La esposa del embajador

A la señora Ana le ha dado por cuestionarme sobre el Pachá Mizrachi, el único que no conocí en persona, pero del que me sé varios chismes. No sé de dónde sacó la curiosidad por el santo señor, de seguro le llegó algún rumor, resistente a la prueba del tiempo y redivivo aunque hayan pasado tantos años. Hace mucho que no lidiaba con un huésped tan preguntón. Cuando llegó el conde, indagaba también, pero por lo regular puras idioteces; quién había sido el más rico que había vivido aquí; de qué color era la casa antes de tener este color amarillento; cuál había sido la fiesta más fastuosa de la que yo tenía memoria; qué le gustaba comer al embajador, y cosas por el estilo. Esta señora anda atando cabos sueltos, dudas de otra índole, se ve de inmediato. ¿Por qué se marchó el Pachá? ¿Qué fue de sus hijos? ¿Dónde están ahora? ¿A quién le vendió la casa? Ese tipo de preguntas.

No entiendo ese interés desmedido por el destino de una familia que a lo mejor ni siquiera existe. Si yo tengo un poco más de cuarenta años aquí y al señor este le sucedió lo que le sucedió cuando estaba en la madurez, ese embrollo debería estar más que olvidado y enterrado, y ya no debería importarle a nadie. Me fatiga la gente que se empecina en escarbar el pasado, y ni siquiera el pasado de su propia familia. Esas averiguaciones se entienden cuando hay genética de por medio, pero andar hurgando en familias ajenas y hasta desconocidas, me parece el colmo del ocio. A ver, ¿por qué le puede interesar el famoso Pachá a esta señora raspa-piedras? ¿Será parte de su investigación arqueológica? No lo creo, no me suena nada, así que cuando empezó con su retahíla de preguntas capciosas, yo me la llevé por otros atajos para no soltar prenda.

—Sí, sí, señora Ana, la casa es muy vieja, viejísima. Cuando yo empecé a trabajar aquí, el señor Mizrachi ya la había vendido o rentado, no estoy seguro de cómo estaba entonces la propiedad, y como yo no podía andar averiguando... Usted sabe que en mi trabajo, la discreción tiene que ser absoluta —le dije.

Ella se quedó dudando, tonta no es, ya se ha de haber dado cuenta de que en esta ratonera de El Cairo la información sobre los otros es el pan de cada día. Cuando la gente no está rezando, está ávida de cualquier novedad, y como por lo regular no pasa gran cosa, la novedad está en la gente misma. Con el presente tan limitado, sacan a relucir chismes caducos, sin importarles que hayan sucedido hace cien o doscientos años, justo el efecto de las telenovelas, si hay una pizca de drama, le abren las puertas. Y así fue exactamente. Cuando yo llegué, la historia de la ilustre familia Mizrachi me fue desgranada en torrente, el más viejo de los jardineros se la sabía toda. Pero, como la casa tenía que seguir funcionando, los nuevos moradores mejor que ni se enteraran, eso se decidió sin decidirse. Así, el baúl de los secretos se fue formando.

¿De qué le hubiera servido al embajador la información? De nada. A su esposa le hubiera dado un ataque de nervios, bastante tenía con la vida social que llevaban, sin contar con sus gemelos del demonio, que si no hubiera sido porque yo era muy inexperto, de plano no los hubiera aguantado. Los señores, ocupados siempre; por las mañanas, el golf y, a partir del mediodía, cumplir con el altero de invitaciones que llenaba la mesita del vestíbulo. Comida en el Club Diplomático del señor y en la Asociación de Damas Altruistas de la señora, cena-baile en el barco Faraón para ambos cónyuges, corte de listón de la exposición del acuarelista paisano en turno a media tarde, y un interminable etcétera, que reiniciaba cada día como si del anterior se tratara.

¡Cómo aguantaban esos viejos! Aunque, si me pongo a hacer cuentas, no eran tan viejos, lo que pasa es que yo estaba demasiado joven. ¿Y los gemelos? Bien, gracias, encerrados en la casa, haciendo diabluras desde que llegaban de la escuela, nada más de acordarme se me paran los pelos de punta. Un día amarraron a Nahda, la muchacha que acababa de llegar de Siwa, e intentaron prenderle la cabellera. Los gritos de la desdichada se oían más fuerte que los rezos escalonados de la ciudad, los de ahora, porque antes no usaban micrófono. Después, me confesó la chica que gritaba porque la habían despojado de su shador, lo del fuego parecía preocuparle menos. ¡Increíble!

A los que daban ganas de chamuscar en papiro verde era a ese dueto de engendros. Pero, para qué revivir tan malos ratos; definitivamente, no soy nada niñero, prefiero ancianos decrépitos antes que ese par de mocosos, con sus voces agudas y la cara de querubines recién descendidos del firmamento que ponían cuando llegaban sus papás. Por supuesto que se aprovechaban de toda la situación, nadie que los educara, y yo hecho un estúpido sin experiencia atrás de ellos, muerto de miedo de ser la próxima víctima de sus travesuras. Idénticos como eran, el cuidado que tenía que ponerles era extremo. Jugaban a esconderse, y cuando uno cometía una fechoría, el otro se culpaba, o viceversa. De locos, el asunto. Yo ya nada más alucinaba la duplicidad de sus caras regordetas. ¡Hasta las pecas tenían en los mismos sitios!

Algo grueso debo haber hecho en otra vida para haber merecido conocerlos, por eso acabé odiando a los papás, tan sofisticados, gozosos siempre, podría decirse, aunque estoy seguro de que aquello era una farsa. Les gustaba pensar que la vida era ese juego perfecto que se inventaban: del bridge a la flauta de champaña, del bocadillo de caviar al safari, rodeados de esclavos. Obviamente, preferían tapar la realidad de los enanos del averno, como quien se pone enfrente un biombo. Igual disimulaban muy bien los pleitos nocturnos, que sucedían casi cronometrados cada vez que había luna llena. La señora daba miedo porque lloraba y cantaba al mismo tiempo; una ópera siniestra que regurgitaba desde lo más hondo de sus angustias. Sonaban cosas que se quebraban contra las paredes, gritos esporádicos en que parecía que mataban a alguien; suspiros en los que al que mataban estaba a punto de expirar, y música a todo volumen, con alguien que cambiaba el disco de acuerdo a la intensidad del zafarrancho.

¡Tiempos aquellos!

—Pero, señora Ana, como le digo, le puedo platicar cualquier otro asunto de los otros, de los que sí conocí. Hasta cierto punto, claro, no tengo que repetirle que mi trabajo es la discreción. Aunque como ya no están aquí desde hace tanto, me puedo dar ciertas licencias. Usted nada más dígame quién le interesa —le dije, y noté que se quedó inconforme, todos los otros le importaban un bledo.

—¿Y usted sabe quién me puede platicar de los Mizrachi? —insistió con exagerada amabilidad.

Ahí sí tuve que ponerle un alto:

—¡Uy no, tendríamos que revivir a dos o tres difuntos! —contesté, y me alejé con mi caravanita de siempre, esa que tan bien me funciona cuando quiero dar por terminado cualquier encuentro con los patrones.