Madame Rossell
La nueva inquilina regresó acalorada con una serie de cajas y de rollos que Nacima subió a su recámara. Dice la criada que son mapas, pero ella qué va a saber, tan pronto pueda, investigo qué tanta basura metió a la casa. Algo dijo la señora, cuando llegó, sobre unas ruinas que iba a trabajar, por lo visto es uno de esos bichos que andan con su escobeta limpiando piedras tiradas en medio del desierto. Si se trata de sus implementos de trabajo, ni hablar, pero lo que ya no puedo tolerar es otro huésped que acumule y arrastre cosas a lo bestia.
Hoy regresó el olor y a la viejita le vino otra de sus histerias, insiste que es sangre seca, y aunque algo ha de saber del hedor, creo que exagera, porque a eso huele ese día de locura colectiva en que todo el mundo sale a matar a su animalito en la puerta. A las seis de la mañana y con el perdón anticipado de Alá, degüellan al cordero, o al camello muy joven, o hasta al burro que ya no sirve para la carga. Pero a esas horas, la peste es diferente, la sangre se olfatea fresca. Éste que dice la vieja remolona lo percibe uno después, cuando la gente ya puso manos de sangre sobre sus puertas o sobre alguna de sus pertenencias más preciadas. Las manos se secan y el olor es otro, más parecido a lo que apestaría una costra. En las puertas, ponen las manos como protección; en los automóviles, para alejarlos del mal de ojo, que no es más que vil y vulgar envidia, una manera algo salvaje de hacer las cosas invisibles a los demás, o si no invisibles, por lo menos con una señal de advertencia que a todos intimida. Después, ahí andan meses circulando con las manos sucias sobre los vehículos, o hasta años en el caso de las casas. El color se oscurece, percudido como la ropa que no se lava nunca, pero la forma de las manos sigue idéntica.
Pero no me voy a poner a discutir con la abuela si el dátil está verde o está maduro, no tiene caso mentirle que se puede tratar de ratas o de gatos que se mueren en el sótano y luego hieden, es capaz de bajar a rescatarlos. Lo que realmente me preocupa es el desbarajuste ahí abajo, está atiborrado de cajas y de muebles. Si no fuera por la aparatosa mudanza de Madame Rossell, todavía se podría caminar por ahí. Todavía me acuerdo de la señora, tan propia como era, observando las maniobras desde su balcón; dos camiones enteros de paquetes de todos los tamaños que se descargaban en medio de un calor abrasador, uno de esos veranos ingratos en que el aire que uno respira lo quema por dentro. Muy clara tengo la escena, hasta la cara del hombre que gritaba a todo pulmón y llevaba el registro de cada bulto que pasaba por la reja de entrada.
Madame Rossell se abanicaba nerviosa, con la mirada en la tapa de las cajas, quizá veía agua, movimiento, brillo, hasta paladeaba un sabor lejano a sal y a playa, o solamente se acordara de películas sobre deshidratados en el desierto, esos infelices que aparecen en pantalla con la lengua afuera y el cuerpo lacio y maltrecho. O a lo mejor tan sólo compadecía a los muchachos de pies descalzos que cargaban como mulas toneles sobre la espalda y dirigían su mirada encendida y llena de odio hacia el encargado, un capataz hijo de puta, con un látigo en la punta de la lengua.
La montaña de pacas se acomodó primero al lado del invernadero, todo por géneros, como había ordenado la señora. Los sillones acá, las lámparas más allá, todo lo que tuviera cara de pertenecer a la cocina en la esquina del limonero. Había refrigeradores, colchones, libros, cuchillería y cristalería; adornos de Navidad, podadoras, muebles de jardín, y hasta cajas de vinos numerados; o lotes de conservas muy caras. Más gritos del verdugo y los esclavos tasajeaban los cartones.
Lo que sucedió después a nadie se le puede haber olvidado: el malvado aquel, en un arranque didáctico, se rebanó un pedazo de dedo y las gotas de sangre llovieron sobre el mármol. Muy solícitos, lo vendamos, y él, a pesar de lo sucedido, siguió blandiendo el látigo, con mucha menos enjundia, se notaba a leguas, sólo para aparentar autoridad. Aunque no abandonó del todo la prepotencia, ya no gritó tanto, eso se hizo evidente, como si se hubiera colocado un bozal o, de plano, amarrado el hocico.
Si yo hubiera sido madame Rossell, por lo menos vergüenza sentiría de acumular tanta cosa. Hasta uno que no tenía nada que ver con ese volumen de tonterías, sentía asco, responsabilidad podría decirse. Se entendía que ya estaba algo entrada en años y que se trataba de las cosas reunidas durante toda su vida, las normales que junta cualquier gente de su nivel, pero ahí es donde estaba precisamente el problema, donde fallaba el sentido común. ¿Para qué se había exprimido el seso en el regateo y en la lucha por poseerlas? ¿Para qué tanta energía desperdiciada, si más temprano que tarde se le iba a acabar el soplo vital como a cualquier mortal sobre este mundo?
Todavía veo a la señora; ajena por completo a su mortalidad, regodeándose entre aquella pesadilla; con el dedito levantado, se tomaba su té, se inventaba de continuo nuevas carencias. Otra visita al Khan el Khalili a mercadear y el séquito de sirvientes, cargados una vez más de reliquias y ofrendas; otra tetera labrada, otro collar beduino más viejo que el anterior, un tapete de no sé cuántos nudos, la pipa de agua que se fumó en vida algún personaje de la farándula. Hasta ropa apolillada de Oum Kalsoum, aquella cantante egipcia famosísima que se oía en la radio por todo el Medio Oriente, de Rabat a Estambul, como decía el anuncio. Y la pagó a precio de oro. De seguro vio por la televisión los funerales apoteósicos y el llanto desgarrador de tanto fanático. Se cansa uno de pensar.
Cosas que apenas llegaban y ya empezaban a llenarse de polvo, ella en medio de la mole gris e inerte, sacrificada a voluntad. Estoy seguro de que si le dieran a escoger, hubiera preferido volver a empezar, pertenecer a un mundo en el que lo material no le pesara tanto, un mundo ligero, algo etéreo, en el que supiera como ley irrevocable que ya no necesitaba nada.
Luego los hijos vienen, recogen toda la basura acumulada por sus progenitores y la rematan con algún ropavejero. Ésas son las herencias, muy deprimente. Aunque a lo mejor, en el caso de la señora, separarían algunas extrañezas para llevarlas con un anticuario, que como cualquier típico vendedor de viejo, adoptaría la actitud del usurero; sonrisa mordaz, ojos acuosos de avaricia. Auténticas aves de rapiña, así son esos tipos.
De lo que se trata ahora es de estar atentos para que a la señora Ana no se le vaya a ocurrir repetir la historia de madame Rossell, aunque ésta va a durar poco aquí, no como la madame, que acabó muriéndose y, contrario a lo previsto, sus familiares no se dignaron a venir a recoger nada. Por eso el sótano es un almacén sin pies ni cabeza, y por eso también la casa está cuajada de adornos que no tienen nada que ver unos con otros, y como no tenemos ni idea del origen de cada uno de esos trastos, esto es un revoltijo de energías. Me lo dijo el Imán Hussein Allah Akbar, las cosas tienen un pasado e influyen en lo que las rodea, como un espíritu, digamos, sobre todo si tienen cara y un par de ojos, estatuillas, pinturas y demás. Yins, les dicen, y tienen la facultad inquietante de transfigurarse. De la bondad pueden pasarse de golpe a lo demoniaco. Sin embargo, es imposible ponerse tan quisquilloso, la casa se quedaría vacía. Nos atolondra este ir y venir de influencias, no lo discuto, pero ya ni modo. Aparte de lidiar con los seres de carne y hueso que pululan por aquí, tengo que luchar con este batallón de seres incorpóreos que, petrificados en sus envases, nos miran por todos lados.