La invitada
A mitad de la noche, despierto sobresaltada. Un vapor sofocante lo envuelve todo y a las paredes les crece una sombra, ala de pájaro o de ángel, cuyo aleteo debilita cualquier asomo de luz, todo ruido, todo grito que se cuele de la calle, el más mínimo susurro. Como si hubiera estado dividida, siento que mi cuerpo y mi alma se reencuentran. Me toco la cara, los brazos, el pelo y estoy empapada de sudor. Extrañamente viva.
Súbitamente, tengo náuseas y, en esa sensación de asco, intuyo la muerte con aterradora claridad; el cuerpo que se suelta y lanza un estertor, un movimiento brusco, el último, la rigidez. Veo mis propios ojos mirando hacia dentro, el túnel interminable bañado por una luz larga y brillante, y la cabeza me da vueltas. Pero la muerte que intuyo no es la mía, es la de alguien que no alcanzo a vislumbrar. Un desconocido que se hace presente sin estarlo. La muerte, sin nombre, expandiéndose misteriosamente por la habitación.
Pequeños ajustes en las tuberías o en la red de electricidad me regresan de momento a la realidad. Prendo la lamparita de mesa e intento instalarme en la rutina, sentir hambre, bajar a cenar como lo hago todas las noches. Haciendo un esfuerzo, me dirijo a la cocina, pero al bajar la escalera, una ola fría me recorre. En vez de pasar la mano por el barandal, como de costumbre, me aferro. El piso se cimbra bajo mis pies. A cada escalón, el efecto de arenas movedizas. Un pantano surgido de la nada empieza a engullirme. El tiempo pierde sentido. El verme a mí misma llegar a la cocina, abrir el refrigerador, recoger la cena frugal que me dejaba Hussein por las tardes, es un futuro que difícilmente vislumbro. Al pie de la escalera, envuelta en una sensación de eternidad, me detengo. Trato de calmarme y de respirar con normalidad, cuando la encuentro.
Sentada en el recibidor, reposa en la penumbra. Distingo su pelo, largo y liso, la cabeza ligeramente reclinada. Alargo el brazo para alcanzarla, pero mi cuerpo no responde. Le quiero hablar, pero tengo la lengua paralizada. Una gran tristeza me invade, un pozo de dolor en el frágil cuerpo que me da la espalda.
La luz del refrigerador abierto me enceguece. Tomo el plato y me dirijo al comedor. Con la espalda muy recta, me siento al borde de la silla. La maceta de bronce brilla. Es una hoguera en medio de la selva. El comedor, un paraje inhóspito. Entre los velos de la ventana, se asoma una luna menguante. Su reflejo titila en los candiles. Degluto mientras todos duermen. La comida se convierte en un animal que se me resbala en el esófago. Estoy sola. Sé que si tuviera que gritar por auxilio, nadie vendría. Que si me asfixiara, nadie golpearía mi espalda. Los sirvientes no escuchan desde el sótano. El conde se tapa las orejas con la almohada. La viejita está atiborrada de Tafil. El artista no existe, y si existiera, no lo he visto nunca. No sabría reconocer cómo era si al fin decidiera aparecer. Creería que es un ladrón nocturno. Me asustaría aún más.
Empuño el cuchillo, lo blando como si estuviera a punto de hundirlo en algún vientre. En ese instante, el reloj del vestíbulo desata su flujo de campanadas. ¡Dong!, muy fuerte, ¡dong!, más fuerte aún. El sonido late al ritmo de mi corazón. Siento la campana metida en el pecho. ¡Dong!, miro el plato y me doy cuenta de que está vacío. Tengo que regresar, volver a pasar por el vestíbulo. El miedo me aprieta la caja torácica. Lo que vi era real. Estoy segura de que no lo imaginé. No era ninguna vaca en ningún balcón y tampoco estaba Maysa para corroborarlo. Hay una mujer ahí sentada que me espera. Quizás tenga algo que decirme. ¿Sí? ¿Se le ofrece algo?, podría decir solamente. A lo mejor es alguna conocida del conde. Alguien que, en su fanfarronería, hace esperar. O una pariente inglesa de Mrs. Pickwick esperando a que se despierte. Traerá papeles que la viejita debe firmar antes de que la sorprenda la muerte. Podría ser eso. O una amante del artista, despechada por su actitud fantasmal, que viene a reclamarle a deshoras.
¿Se habrá anunciado? ¿Por qué no hay nadie atendiéndola? Alí debería estar ahí mismo, parado a su lado con su casaca negra. Debería oler a té y a la repostería que les llevan a las visitas. Debería... Pero el silencio es mortal. Ya ni siquiera queda el eco de la última campanada y yo sigo paralizada en mi asiento. Ahora sí estoy segura de que es a mí a quien espera. No tengo la fuerza para enfrentarla.
Me tiemblan las piernas. Creo que si me paro, voy a desplomarme. Ni siquiera de la calle viene ningún ruido. Algún indicio de vida. Añoro el rebuzno de un burro, el grito destemplado de un cuervo. Algo que me aferre al presente, que me regrese a la realidad. Esto no puede ser la realidad. Este olor a cripta que ha inundado la casa de repente. Este olor a crisantemos blancos. Los crisantemos adornan los panteones, las capillas funerarias, se deshojan sobre el piso cuando los dolientes ya se han ido. También se alacian cuando el difunto ha sido cremado o empieza a podrirse en su apretado cajón. Debo pensar en otras flores. Rojas, amarillas. Pero las flores rojas o amarillas no pueden verse en este aire de entierro. Devienen monocromáticas, grises. La ensalada misma ya se veía muerta sobre el plato. Al levantarte, vas a tener que abrirte paso, cortar el aire con el cuchillo. La densidad casi anega la respiración. No puedes quedarte ahí sentada. ¡Haz algo! ¡Reacciona!
Como último recurso, trato de pensar que sueño o que estoy en otra parte, pero no funciona. La casa es una dimensión que todo abarca. El pasado y el futuro, ahí mismo, encapsulados. La cara de triunfo que tenía en la fiesta que me hicieron antes de partir a Egipto, la hipotética cara de satisfacción de mi regreso. Las máscaras. Nada existe y todo existe, ahí mismo, con la invitada que sigue esperando en el cuarto contiguo. ¡Acepta tu destino! ¡Enfréntala!
En el tiempo que no es tiempo, sé que volveré al pie de la escalera, que lograré subir esos escaños, y sé, también, con una certeza que viene de parajes incomprensibles, que la mujer que visita la casa ya no está, y sin embargo, seguirá estando.
Son las tres de la mañana y los sirvientes ya habían cumplido desde hacía horas con su rutina de cerrar cortinas y pasar doble llave a la puerta principal.