdicado. La casa que su padre le construyó se quedaría para siempre esperando su llegada. Nunca cruzaría esa puerta vestida de novia, ni cargada en brazos por un esposo. Las ilusiones del patriarca sobre nietos corriendo de casa en casa o mesas repletas de familia eran un eco sordo en el caserón vacío.