La pirámide

No volví a saber nada del representante. Los arqueólogos franceses se regresaron a su país sin poder quitarle a la supuesta tumba de la faraona Benehu la etiqueta de “inconclusa”. La gente dejó de hablar del escándalo en Ammán, y yo me dediqué a preparar mi regreso. Como nadie supo realmente lo que había pasado y, por mi parte, sólo Bárbara se enteró (bajo juramento de no ir a desperdigarlo por ahí), salí bien librada.

“¿No estabas tú también cuando el Zaki enloqueció y le tomaron esas fotografías?”, me preguntaban sus amigos llenos de curiosidad, y yo ponía cara de no haberme enterado de la noticia.

En ese hermetismo, me deshice del representante y pude darle una lección, al mismo tiempo que los colegas dieron por terminado mi ciclo de trabajo en la zona arqueológica. Sin embargo, por paradójico que pareciera, empecé a sentir nostalgia. De todas esas experiencias que al principio sentí tan incómodas; los mirones, acostumbrar al cuerpo a la nueva vida, lo imposible que resultaba comunicarse. Era extraño aceptar que ya había pasado un año entero y que la ansiedad inicial se había diluido. Si entonces las miradas laceraban, ahora se entendían como esa comunicación sin palabras, no por eso menos vital, que al principio no supe ver. Si mi cuerpo novato sufría ante los embates de lo desconocido, era ahora, después de tanto esfuerzo, el experto después del entrenamiento.

Viendo esas vivencias en perspectiva, les empecé a encontrar su lado noble, hasta entrañable. Se me esclarecía una realidad que entonces era difícil de entender: lo que se batalla, lo que cuesta trabajo dominar, acaba siendo lo más valioso. El mismo representante ya no me parecía tan monstruoso. Al acordarme de él, sonrío. ¡Pobre!, pienso, no era tan malo. Su único defecto grande: la misoginia. Y lo disculpaba pensando en su vida como un debate entre las influencias occidentales que tanto atraía para sí mismo, y la infancia y adolescencia que seguramente habría llevado en ese país. Infancia era, sin duda, destino. Pero, aún así, no tenía la más mínima intención de encontrarlo, ya no digamos de buscarlo, y muchísimo menos de disculparme. Bárbara me lo había sugerido, por haberle parecido excesiva mi reacción. Yo le dije, no way, finito, no hay vuelta atrás. Lo hecho, hecho estaba, y se lo tenía bien merecido. Por lo menos se acordaría de una mujer que alguna vez lo puso en su lugar.

Mientras recapitulo, me deshago de algunas credenciales: la que me identificaba como miembro del Departamento de Antigüedades; la que me daba acceso a las tumbas; con la que podía entrar al compound militar estadounidense a comprar chocolates Hershey’s. Antes de botarlas a la basura, con fuerza, casi con placer, las miro un rato, reflexiva, como si en ese gesto brusco que estaba a punto de realizar estuviera deshaciendo mi vivencia entera. Así, con determinación, debía uno aniquilar lo que ya no estaba, ni existía. Era liberador. Sin embargo, guardo una, la que servía para ingresar a la Gran Pirámide, con total privacidad, en horas no turísticas. Y no la conservo solamente como recuerdo. Aunque ya me quedaban pocos días, pensaba volver a usarla.

Y ahí estaba yo, frente a la Pirámide de Keops, en un acto de despedida que me parece simbólico. La zona está desierta, y los camelleros que rentan sus bestias para que los visitantes se tomen una fotografía, agazapados bajo la sombra. El sol es un tirano, y sólo el bawab del monumento, sentado en un pequeño banco y ataviado con un turbante, aguanta con estoicismo. Subo, a grandes zancadas, los bloques de piedra caliza que hacen las veces de escalones, y le muestro decidida la credencial. El hombre, bizco (como tantos otros, por exposición a las tormentas de arena), da signos de no poder ver con claridad. Franqueando un poco la entrada para evadir los reflejos solares, mira largo rato el documento y balancea la cabeza con lentitud.

¡Ahlan-wa-sahlan! —dice, mirándome con un ojo.

Una vez más, entro a la pirámide. Pero ahora mi estado de ánimo es otro. Ya no estoy llena de expectativas, ni ávida por querer entender lo que me rodea. Todo ha pasado. Y en ese país que pronto dejaría, el mundo iba a seguir siendo el mismo, girando de igual forma. Conmigo o sin mí. Nada cambiaría. Ni el milenario pasado, ni el presente, abierto como un ojo desorbitado, ni el futuro, que seguiría desenvolviéndose con la fuerza de la costumbre. Yo sólo un suspiro, un par de huellas más, entre los millones de testigos que han dejado las suyas. Una brizna de humanidad, una quimera, el lado trágico cómico de un sueño. Un minúsculo sueño. Incapaz de arreglar nada, de nada influenciar, absorta en el universo inamovible.

¿Y mi mundo interno? Tampoco ahí veía luz. La casa seguía siendo el enigma no resuelto que encontré al principio y ya había decidido no buscar más. Me daba por vencida. De una buena vez tenía que aceptar que algunas historias no llevaban a ningún lado. Los seres que ahí vivieron permanecerían en la penumbra, difusos; en la memoria huidiza de la desmemoria, en los trazos de realidad que no acababan de completar ningún final coherente. Y que quizá no lo harían nunca. Lo sucedido, un rompecabezas de mil piezas cuyos trozos inconexos volaran dispersos en un barranco muy hondo, empujados por un fuerte vendaval.

Lámpara en mano, recorro los pasadizos de piedra, toco los muros, me detengo a sentirlos. En los escalones verticales, que había que subir con la ayuda de lianas, me esfuerzo. ¿Y si me diera un infarto aquí mismo? ¿Y si no pudieran sacarme a tiempo? Nada. Estoy entera, me animo sola para continuar y, en el último escalón, aspiro de golpe el olor. La humedad antigua y salobre que se mete en las fosas nasales. Al llegar a la cámara mortuoria, sofocada, me siento en el suelo y apoyo la espalda contra la pared.

En el cuarto de escasos metros, el sarcófago vacío es mi única compañía. Miro el rectángulo tallado que sobresale del piso, del tamaño de un hombre, e imagino al faraón. Pensativo, camina alrededor, supervisa su propia tumba, la ceremonia fúnebre que nunca se llevará a cabo. Escucho el silencio, el más profundo que haya oído nunca, y tomo conciencia de estar ahí, entre toneladas y toneladas de piedra, de tiempo, de relatividad, inmersa en esa forma geométrica que se proyecta al infinito. Entonces, comprendo. Morir ahí sería apoteósico. Pero, ¿por qué insistía en angustiarme? Debía relajarme, calmarme completamente. Cierro los ojos, se hace un vacío, y miles de hombrecitos aparecen dentro de mi cabeza, se mueven afanosos. Bajo el vivo rayo del sol, hacen rodar los enormes monolitos, los transportan desde la orilla del río. Construyen. La pirámide, luego, se forma sola. Las enormes piedras flotan en el aire, hacen malabares, e ingrávidas, embonan, sólo para volver a desajustarse. Las observo, ahí sentada, con los ojos cerrados, flotando yo misma en el movimiento, en ese juego errático e ilusorio de construcción y deconstrucción. Ya no estoy en Giza, sino en cualquier otra parte, y viajo en esa fuerza suspendida, en el magneto monumental. No importa el lugar. Sólo la forma, y esas piezas, imanes gigantes atrayéndose. Siento vértigo.

Huyo por un laberinto invisible.

Un hipopótamo azul aparece. Tiene dibujos a los costados. Lo que parecen flores de lis, carrizos a la orilla de un afluente. Tranquilo, asienta las patas sobre una tela de terciopelo negro. Está inmóvil, y puedo tocar su figura, acariciarla, sentir su peso. El azul me calma. El azul me recuerda que vuelo sin volar. Estoy en el museo de El Cairo. Aunque lo que está pasando no está pasando realmente; las salas oscurecidas, las vitrinas polvosas llenas de figuritas anónimas, el oro que recubre los sarcófagos. Los ojos maquillados de kejel mirándome al pasar. ¡Akenatón! Inmenso en sus dominios. El vientre redondo, la cabeza alargada, los pómulos salientes. El cetro inquebrantable. El desierto. Las dunas que no acaban nunca de acariciar sus pensamientos. Amarna. Nefertiti. El sueño del amor. Estoy mareada. Las alturas me marean. ¡Es Karnak! Son sus columnas. ¡Qué asombro!

Ahora estoy pegada al suelo, con los brazos abiertos. Miro hacia arriba. Tengo la cara mojada. De mis ojos sale un llanto sin nombre. Es el llanto de todos, el eterno sollozo de toda la humanidad. Las columnas son robles inverosímiles que crecen hacia el cielo. Sus dibujos cincelados, interminables monólogos; en viejas lenguas olvidadas, en el silencio más pétreo, en la música que hacen los papiros con la brisa. Hablan sin descanso. Sin descanso, le hablan a Dios. Los mensajes permanecen. Él está respondiendo siempre.

La pirámide es otra vez un perfecto triángulo tridimensional. Está asentada en Giza. La entrada mira hacia el norte. En la puerta un hombre reza. Tiene un collar de cuentas en la mano derecha. El calor ha amainado.

Horus sobrevuela en círculos.