Una casa llena de pasos
Creo que la recién llegada no durmió en toda la noche, me di cuenta porque la oí caminar por la azotea hasta el amanecer. Siempre llegan así, con ese tipo de desajustes; al día siguiente explican que tenían mucho calor, o que traían el horario cambiado, el jet lag, como le dicen.
De seguro tiene citas de trabajo con el señor de las antigüedades que ha llamado varias veces, a ver cómo le hacemos para despertarla. Voy a mandar a Alcina a que haga ruido enfrente de su recámara. Eso acostumbramos hacer con los inquilinos cuando nos harta su manera de dormir, aunque el conde ya se dio cuenta y nos prohíbe las artimañas. ¡Y sí que duerme el angelito! Sobre todo cuando regresa a altas horas de la noche, con el gasné volteado, el cabello hecho un desastre, y el estómago reventando de vodkas y whiskies, sin pensar en lo otro, en lo que se fuma, que de seguro lo revuelve con el alcohol, y el efecto es lo que vemos, una bomba.
La señora tiene que darse cuenta, desde el principio, de quién manda aquí. El mismo procedimiento de siempre. Los primeros días, muchas órdenes en voz alta a Alcina, a Nacima y a Hussein; los horarios de las comidas repetidos varias veces y anotados en papeles pegados a las paredes, el té de las cinco en el salón del invernadero, ni un minuto más ni un minuto menos. Luego, el asunto del jardín, animalejos y demás, las llamadas telefónicas permitidas, el acceso a la computadora (que es lo que más se pelean), el volumen de la música, las fiestas y visitas, lo referente a las llaves, la hora en que se cierra la puerta principal y, lo más importante de todo, el cuarto cerrado. Asustarla un poco. En eso soy un experto. Esta casa tiene mucha tela de dónde cortar. Mezclo un poco de verdades con un poco de mentiras y los huéspedes obedecen como corderitos.
Cuando llegó el artista, me bastaron dos verdades y una mentira, ahora ya no sale ni de su habitación, hace meses que no baja ni siquiera al comedor. Como yo no puedo espiar sus cosas porque siempre está ahí metido, Alcina me cuenta que tiene un auténtico chiquero, pintura embarrada por todos lados. Ése sí que ha de estar volviéndose loco; cuando se asoma a la puerta, tiene la mirada perdida y se empieza a reír, como un orate.
Para locos y descarriados, los que han pasado por aquí. En cuarenta años, se ven muchas cosas. Yo soy como un gran ojo que lo ve todo en perspectiva. Desde madame Rossell, toda una dama a pesar de sus bemoles, pasando por la pareja de diplomáticos que llegó con un par de niños pirómanos, hasta el último señor, el vendedor de arte, que la ocupó solo con su quejumbrosa mujer. Después se convirtió en lo que es ahora, alojamiento comunitario para gente con dinero que anda ociosa por el mundo. Ya no sé cómo era mejor, antes o ahora. Cuando vive sólo una familia, es más fácil descubrir sus debilidades; con este grupo revuelto tiene uno que estar muy pendiente de cada detalle, seguirle la pista a sus manías. Quizá la menos problemática sea la señora Pickwick; cualquiera pensaría que es la difícil, tiene ochenta años o más, según dice, es complicado averiguarlo. Eso sí, cuando se le ocurre salir al jardín hay que llevarla de aquí para allá, pero no es muy seguido y esas labores de enfermera les tocan a las mujeres.
En total, ahora son tres los inquilinos, cuatro con la señora Ana que acaba de llegar. Cabrían más, pero eso está fuera de discusión y, con ella, ya estamos hasta el tope. El cuarto cerrado no se renta. A los pensionistas no les decimos por qué, solamente les advertimos que no se les ocurra entrar. Si preguntan la razón, les inventamos cualquier pretexto, desde una plaga que estamos tratando de exterminar, hasta reparaciones en los techos o en las tuberías. Como a nadie le gustan los bichos ni los contagios, o andar brincando escombros, son raros los curiosos. Cuando llegó el pintor, se atrevió a hacer lo que nadie: violó el sello con la firma del Pachá y entró muy valiente a la habitación, pero la osadía le costó muy cara, ahora ya no se puede decir que sea ni siquiera un hombre; un pedazo de humano, un guiñapo, eso quedó de él desde entonces.
En resumen: prohibido transitar por ese rincón de la casa. Al inicio del pasillo, la señora Pickwick, al fondo, la puerta clausurada; del otro lado, en un pasillo igual, los dos hombres, el pintor y el conde, juntos por insoportables, cada uno en su estilo; en medio, en la alcoba principal, pusimos a la recién llegada. Esa recámara estuvo desocupada por mucho tiempo. Llegaban, se instalaban, y luego decidían mudarse a un hotel o a otra casa de huéspedes. A mí me extrañaba su decisión, según yo, el cuarto estaba “limpio”, o por lo menos no tan “cargado” como el otro. Espero que esta señora dormilona no me vaya a salir con que siempre no le gustó, no hay a dónde mandarla y, como su empresa pagó por adelantado el año que vivirá entre nosotros, no le va a quedar más que aguantarse.
Aquí es donde entra eso de contarles unas cuantas mentirijillas. Cuando salgan con que aquí espantan, hay que decirles que la casa es tan vieja que cruje por todos lados, y eso es una mentira a medias, pues es cierto que rechina por doquier. Luego que si ya ven u oyen algo, pues darles su té de tila inmediatamente, alegarles que están muy cansados, que la fatiga de vivir en un país como éste los está afectando, que a mucha gente extranjera se le desata la inventiva. Por lo regular todos los que llegan de por allá son muy dados a darle vueltas a las cosas en la cabeza y algunos se tardan en reaccionar, se esperan hasta que prácticamente revientan, por eso hay que mantenerlos tranquilos lo más que se pueda.
Así, cuando tratan de investigar detalles del pasado de la casa, llega un momento en que a casi todos les da por ahí, hay que platicarles algo que no los perturbe; que el Pachá Mizrachi, el que construyó la casa y fue el único que no conocí, era un hombre preclaro y reconocido por toda la sociedad; que madame Rossell sembraba flores en forma de banderas, coleccionaba objetos raros, y brillaba en donde se parara por su elegancia; que el embajador era originario de uno de esos países tropicales cuyo nombre ahora se me escapa y a su esposa le gustaba cantar ópera, en público y en privado; que en esa época de la embajada, la casa sufrió un pequeño incendio. Nada para preocuparse. Que el último que aquí vivió se dedicaba a vender cuadros, tenía muchos amigos, pero la mala suerte de cargar con una esposa siempre indispuesta. Así seguirle, y cuando se acabe lo que se puede contar, inventar más, al cabo que de tanto arrear a tantos, la imaginación se me ha vuelto una tormenta de arena.