Una noche en cubierta
El diario está entre los libros que conservo al lado de mi cama. Resalta por el color sepia gastado y por el lomo, más de tomo de enciclopedia que de cuaderno. ¡A esa niña sí que le gustaba escribir! Si hubiera sido libro, sería un grueso volumen. Me alegra el sólo verlo. La casa se reviste de vitalidad. Adornos, tapetes, herrajes, pinturas, todo adquiere un rostro, alguien que soñó por ellos, los acarició, sintió su textura. Llena de placer, lo abro y me abandono leyendo.
La joven me remonta a su más tierna infancia y configura el ambiente que la rodeó. En el escenario idílico, el padre es siempre el eje, el motor. Lleno de ilusiones, construye la casa, planta el jardín, camina lleno de señorío por sus dominios. La vida de Lydia es ese padre que todo otorga, ese padre que todo da. Su batalla a brazo partido por edificar un feudo, por proteger a la prole. Él estar ahí, en pie de lucha, infatigable, como un guerrero.
Me relaja compartir con los Mizrachi las frescas terrazas en el verano y los acogedores salones de estar en el invierno. Cada libro acomodado en su sitio, cada ramo de flores enhiesto en el suyo. Los chicos cobijados por un orden que el padre refina hasta en el más mínimo detalle. Llevados y traídos por el chofer y las nanas, disfrutando los grandes espacios, el olor a nardo y a gardenia, los perros y los caballos, adormecidos por las tardes en largas siestas que el río acompasa.
Para Emanuel Mizrachi, llegar a Egipto había significado borrar lo vivido y empezar de nuevo, fabricarse una utopía que humanizara lo que la historia se había encargado de deshumanizar. La huida no había sido fácil. Lo ayudaron a escapar de Europa, con la ropa que llevaba puesta y un bulto pequeño con cartas y fotos de su familia. Sin embargo, nunca los volvió a ver, y aunque uno de sus hermanos sobrevivió a la guerra, buscarlo después fue imposible. El hermano cambió de nombre y emigró a América, anhelando volver a ser, volver a nacer si fuera posible. Después de rastrearlo hasta el cansancio en largas listas de sobrevivientes, el joven Mizrachi se dio por vencido y entendió que tenía que seguir luchando solo, en memoria de los suyos.
En el éxodo, conoció a Lea. Ella pretendía refugiarse con su familia en Alejandría, pasaje de embarcaciones antes del cruce del canal de Suez. Se encontraron en uno de los barcos que se aventuraban por la zona. El amor les llegó casi por decreto. Desde la primera vez que la vio, supo que ella era su destino. Una noche, en cubierta, Lea lloró en su regazo todo el llanto que traía acumulado. Bajo un cielo amotinado de estrellas, él consoló ese corazón tierno y adolorido y, sin más preámbulos, lo declaró su entera responsabilidad.
El noviazgo fue corto, y el joven no escatimó esfuerzos para recorrer el camino maltrecho entre El Cairo, donde se había establecido, y el ajetreado puerto mercante en el que vivía su amada. En ocasiones, iba y venía hasta tres veces por semana. Cuando se acordaba de ese tiempo, se visualizaba en aquel corredor desértico, sobre carruajes lastimosos que jalaban viejas mulas. Con el calor abrasador sobre los hombros y la nuca, mojándose continuamente la cara para hidratarse. Entre los charcos y las lagunas ficticias de espejismo, mirando siempre hacia adelante, añorando llegar, con la cabeza repleta de sueños.
Su carrera de leyes en el país adoptivo tomó bríos más rápido de lo planeado. Algunos nombres importantes que lo habían recomendado en Europa le abrieron las puertas. Un golpe de suerte lo convirtió en uno de los abogados del rey Fouad y, en poco tiempo, se convirtió en el encargado de las propiedades del monarca, la Khassa real. Desde su llegada, además de codearse rápidamente con lo más granado de la sociedad, fue asiduo invitado a las fiestas en palacio. Como le gustaba presumir bromeando, “ya lo habían salpicado de sangre azul”. Pero todos sus éxitos palidecían comparados con la imagen que lo obsesionaba: Lea, vestida de novia, recorriendo el camino de regreso hacia la capital.
A la vuelta de los años, todo estaba ahí. En lo que parecía un abrir y cerrar de ojos, la vida le alineaba cada uno de sus anhelos. Lea era su esposa y ambos tenían dos hermosos y saludables hijos. Además de haberse hecho de una importante reputación, el nuevo rey Farouk lo había ungido Pachá, un título honorífico que, aunque no hereditario, rayaba en lo nobiliario (era 1936, y tras la muerte de Fouad, el viejo monarca, Farouk, de dieciséis años entonces, había ascendido al trono). Y por si todo esto fuera poco, poseía una espléndida mansión, las casas para sus vástagos cuando crecieran y un jardín que lo llenaba de orgullo. ¿Qué más podía pedir cualquier hombre?
Ahora, sentado frente a la chimenea, cuyos leños crujen en el frío de uno de tantos inviernos, el fuego lo envuelve y él se abandona a su movimiento inasible, a su danza misteriosa. No piensa en nada, o piensa en el mar, y las lenguas alumbradas, que crecen y decrecen ante su mirada perdida, semejan de pronto las altísimas olas de su añeja travesía. Está otra vez en ese barco, abraza a Lea y vuelve a prometerle el futuro, aunque sabe que ya no controla nada. Los años convertidos en segundos, es imposible regresar. Sus hijos, ausentes, han dejado la infancia, y su esposa es un ave callada en su nido vacío. Cierra los ojos, suspira con profundidad, y la vuelve a reconstruir; la jovencita sobre la cubierta. Su amplio vestido blanco ondea al viento, como la espuma del mar. A lo lejos, escucha un eco, el aire profundo dentro de un caracol.
Son los niños, cuando jugaban por toda la casa.