El jardín del Pachá
Salgo a caminar por el jardín del Pachá. A veces, la casa se me viene encima y tengo que escapar. El jardín es un buen lugar. Las plantas son silenciosas y me acompañan sin juicios. Me alejo de las miradas de los sirvientes, de la contención de Alí, del ruido de su mente que se mueve como molinillo incansable. O eso me parece, por lo que trasluce su mirada, una dureza tensa e incómoda que le es imposible evitar. De alguna manera que apenas estoy empezando a descubrir, se ha iniciado una guerra ahí dentro. Lo que yo quiero saber, y lo que él guarda. Aunque Alcina y Hussein no participen, y Mohammed sea una tapia con ojos. Con uno es suficiente. Como él no sabe lo del diario, le intriga mi curiosidad. Se podría decir que le perturba.
—¿Quién adquirió esa estatua de mármol? —le pregunto señalándole una mujer desnuda que levanta ambos brazos como si elevara el vuelo, y él se pone nervioso y miente.
—Se la compramos a un anticuario. Casi regalada.
Pero yo sé que esa estatua le perteneció al Pachá. Lo intuyo. He desarrollado una especie de sexto sentido con las cosas que llenan esta casa. Como si al verlas y tocarlas me contaran su historia. Eso Alí lo presiente, y se cuida de esconder aún más la información. Resultado: el ambiente se hace insoportable.
Como el verano se aleja, hay un bochorno estancado que deja plantas quemadas y frutas tiradas por el suelo. Para poder circular, franqueo arbustos, veredas empedradas, glorietas que albergan bancas y grandes macetones, charcos que se cuelan desde el río y que, según los jardineros, no hay manera de retener. Había visto algunas fotos en un libro de época, en donde las aguas del Nilo se desbordaban provocando tremendas cascadas en las calles. Las grandes inundaciones. Ahora sólo quedan las ruinas de lo que semeja un acueducto. Un montón de piedras cubierto de enredaderas.
Recorro el camino de adoquines que rodea la parte posterior y prosigo mi caminata sobre el césped, en la zona de enfrente, que es la más verde y cuidada. Allí, miro de continuo hacia arriba, como si las palmeras tuvieran un imán y fuera inevitable dejar de observarlas: quizá por un simple instinto de supervivencia, pues de algunas cuelgan enormes hojas a punto de desprenderse. Veo, más adelante, un pozo clausurado, un árbol centenario, un jardín de cactus y un estanque. En el país de los peces dorados, un sapo se desplaza a sus anchas. Sofocado, se apea a la isla más cercana; su piel rasposa y parda, otra roca mojada. Atrás de la pileta, un grupo de gatos maúlla entre los rincones. Los espanto con unas vainas largas que, al agitarse en el aire, desprenden semillas y ruidos de sonaja.
La caminata ayuda. La naturaleza es un sedante y las resistencias parecen aplacarse. Sin embargo, en el árbol más alto, posándose en una rama que casi toca el cielo, descubro algo inquietante: un halcón magnífico, cuyo plumaje resplandece con los reflejos del sol. Puedo ver su cabeza redonda y la curvatura de su pico, un dios alado e inquisidor que observa el mundo. Me quedo mirándolo largo rato como si tuviera algo que decirme, y espero un movimiento de alas o de cabeza, con la certeza creciente de que, efectivamente, quiere hablarme. Alí me sorprende admirando al animal.
—Madame? —me ofrece un vaso de carcadel.
Luego me señala la fuente de mármol sobre el pasto, los niños jugando; el pequeño, tocado por un sombrero que simula paja o canutillo; la niña, perseguida, con trenzas y moños muy grandes.
—¿Hermosos, no? Son los niños Mizrachi. Esa estatua, aunque sí sé decirle de quién se trata, no sabría informarle con exactitud cómo y cuándo la mandaron hacer. Pero es fácil adivinar, ¿no es cierto, madame? Se ve que ha estado ahí desde siempre. Puede usted ver el deterioro.
Al retirarse, me deja perpleja. ¿Cómo sabe que son los hijos del Pachá si apenas unos días antes aseguraba no saber nada de esa familia? En ese momento, el avión de guerra pasa con su ruido de siempre. Aletargado, vuela cumpliendo su rutina tan conocida. Lo veo como quien ve a un viejo amigo. Cuando se aleja, pienso en mi pasado, cada vez más distante. Mis colegas de trabajo difuminándose con el correr de los días. El mismo Julián. Perdidos sus ojos en la estela de nubes y de humo que dejaba el aparato. Desde el primer día, había evadido sus correos electrónicos, respondiendo con parquedad sólo algunos. Él se había dado cuenta de mi lejanía y me reclamaba, pero yo simplemente hacía oídos sordos. Sus celos de siempre se hacían evidentes, aunque tratara de disimularlos.
—¿Y el representante ese, cómo es?
—Un camello con lentes oscuros —le contestaba.
Pero él no se sentía satisfecho con la respuesta. Por experiencias que habíamos vivido juntos, sabía que mentía. O por lo menos, que no era tan confiable. Esa vez en que un colega, a pesar de que sabía que tenía novio, insistió en cortejarme y yo acepté una de sus invitaciones a cenar, aunque después tuviera que presentarle a Julián un escenario conveniente. Es muy aburrido, le dije, además ya está viejo, a pesar de que el hombre fuera una castañuela y tuviera muchos años menos que yo. Después, me enteré que lo conocía y sólo me estaba probando.
Adiós, Julián, decía en voz alta para mí misma, adiós. No tengo tiempo para esas niñerías. Estamos demasiado lejos y ahorita me estorbas. Y no insistas en amenazarme con futuras visitas. Esto es otro planeta, ¿entiendes? Aquí se siguen otras reglas. Además, ¿qué no ves que tengo mil cosas que resolver? Eso lo pensaba, pero creo que lo intuyó, porque se cansó de insistir y sus correos se hicieron cada vez más esporádicos. Contrario a la necesidad que creía tener de él, pude respirar a mis anchas. Pero, ¿por qué me interesaba tanto esta historia de los Mizrachi si antes no significaba nada para mí?
No había vuelta atrás. Era inevitable transitar nuevos caminos. Mi tiempo estaba aquí, ahora, hilvanado a las cosas que me hablaban, a las voces que escuchaba vagamente entre las cortinas. Mis días y mis horas comprometidos con lo que se filtraba en el diario de Lydia, con lo que escondía Alí. Avanzo unos pasos. Atrás de unos matorrales, veo una puerta vencida. Es el refugio antibombas. Ante alguna amenaza, seria o imaginada, en esos periodos de la historia en que los bombarderos eran aún primitivos y bastaba esconderse en un hoyo debajo de la tierra para salvar el pellejo, el Pachá hizo una marca con sus pasos sobre la tierra.
Lo veo preocupado, como si lo conociera. Con las manos entrelazadas atrás del cuerpo, se para largo rato mirando su propiedad. Le inquieta quizá la declaración de guerra que había hecho Inglaterra a Alemania en 1939. La Delta Land Company de Maadi ya había incluso repartido máscaras antigás entre los ciudadanos británicos. O los famosos apagones, que empezaron a llevarse a cabo como simulacros, con escuadrones de rescate y primeros auxilios asignados a las estaciones de policía. O peor aún, la amenaza nazi, cuyo siniestro desarrollo en Europa ya se escuchaba en esa parte del mundo. El avance del general Rommel sobre El Alamein y las políticas de saneamiento racial del Tercer Reich afectando principalmente a las comunidades judías, ante cuyos embates, el dinero y la influencia resultaban irrelevantes.
Por si esto fuera poco, dos de sus vecinos no hacían ningún esfuerzo para disimular su simpatía hacia el Führer, y los adolescentes, jugando, se saludaban levantando el brazo y gritando “¡Heil Hitler!”. Lo que fuera, él no podía quedarse sin hacer nada. Pensativo, ordena determinante a sus lacayos:
—Uno, dos, tres, aquí —y la excavación se inicia.
Al acabar mi recorrido, regreso frente a la estatua. Los niños son en verdad hermosos y el jardín, espléndido. Pero, ¿cómo sería entonces? A pesar de la belleza que lo rodeaba, imagino que el Pachá sufría. En medio de ese edén, la vida no dejaba de demostrarle su fragilidad precaria. Cuando sus hijos apenas crecían, e inspirado en sus juegos, debió haber iniciado el proyecto de la fuente de mármol.
En su afán de detener el tiempo, trae de Italia a un famoso escultor que, a la hora de posar, requiere de los niños un comportamiento espartano. Para mantenerlos quietos, promete a i bambini todo tipo de deseos. Así, muchos meses después de colocada la escultura, sigue pagando su inmovilidad; los paseos vespertinos a la orilla del río jalando pacientemente las riendas de dos caballos miniatura que sus pequeños vástagos montan, o la enésima función de marionetas con el Pierrot que empuña un largo palo y atiza al que se le ponga enfrente. Y cuando alega que ya ha cumplido con creces la cantidad de trotes o de actuaciones, los niños lo llenan de besos y le aseguran que todavía debe algunos.
Lo admiro secretamente. El pater familias por excelencia. Además, no deja de hablarme. A través del jardín, de los árboles, de sus muebles y pertenencias. Solamente un buen hombre deja estos vestigios, pienso, y lo vuelvo a ver, ahora iniciando los trabajos en la biblioteca. Parada en el quicio de la puerta del recinto, me lleno los pulmones del olor a caoba. El Pachá manda construir los libreros, recubrir las paredes y ventanas, diseñar la chimenea. Él mismo dibuja las dimensiones del escritorio, acomoda los sillones de piel, los valiosos tapetes. Por último, coloca la escena de cacería sobre la mesa de centro. Emocionado, prende su pipa y se sienta a observarla.
Respiro un delicioso olor a maple y maderas preciosas. El Pachá está ahí, sentado en el sillón de cuero verde, perdida la vista en el vaciado de bronce. Un guerrero lucha cuerpo a cuerpo con un jabalí. Entre el humo que exhala, la cara del gladiador es su propia cara gesticulando en el debate a muerte. Una fuerza inmensa lo inunda por dentro. Así defendería él a su familia si fuera preciso. En su mente, el animal muere y se desvanece. Un gesto triunfante le marca el rostro. En el cuarto contiguo, Lea practica en el piano. El allegro de su esposa le sirve de música de fondo. Si la felicidad pudiera delimitarse, él pretendía tenerla ahí, vencida, como la bestia que muere.