La bárbara de Bárbara

Una estación de radio toca música foránea. Igual encuentra uno tonadas de la posguerra que un bullanguero chachachá. La música extranjera es sólo eso, música extranjera, sin importar orígenes o tendencias. Aunque el control es estricto.

Prohibido el rock.

—¿Cuándo pondrán música decente? —pregunta Bárbara, mientras circulamos por las calles del viejo Cairo. Hago un gesto que pretende decir “nunca” y le consulto al chofer.

Mohammed, do you know The Beatles?

Como la respuesta es negativa, Bárbara suelta la carcajada. Con otra mueca, le digo “te lo dije”. La exposición a influencias de Occidente era mínima. El gobierno tenía un estricto control. En cualquier tipo de manifestación masiva, artística o publicitaria. En el cine, las películas que venían de Europa o de Estados Unidos eran escasas, y las que llegaban sufrían cortes tremendos. Acababa uno viendo otro filme; los protagonistas asexuados y los diálogos sin continuidad, como si los ejecutaran bajo los estragos del Alzheimer. Además del volumen que casi dañaba los tímpanos y del aire acondicionado siempre en high. Ir al cine significaba abastecerse de tapones para los oídos y abrigo polar.

—¿Qué crees? Cuando tocan música local, me dan ganas de mover el vientre, ¡qué horror! ¿Me estaré convirtiendo? —dice ella, desviando el tema.

No le contesto porque llegamos al barrio de los carpinteros. La idea es ver algunos muebles. Con movimientos de experta, Bárbara se planta un shador de utilería que carga para estos casos y explica:

—Es mejor así, te creen religiosa y eso te salva del acoso.

Como trae otro de repuesto, me lo pone a mí y las dos falsas musulmanas nos internamos por las calles repletas de curiosos. Ninguna de las dos lo parecemos, demasiado altas y blancuzcas. Demasiado sueltas. Como no había cedido a la conveniencia de teñirme el cabello, los mechones que alcanzaban a escaparse brillaban con el sol. La gente percibía esas minucias y no dejaba de mirarnos. Bajo su escrutinio, entramos a talleres de artesanos y vemos algunos muebles; afrancesados unos, de estilo italiano otros, los más, minuciosamente trabajados con incrustaciones de concha nácar. Encontramos biombos de madera, espejos diversos, baúles que parecen muy antiguos. Somos invitadas a los tés de rigor. Degustamos lo agrio y lo excesivamente azucarado.

Luego, nos quedamos solas en las tiendas. Coincidimos con la hora del rezo. Los vendedores salen a la calle apresurados, con su tapete enrollado bajo el brazo. Lo extienden sobre las banquetas y se postran. Con el vasito de té en la mano, nos asomamos desde la entrada. La luz nos ciega. De tan amarillo, el sol casi blanco, y la estampa de esos hombres adorando a Alá, deslumbrante. Descalzos, sobre la alfombrilla, en dirección a La Meca, hacen que el tiempo se detenga, lo anulan, y logran convertirse, como por arte de magia, en los representantes de toda la historia en su intento por fundirse con lo divino.

Pero el encanto acaba. Cuando regresan de las oraciones, aletargados, como si recién despertaran de un sueño que no fuera propio sino impuesto desde un lugar que no comprenden, reanudan, casi en automático, el regateo. Insistentes, nos siguen hasta el automóvil. Las cifras van y vienen. La procesión de gritos. A duras penas logramos cerrar la puerta.

Entre el tráfico absurdo y el concierto de cláxones, no dejo de sorprenderme. Otro mundo, con otras referencias. Para descansar, me pierdo mirando el río. Allí navegarían el Pachá y su familia. Se relajarían como intento hacerlo yo ahora. Y aunque Bárbara siga hablando, ya no la escucho. Veo el Nilo como una postal antigua que se hubiera abandonado en el cajón de un vetusto escritorio; las barcazas de vela, su lenta danza oblicua. Recorro con lentitud una a una las embarcaciones. Luego enfoco el cielo, ausente de nubes, logro soltarme, pero un ruido en la ventana me sobresalta. Un viejo sucio pega la cara, la desfigura contra el vidrio. Pide dinero a gritos. Luego, se aleja profiriendo maldiciones. Con la galabeya gris de mugre y el pelo enmarañado, arrastra los pies; dos costras sobre el pavimento.

—¡Qué viejo loco! —escucho decir a Bárbara, lejana, como si hablara desde otro sitio.

El viejo se pierde y aparecen dos muchachos. Están sentados en una banca en la Corniche, mirando también el río. Me clavo en sus ojeras, en la sombra de sus ojeras, y en su piel de aceituna que acaricia el reflejo del agua. Atrás de sus siluetas pasa un barco de turistas. Sus velámenes se hinchan insuflando el bullicio de la calle. Un río a la orilla de otro río. Son los inmigrantes, los que vienen del sur, los que cantan himnos de alegría con sus vestuarios. Y entre su colorido, el gentío y los animales, ellas circulan, como pintura revuelta en la paleta por un pintor. Ennegrecidas, con las caperuzas apretadas, caminan mirando el suelo, lado a lado con las bestias. Ciñen contra su pecho los cuadernos escolares. Sueñan. Invariablemente sueñan. Y en un balcón, sentada fumándose la tarde, como si obedeciera sumisa la orden de algún director de escena trasnochado, una mujer madura las observa. En sus ojos, la tristeza es más larga que el Nilo milenario. Y en su cuerpo anida un palomar de aves mensajeras con las alas rotas.

Sin proponérmelo, volvía al tema. Imposible dejarlo. Cuando nacía una niña, contemplaba la infancia desde su ventana; niños que corrían tras de gatos o pelotas, que izaban cometas o comían porquerías. Ella estaba marcada de origen: ser vetado que amenazaba con convertirse en mujer. Pegada a las faldas de su madre, husmearía su mirada a través del velo. Aprendería a ver sin ver, a ser borrada del ojo de los otros. Cuando los niños crecían, se paseaban en libertad, fumaban schischa en los cafetines del pueblo, rezaban en las salas elegantes de los templos, velaban a los muertos en alegres carpas que montaban a mitad de la calle. Participaban. Entonces, ¿cuáles eran las reglas del juego? ¿Cómo se conocían unas y otros? ¿Florecían el amor y el sexo bajo los andrajos?

Lo intuía: allí la represión externa se compensaba, se llenaba de ornamentos. Después del umbral de telas, lo que seguía era el auténtico paraíso, y a eso contribuían precisamente las tiendas de lencería que abundaban como si de panaderías se tratara. En los aparadores, tangas semejando pieles de leopardos, emplumados corpiños, pantuflas de tacones cristalinos, transparentes batas en litúrgicos morados. Definitivamente, el sexo no se regía por el concepto judeocristiano.

Como si me adivinara el pensamiento, Bárbara cuenta una historia amorosa.

—¿Te conté de Tarek? Era un saudí, lo conocí cuando trabajé de hostess en un hotel. Llegó un buen día, así nada más, como caído del cielo, todo vestido de blanco, con una cinta negra en la cabeza y unos bigotes de bandolero de lo más sexy —dice suspirando.

Luego estira el cuerpo, ya de por sí alargado, se acomoda en el asiento y saca de su bolso un abanico oriental. Con un movimiento nervioso, despliega una estampa de barrancas montañosas. Dos personajes de bonete negro aparecen, enmarcados por cerezos en flor. Lo agita. Pasa el borde por sus labios.

—Había miles como él. Entraban y salían por el lobby, todos iguales, aunque éste inmediatamente resaltó, inmaculado de verdad, como si su ropa la hubieran lavado con otro detergente.

Después habló de la sonrisa del hombre que se torcía un poco y le hacía un hoyuelo en la mejilla, de sus ojos que se cerraban al mismo tiempo que se formaba la pequeña cavidad, de cómo apareció en el momento preciso, de lo soñadora que se volvía cuando no tenía novio, del cuaderno que compró para apuntar todos sus sueños. Y sin más aspavientos entró de lleno en un episodio onírico en que una serie de tentáculos brotaban como surgidos de un monstruo de mil cabezas. Una pesadilla en la que aquellas extremidades la perseguían amenazantes, provocándola, para luego desaparecer resbaladizas. La bárbara de Bárbara, repetí internamente, mientras la volví a ver como la había visto la primera vez, guiñándome un ojo y aguantándose la risa para no espantar a los espíritus. Pero ahora en lo último que pensábamos era en los fantasmas de la vidente. Sólo importaban su sueño descabellado, la cacería infructuosa, el bosque orgánico, esas erecciones sui generis que lo único que hacían era dejarla más insatisfecha.

—Sueños de imposibilidad, eso era lo que yo tenía —explica muy freudiana—, la represión sexual era una atrocidad, demasiada religión por todos lados, yo intocable por mi condición de mujer. Normal que soñara con todas esas locuras fálicas. Pero me desquité con míster Bigotes, bueno, desquitarse es un decir. Después de una larga serie de cenas, partidos de billar y narguiles de todos los sabores habidos y por haber, por fin llegó el momento en que mi bandolero y yo nos quedamos solos con una cama de por medio. Sin embargo, la dicha tan anunciada todavía tardó en llegar. El hombre se fue al baño y se quedó ahí una eternidad. Preocupada, yo me acercaba a la puerta e imaginaba que algo le había sucedido, pero, por el ruido del agua, me di cuenta de que hacía sus abluciones. Al cabo de mucho chapotear ahí adentro, abrió la puerta, sonrió de ladito, remarcó casi a propósito su fascinante hoyuelo, y se sentó junto a mí, lavado por todas partes, supuse. Luego, se quedó tranquilo y callado, plácidamente existiendo. Como te imaginarás, a mí la ropa me estorbaba y casi le pedí permiso para desvestirme —detalla intimidades, con la vista perdida entre el retrovisor y el vidrio semiabierto—. Nunca había deseado tanto a un hombre —afirmó categórica—. ¡Yo acabé totalmente desnuda y él totalmente vestido!

Después enumeró razones para considerar su experiencia como el non plus ultra del erotismo, tomando en cuenta el hecho de que no hubieran llegado a consumar el acto.

—Cómo decirte, un sexto rezo, sí, eso fueron mis gritos, un extraño y sexto rezo en aquel hotel olvidado por Dios —acabó el recuento, se puso los lentes oscuros y cerró por enésima vez el abanico tapizado de paisajes.