Lorenza

Esta mujer se la pasa observándome. Ya se dio cuenta de que esquivo sus preguntas y ahora investiga por su cuenta. ¡Qué mujer tan obsesiva! ¿No le han dicho que los patrones no miran a la servidumbre de frente? A veces me toma desprevenido, ando ocupado y pensando en otra cosa, y ahí está, la señora Ana, con el aguijón de su mirada.

Su mirada, tan diferente a su voz. Cuando habla, pide las cosas suavecito, como con vergüenza de pedirlas. Me recuerda a la señora Lorenza, la esposa del vendedor de arte, a lo mejor porque las dos son de la misma región del mundo y quizá por allá ser educado signifique disminuirse ante los otros. La verdad, esa consideración me estorba. Me siento más cómodo cuando me hablan desde arriba, con la nariz alzada, fuerte. Lo normal. Los patrones son los patrones.

Aquella señora, que sepa Dios qué habrá sido de su vida, sólo la oímos hablar muy recién llegada, luego se sumió en un silencio inexplicable. Aunque inexplicable es un decir, bien sabíamos todos lo que la hizo enmudecer. Los primeros meses, cuando pronunciaba palabra, pedía favores como una niña que pide caramelos. Con su trato tan delicado, quiso hacer cambios en la casa. Llegó con bríos, a pesar de la dulzura. Si por ella fuera, nos hubiera cambiado a nosotros, a la servidumbre. En su timidez, le noté algunos resquemores, pero el servicio estaba enquistado en la casona, como si fuera parte del mobiliario y envejeciera junto con él, muebles antiguos que no se desechan tan fácilmente. A mí, más que a nadie, me tuvo que asimilar, a pesar de las trabas que le ponía para reparar cualquier desperfecto.

Very old, very old —le contestaba invariablemente, y ella se encogía de hombros ante tanta decadencia irreparable.

Para entonces yo ya me había aprendido algunos trucos; uno de ellos era aniquilar las ganas de cambiar cosas con que llegaba cada grupo de residentes. Esto lo aprendí a fuerza de cansancio, cada nueva señora tenía ocurrencias de otros colores para la residencia, o un estampado de vanguardia para la tela de las cortinas. Un fastidio. Pero luego me di cuenta de que si algo lograban transformar, yo era el intermediario de su optimismo, y ahí es donde me empezó a convenir. Les conseguía a los pintores o a los carpinteros y, como no hablaban árabe y no podían comunicarse con ellos, yo ponía los precios. Al principio cedía solamente con algo que valiera la pena; alguna maniobra grande, levantar la duela apolillada, por ejemplo. Después, cualquier minucia era buena; cambiar una chapa, reparar un vidrio roto, hasta la compra de las verduras que pasaban una vez por semana en el carromato. Así que, finalmente, la señora Lorenza logró satisfacer en buena parte sus aires de renovación.

Al segundo día de su llegada botó los cuadros en el rincón más lejano del subterráneo. Eso, aunque no redituara, no se lo podía negar, con la cantidad de pinturas que el marido había traído consigo. Lo mismo sucedió con algunos adornos; la señora me los pasaba para que yo los desapareciera como mago que esfuma conejos. De pocas palabras como era, nunca me preguntó quién había colocado aquellos esperpentos sobre los muebles.

—Esperpentos —así dijo, en voz baja, cuando se paró frente a ellos dispuesta a aniquilarlos.

Me dio la impresión de que no quería ser considerada una curiosa, así que yo me limité a obedecerla y, callados los dos, ella rumiaba en la cabeza todas las dudas, aunque fingiera conocer todas las respuestas. Un jueguito curioso, pero así era esa señora, y mi papel ha sido siempre adaptarme a los diferentes temperamentos. Se puede decir que en eso no se parecía en nada a la señora Ana. Ésta sí que hubiera averiguado los pormenores de cada cacharro, claro, si tuviera el poder de iniciar cambios. Desde que la casa es de huéspedes, nos tenemos que aguantar todos. Las cosas se quedan exactamente como están.

En esos tiempos, a la señora del corredor de arte se le ocurrió pedirme pintores para cambiar de color la casa.

—Le pido de favor, Alí, que me consiga unos muchachitos que sepan pintar —dijo, o pidió, o suplicó, con ese tono deplorable que me ponía tan nervioso.

Hice cálculos y aquello prometía, así que no tardé en llevarle un ejército que transformara aquel amarillo apaleado que ya gritaba todas sus dolencias. Los días siguientes se dedicó a contratar pintores con el afán alegre y optimista con que la mayoría se lanza a la tarea, creyendo ingenuamente que el cambio externo modificará inevitablemente lo interno. Qué decir...

Le entregué el muestrario de colores y ella caviló largo y tendido antes de hacer una elección. A mí lo que menos me interesaba era su decisión. Si no fuera por la ganancia, que la casa se quedara con el color chorreado que tenía; que la fachada ya se veía triste y como zarandeada, o que ya había tenido que soportar por muchos años el lúgubre color que la cubría, me importaba un soberano comino. La gente cree que los mayordomos estamos enamorados de las casas, pero están en un craso error. Realmente nos provocan otras cosas. De una manera curiosa, nos incumben más los huéspedes; qué hacen y qué no hacen, en qué piensan, de qué manera los va afectando el paso del tiempo, como si nos empeñáramos de una forma secreta en hacerlos dependientes de nosotros, en robarles su vitalidad. Y lo más sorprendente es que ellos se dejan hacer, sin oponer ninguna resistencia. Lo he visto una y otra vez. Claro que no se lo digo a nadie, pensarían que deliro, o peor aún, que fraguo conspiraciones.

El caso es que esta convivencia tan cerrada los va desgastando. A mí no, porque ya me sé el cuento. Con el tiempo, la piel se me ha endurecido. Soy como un camaleón que se transforma ante sus debilidades y fortalezas. Por supuesto que ellos no lo saben, ni se lo imaginan. Están muy ocupados viviendo sus vidas y no se dan cuenta del deterioro que sufren hasta que ya es demasiado tarde, y a veces ni entonces. Al final, cuando están postrados en una cama o cuando ya han perdido la cordura, les sigo llevando su té a la hora de siempre, y ellos agradecen mi gesto fiel, el invariable sonido de mis pasos.

Los pintores pusieron muestras en un muro que daba a la calle y los paseantes gritaban su opinión sobre los diferentes colores. De hecho, algunas eran opiniones y otras vulgaridades, pero como la señora Lorenza no entendía, que le dijeran que el color de la derecha era para casa de putas, la tenía sin cuidado. Para no esclarecer los improperios, yo cambiaba el tema de la conversación o le inventaba otras traducciones. Qué caso tenía enterarla, total que si la ponía de putas, allá ella, más divertido para los que pasaran por enfrente; cientos de metros cuadrados de imaginación, una impresión óptica masiva para todos los automovilistas y transeúntes que circularan por ahí. Con los burdeles casi inexistentes en esta ciudad de masturbados, por lo menos fantasearían un poco. Y así fue, acabó poniendo un rosa subido al que nada más le faltaban las linternas de la entrada para transportar a los paseantes al mismísimo paraíso de la lujuria.

Mientras duraron las reparaciones, yo seguía a la señora a tres pasos de distancia y en posición de firmes. Cualquier material o trabajador que se necesitara, apuntaba en una libreta e invariablemente repetía:

No problem, no problem.

Y no hubo problema hasta que, de la noche a la mañana, la señora empezó a desconfiar de mí. Revisaba los recibos minuciosamente, hasta contrató un maestro en lenguas para aprender los números en árabe y entender las notas tan complicadas que yo le entregaba. Se sentaba con una lupa en la mano a comparar caligrafías en los recibos. Creo que se daba muy bien cuenta de que estaban falsificados. Yo me había confiado, y con tanto encargo como me hacía, empecé a escribir con rapidez los montos y las sumas. Luego, cuando traté de fingir escrituras diferentes, algo me delataba en algunos rasgos.

Unos días jugamos a los detectives, ella y yo. Me tendía trampas, yo las burlaba, y luego se las regresaba con añadiduras, más sofisticadas. Fue un tiempo incómodo, más que nada porque su instinto de sabueso aumentaba por los problemas que padecía con su junta cuadros, el marido, ese relamido con el que tenía que compartir la vida. Hasta la vocecita pedigüeña se le fue agravando. No era para menos, el susodicho era un cometa fugaz, nunca estaba, y cuando aparecía, llegaba con amigos extraños que teníamos que atender como si de príncipes se tratara. Unos remilgosos, peinados con gomina y con los zapatos bicolores muy lustrados, hasta con flor en la solapa, los muy imberbes. La arrancaban del jardín antes de entrar y, caminando como bailarines con las nalgas muy apretadas, hacían su entrada triunfal. Cada zopenco un bouquet ambulante. Con el rollo de que eran artistas, se fabricaban un aura detestable con la que teníamos que navegar tirios y troyanos. La más afectada por ese carnaval de reinas de belleza era la señora Lorenza. Ella, que se desgastaba arreglando la casa con monerías florales de toda índole, y el marido que la disfrutaba con su circo de payasos y saltimbanquis.

Cuando la parejita esa llegó a vivir aquí, yo me di cuenta de que algo andaba mal. Pero como se trataba del trabajo del señor y de eso comíamos todos, ella y nosotros, mejor me hice como si no notara nada. Luego entendí muchos detalles; la gordura excesiva de la señora, su manera de fumar, las encerronas en su cuarto con la botella de vino, o de digestivos, o de lo que encontrara a la mano. ¡Y qué decir de los cuartos separados desde el principio! Por eso, aunque la empezaba a odiar por hostigarme con el asunto ese de las cuentas, también me daba lástima.

¡Pobre señora Lorenza! Fingía llevar una vida normal. Acicalada cuando empezaba el día, desparramaba su voluminosa feminidad, decoraba aquí y allá los diferentes rincones de la casa, para ir cayendo poco a poco en la ignominia a medida que avanzaba la tarde. De los arreglos con botones de azahar y gladiolos que organizaba sobre la mesa, a la recámara apestando a alcohol. De las carpetitas de encaje bajo los floreros, a esos acordes de música romántica que a mí me hacían pensar en la antesala de un condenado a muerte.

La teníamos que ayudar a subir la escalera, así de gorda era. Por la mañana, la bajábamos con un remedo de sonrisa en el rostro, y por la tarde, cuando sus ilusiones ya iban en franco retroceso, en picada podría decirse, la regresábamos a su recámara con el intento de sonrisa totalmente desencajado. Estaba muy sola. Los arreglos se empolvaban al día siguiente, los desbarataba para volverlos a armar, y cada jornada su fúnebre rutina vespertina no hacía más que empeorar.

Con el paso de los meses, sus sollozos eran más fuertes que las voces victimadas de los cantantes de sus discos, y a esas horas en que sufría de tal manera, yo me olvidaba como por encanto de todas las pesquisas que realizaba en mi contra. Zulema, la mucama que estaba en aquella época, quiso tocarle la puerta varias veces para consolarla, pero yo se lo impedía. Era una afrenta contra su intimidad. Así que, sentados en la escalera, nos limitábamos a escucharla, en la misma actitud compungida de los parientes de un enfermo desahuciado en el área de urgencias de un hospital.