El basurero y la tienda de perfumes
En medio de la aprensión que me provoca el diario, tengo una encomienda. El representante me pide realizar una visita de tipo social, y como todavía no se me ocurre qué hacer para vengarme, acepto la oferta. Lo planearía durante el trayecto. Tenía que ser muy sutil y, al mismo tiempo, muy contundente. Algo que no olvide nunca.
La cooperativa en cuestión está ubicada detrás del Muqtam, ese cerro que puede verse desde distintas partes de El Cairo y que está justo en medio del basurero de Zebelin. La mezquita de Mohammed Alí, como un vigía alerta y majestuoso, corona la pequeña montaña. Zebelin significa “gente de la basura” y, en el sitio, doscientos mil cristianos, toda una comunidad copta, sobreviven del desperdicio. El propósito de la visita es publicar información altruista sobre el arqueólogo.
Otra sarta de mentiras. Ya me imaginaba.
—Muy fácil, petite demoiselle, va usted, se deja retratar con las trabajadoras, les da el donativo, y asunto arreglado —había dicho esa mañana.
Y aunque ya estaba cansada de poner ante los fotógrafos mi cara más amable, o la más concentrada o neutral, apunto la dirección y me dirijo al lugar.
Es el viejo camino al aeropuerto, el mismo que a mi llegada me había impactado tanto. Ahí están otra vez los chivos parsimoniosos comiendo en las esquinas, las tumbas habitadas y tocadas por tantas manos, los domos de los templos acumulando el polvo de centurias. Sin embargo, ahora, como si ya llevara ahí muchos años, me fundo con el paisaje.
—¡Hena! —digo “aquí” en mi incipiente manejo de la lengua local, y el automóvil da media vuelta para internarse en una callejuela sin pavimentar que contrasta con la riqueza de la mezquita.
La vieja y venerada estructura, con sus formas redondas como nichos detenidos por esbeltas torres, era todo un estado anímico. En mí, contrario al fervor que sentían los lugareños, reducido a una vaga y lejana opresión. Meses atrás, la imagen misteriosa del templo era el símbolo del miedo a lo desconocido; hombres escondidos tras los pilares blandiendo dagas encubiertas, explosivos a salto de mata, el olor de la muerte. Ahora, como el monóxido de carbono que encapotaba el entorno, el temor se había diluido. Aquí estoy, otra vez mirándote, le digo a la gran estructura tapizada de alabastro, y trato de ubicarme en el futuro, cuando ya no forme parte de mi paisaje visual. ¿La recordaría? ¿Se quedaría prendada en mi recuento estético de las cosas? ¿Volvería a despertar en mí algún resquicio de esas primeras emociones?
De pronto la ciudad queda atrás y en su lugar se expanden parajes desolados donde despuntan pequeños montículos de basura. Pandillas de gatos husmean entre el desperdicio y algunos pájaros a la distancia dan la impresión de buitres. En lo que me parece apenas un minuto, como si una gran mano ciega las hubiera cernido a destajo, enormes lomas de desecho crecen a ambos lados de la vereda. Otro minuto, y una sensación de vómito me punza en el vientre.
—The window, Mohammed, close de window! —grito, y en lo que el chofer cierra la ventana, apenas tengo tiempo de reprimir el impulso.
Apiñadas sobre la basura, familias enteras de cerdos se regodean y emiten ronquidos. Escuchando sus ruidos ahogados, me tapo la nariz y la boca para sofocar la pestilencia. Ningún musulmán osaba aventurarse en esa parte de la ciudad precisamente por la presencia de esos animales. Los coptos los criaban y a ellos su religión les impedía cualquier contacto. En 940 a. C., cuando el Egipto cristiano fue invadido por ejércitos islámicos, los egipcios que no se convirtieron al Islam tuvieron que pagar un impuesto por el privilegio de conservar su religión en una sociedad musulmana. Como resultado, acabaron en condiciones miserables y se vieron forzados a sumergirse en el gueto de la basura. Además, debido a las persecuciones, tuvieron que practicar su fe a escondidas, construyendo iglesias bajo tierra. Algunos de estos templos, que semejaban cuevas prehistóricas con representaciones rupestres de índole religiosa, fueron nombrados en honor de san Simeón.
Cuenta la leyenda que el Califa Fatimida Al-Muizz li-Din Allah había retado a los cristianos de la época a probar la validez de su religión haciendo realidad las palabras de Jesús: “si ustedes tuvieran una fe tan pequeña como un grano de mostaza, podrían decirle a ese árbol ‘desarráigate y plántate en el mar’”. Simeón, que había sido elegido por el Papa Abram para realizar el milagro, no arrancó ningún árbol, ni logró que éste se plantara en ningún océano, pero provocó con su rezo terremotos de tal magnitud que, literalmente, cambiaron de lugar el Muqtam.
Ensimismada en la historia casi fantástica, puedo ver gente que se asoma entre la podredumbre; un infinito cansancio reflejado en sus ojos, como si hubieran implorado hasta el hartazgo y ahora sólo se refugiaran en la más dolorosa indiferencia. En una vivienda que tiene la puerta abierta, un hombre llagado saca a palazos la inmundicia y un bebé gatea sobre huesos y comida descompuesta.
—Hurry up, please! —imploro, mientras veo a un par de perros famélicos, con el costillar al aire, pelear por una rata muerta.
Entonces recuerdo anécdotas escalofriantes de mis lecturas sobre el lugar. Cuando los niños dormían, las ratas llegaban a comerles las orejas. Me vuelve la arcada, pero tengo que controlarme porque estamos llegando a nuestro destino. Pensar en el representante me revuelve aún más el estómago. ¿Qué se había creído el Calígula? Siempre entre elegancias, disfrutando mesas repletas de comida. A la distancia, reconozco a sus fotógrafos; apostados frente a la cooperativa, montan cámaras.
En el inmueble, niñas y mujeres separan telas por colores, las baten con paciencia en grandes sopas de químicos y mugre, luego las tienden en largos hilos rojos clavados a las paredes. Toda una fábrica, con su sección de costureras e hilanderas, donde el material de desperdicio, arrancado a jirones de la mole de basura, se redime en bolsas femeninas que semejan arcoíris colgantes, en tapetes de nudo muy gordo, en manteles de vistosos flecos y ribetes. Al final del proceso, un grupo de vendedoras, apostado en un pequeño cuarto transformado en tienda, ofrece la alquimia, los infames pedazos, ya maquilados y embellecidos.
Con las fotografías que plasman la “bondad” del representante guardadas celosamente en sus estuches (levanto un sobre en el aire con el membrete de la representación y una de las niñas lo recibe sonriendo), los periodistas se despiden. Yo abordo el automóvil de regreso a la ciudad. Agotada por las imágenes del Zebelin, reclino la cabeza en el asiento e intento descansar.
Como si cayera en un remolino, veo mis manos de niña buscando tesoros. Entre los trozos de vidrio soplado que descartaban las fábricas, en la soledad de los terrenos baldíos, un basurero más, repleto de los hallazgos que el fuego y la mezcla de metales fundían en la imaginación; el pedazo de unicornio, cuyas alas blanquecinas decidieron adelantarse a su cuerpo; o el gallo flamígero y decapitado, cuya cola desparramada en cascadas de morados, rojos y amarillos, lanza destellos en los amaneceres de gloria. O, allá, más lejos, el torso de mujer joven y bella que deshoja margaritas, mientras sueña niños gordos y risueños en la cuna de su vientre.
Me despabilo y acomodo el cuerpo. Las evocaciones infantiles me llenan de una sensación placentera que no quiero abandonar, pero recuerdo, de repente, mi hipotética venganza. Había pensado en todo menos en eso. Así era esa ciudad. Cada segundo presentaba nuevos retos, nuevas maneras de sobrevivir. Sorpresas. Imágenes que se sobreponían a otras imágenes. Una cosa llevando a la otra. De lo que sucedía en el mundo externo, pasándose sin reparos a lo que sucedía en la cabeza, que era igual o más intenso.
Una cadena de pensamientos.
—Lotus flower, madame —dice el hombre de las esencias, y suspende frente a mi nariz el perfume con el cuidado con que se transporta algo muy vivo y vulnerable.
Del vidrio y sus transparencias, ahora me veo sentada sobre cojines esparcidos por el suelo. Evoco la tienda de perfumes. El olor de la flor de loto inunda el sitio.
—This is for love, madame, for passion —añade el vendedor, y arrastra la ese de la pasión como culebra en piso de tierra.
Había llegado ahí montada en un camello. Los comerciantes de la ciudad vendían el paseo sobre el animal y luego conducían a los despistados turistas a los negocios de su conveniencia. La insistencia era tanta, que negarse a participar en el cautiverio era prácticamente imposible. Mareada por la mezcolanza de olores, ya no sabía si el jamelgo que me esperaba afuera era camello o dromedario. Si fuera una sola joroba, me acordaría, además de que no me hubiera podido montar tan fácilmente... Camello. Es camello. Artiodáctilo rumiante. Los extranjeros reparábamos demasiado en esos animales, en comparación con los locales que ya estaban tan acostumbrados, pero no éramos tan especializados. Sin embargo, me había acordado, en la tensión del “secuestro”, de mis remotas clases de biología. Y el olor de la basura, eclipsado por el pachuli y por el afrodisiaco que el perfumero-secuestrador me acerca con tanta lascivia, deja, por completo, de existir.
El chofer vuelve a dar media vuelta.
La mezquita de Mohammed Alí aparece, ahora de frente. Se oyen alabanzas. Otra vez, la hora del rezo.
Allá abajo, El Cairo luce perdido.