La campana de cristal
¿Por qué estoy en esa casa? ¿Por qué el aviso de su existencia en la región nebulosa de los sueños? Recuerdo, en el sopor de la experiencia, que veía todo tal y como lo ve un buzo a través de su escafandra. El jardín, distorsionado a ratos, y las estrellas semejando luces dentro de una alberca. Sin embargo, el sueño había sido tan real como el barandal que ahora se resbala entre la palma de mi mano. Madera tibia, pulida, grasienta.
Veo a Alí y a Alcina, y trato de reconocerlos. ¿En qué otra vida los podría haber conocido? Pero ellos siguen ajenos en sus afanes de la jornada; Alí se apresura para abrir la puerta, la mucama corre de cuarto en cuarto con su plumero multicolor. ¿A qué obedecía regresar, si así pudiera decirse, a un lugar ya vivido, grabado como tatuaje en el inventario de mi existencia?
Los primeros días en la casa, deambulo desconcertada. Desde que abro los ojos, me sorprende el clima; un calor seco y sofocante. Además de los ruidos y olores. Se me queda grabado el canto del primer rezo, que sucedió al alba. Lo oí casi dormida, y la voz alargada y melódica evocando a Alá se ha seguido prolongando en un eco a lo largo de la mañana. Me asomo por alguna ventana abierta y respiro profundo. En oleadas calientes, el perfume de naranjos en flor es tan intenso que me parece no haberlo olido nunca.
Mi nuevo estado mental me preocupa. El trabajo, que había absorbido por completo mi tiempo antes de que llegara, quedó sorpresivamente relegado a un segundo plano. La beca que tanto peleé y consistía en colaborar con el grupo de arqueólogos franceses que trabajaba en la tumba recién descubierta en Saqqara, perdió importancia. Me había preparado durante meses para cumplir con la misión, pasando tardes enteras en las bibliotecas, leyendo cuanto libro conseguía referente a la dinastía VI y a la faraona Benehu. Sin embargo, la investigación de la momia de la mastaba S3510 era, de repente, mucho menos apasionante.
En contraste, la casa estaba viva. Como el reloj triangular que acabo de ver en mi recámara, cuyas manecillas giraban en sentido contrario, siento que el destino me reta a embarcarme en un juego que nunca había jugado. Traté de invertir el cuadrante y suponer que el lado izquierdo era el lado derecho, pero no logré entender el mecanismo. Inmersa en el nuevo lenguaje, llego tarde al comedor. Parado en la puerta, Alí saluda y retira la silla para que me siente. Luego camina hacia la cocina por los platos que Hussein había tenido que recalentar. Mientras regresa con la charola, observo lo que me rodea con la frescura del viajero que ve todo por primera vez. En uno de los ventanales, un pedestal sostiene una maceta labrada. En el bronce, sobresalen caballos a galope, hombres con lanza y armadura, leones moribundos, y una palmera enana muestra brotes tímidos en medio del ajetreo. Curioseo la guerra vicaria, los gestos de dolor, el movimiento petrificado en el metal, los gritos silenciosos. Imagino que la casa es una campana de cristal.
Afuera, las sombras de la calle, dromedarios, un filme de caravanas en el desierto, carros deshechos, bocinas, rebuznos; el río imperturbable, cinta de seda atravesando el polvo. Adentro, susurros, canciones de cuna, humeantes tazas de té, flores marchitas entre páginas de libros. Yo misma ubicada en ese mundo interior. Presta a encontrar cartas no abiertas, a pronunciar palabras que se quedan en la garganta, a descubrir ojos en la noche y quizá oír llantos, quejidos, pasos que suben y bajan escaleras.
Impresionada, prefiero evadirme pensando en los huéspedes que aún no había conocido. Así, tejo historias fabulosas, con la viejita transfigurada en una diva juvenil que hereda el dinero de un sultán y, unos segundos después, en la esposa repudiada de un traficante de opio. El conde convertido en un tratante de blancas en la nueva ruta de la seda, o en amante de un poeta famoso y maldito que lo destierra en Egipto. Y el artista, borrado, permaneciendo en ese nivel de la conciencia en donde todo es posible.
—El plato está caliente, madame —dice Alí, sacándome bruscamente de mi ensueño.
—Gracias, ¡qué bonito es este comedor! —respondo, tratando de sacarle algo de plática, pero él sólo asiente con la cabeza y regresa solemne a la cocina.
Después de comer, me dirijo a la biblioteca a husmear un poco entre los libreros. La canícula en pleno, el aparato del aire acondicionado es un sonido de aspas mal ajustadas. Se escucha también un ruido de motores. En la ventana, un viejo avión pasa volando bajo. Pintado de camuflaje, me remonta a guerras antiguas, a zozobras vividas quizá en ese mismo cuarto. Y como si el atentado en Nueva York hubiera sucedido hace mucho tiempo, un dejo de culpabilidad me acecha. Aunque luego se eclipsa con la vibración creciente del armatoste.
Estoy en un universo que no tiene nada que ver con el que había quedado atrás. Como si yo ya no fuera precisamente yo. Sólo ojos y mirada, una nueva energía que llega a esa casa. Alguien que, de alguna forma inexplicable, tenía que haber llegado. Sin pasado, sin futuro, la fuerza que abra una grieta entre dos mundos. Entrecierro los ojos y los árboles me dan la impresión de que se van a desintegrar. Su luz fracturada dentro de un caleidoscopio.
—Bonsoir, chérie! —escucho desde la puerta. Es el conde, que entra a la biblioteca, toma mi brazo, y lo besa desde la mano hasta el inicio del hombro. Vestido con un traje completo a rayas, camisa morada y corbata blanca, remata el saludo con besos en ambas mejillas.
—Ana, Ana, c’est jolie ce nom! —dice con voz aflautada—. Ana Bolena, Ana de Médici, Ana de Estuardo... —elabora el recuento, alargando en demasía las comisuras de los labios.
Sin darme tiempo de responder, se aleja con la nariz en alto como si husmeara el aire. Mientras limpio el rastro fantasma de su bigote, me pregunto qué tipo de relación voy a llevar con esta gente. El tipo parece estrafalario. Pero me alegra su rápida partida, el quedarme sola, como quiero, como necesito estar. Sigo revisando estantes, con toda calma, casi acariciando los lomos. Un cuaderno deshojado llama mi atención por lo desgastado y amarillento del papel. Lo saco de lo que imagino un largo cautiverio, cuando me doy cuenta de que es un manuscrito. Un grueso manuscrito abandonado. En la pasta, dos palabras solamente: Mi Diario. Antes de abrirlo, sé que se trata de una mujer. La letra es redonda y de rasgos estilizados. No lo dudo un segundo, apoltronada en el sillón de cuero verde, empiezo a leer la primera página.