Más allá del umbral

Dudo en entrar.

La puerta del cuarto está abierta.

Oigo los rezos, los cánticos de los templos, y siento que todos los habitantes de la ciudad, pendientes del llamado religioso, me miran. Giro la cabeza hacia el pasillo, pero no hay nadie. La mansión está sumida en el letargo. Cuando las alabanzas se hacen cada vez más lejanas, cruzo el umbral. Ruinoso ante mis ojos, se perfila un cuarto inmenso, de techos muy altos, con las paredes cuarteadas y algunos pedazos de yeso desprendido sobre el suelo. Me sorprende que Alí permita aquello. ¿Hace cuánto tiempo que nadie circulaba por ahí? Cautelosa, avanzo unos metros. A pesar de que todavía no oscurece, el lugar se mantiene en penumbras. Lo que alcanzo a distinguir luce cenizo, desprovisto de vida. Trato de abrir una cortina y el brocado se rasga con el esfuerzo. Una nube de polvo llena la atmósfera. Detrás de las cortinas, las persianas de madera están cerradas. Para avanzar, tengo que tantear el terreno, arrastrar los pasos entre bultos cubiertos que supongo muebles.

Reconozco una cama en el centro de la habitación. Tiene columnas y un capitel de veladuras que pende casi desde el techo. Entre cojines amontonados sobre la colcha, creo ver muñecos de ojos vidriados que me miran fijamente. Jalo la sábana que cubre uno de los fardos cercanos, el taburete descubierto anuncia un tocador. Con la vista más acostumbrada a la oscuridad, descubro cepillos de carey, espejos, frascos de perfume llenos y vacíos, pequeños embudos metálicos, polveras de todos los tamaños. Respiro el olor. Los efluvios resucitan un espacio y un tiempo doblegados en el olvido. Una luz intensa regresa voces y sonidos; alguien que tararea una canción de cuna, trotes de caballo en las cercanías, campanas, gritos que vinieran del jardín. Luego el silencio, brusco, con la luz suspendida en la orfandad. Inmóvil, espero lo que no puedo ni siquiera imaginar. Por un momento, no estoy en ningún lado; no pienso, no siento, mi ser diluido en el paisaje de lo eterno. Luego, un gemido muy dulce me transporta, llevándome de la mano. Un gemido tímido, dulce, fracturado. La tela tiembla entre mis manos. Paralizada, en una frontera inaudita trazada entre el mundo antes de cruzar la puerta de ese cuarto y el horizonte que se abre ante mi alma, espero. Dudo si podré clausurar aquel portal o si aquello se mueve por su cuenta y sigue sus propias leyes.

¿Quién es ella? ¿A quién perteneció esa recámara? ¿Quién llora sin consuelo, sin furia, sin esperanza? ¿Dónde está esa mujer que me asalta, más allá de cualquier temporalidad, de cualquier espacio, de los cortinajes podridos, de los muñecos de ojos muertos? Un florido campo de amapolas brota de la nada. Yo floto sobre el mar de rojo y me deslizo con una rapidez vertiginosa. El color, de una belleza violenta, me impacta. Temblando, arrojo la cubierta sobre el mueble y camino de espaldas hacia la puerta.

Esperando una manifestación de aquel gemido, siento que las piernas me flaquean, mientras en mi mente surgen, uno tras otro, los seres descarnados de mi fantasía; entes nebulosos con forma humana que se desplazan con lentitud, o seres como medusas que estiran y retraen sus finísimos tentáculos en una danza elegante y pausada. Nada. Sólo la misma luz, antes brillante y repentina sobre las cosas, ahora menguando y desapareciendo en el recinto.

Corro fuera del cuarto. Tengo la mandíbula trabada y los ojos muy abiertos. Tirito y me froto con fuerza los brazos para darme calor. La lámpara encendida en el pasillo me regresa a la realidad, a la presencia de Alí. Por ahí había pasado, sin duda, repitiendo con meticulosidad su rutina de todas las noches. Me quito los zapatos, queriéndome hacer invisible y, caminando en puntillas, me dirijo lo más rápido que puedo a mi recámara.

¿Por qué me habría metido en estas complicaciones? ¿Cuándo iba a aprender? Aunque ahora era ya muy tarde para dar marcha atrás. Me conocía. Con el pozo medio abierto, no me iba a quedar tranquila hasta descubrir qué había pasado entre esas paredes. No había retorno. Todo había cambiado y tenía un nuevo matiz. ¿Y si los espantos no respetaban ningún rincón de la casa? ¿Y si, desplazándose a sus anchas, atraviesan los muros como es su costumbre? ¡Horror! ¡Ahora no me iba a poder confiar ni de mi estúpida sombra!, insistía en torturarme, mientras miraba de reojo a los costados, subía la vista al techo, inspeccionaba el piso.

¡Maldición! Tenía los nervios de punta hasta en mi recámara, el único lugar que antes me servía de refugio. Pero intenté calmarme y, para evadir lo que ya era irreversible, traté de pensar en algo bello, una técnica de visualización que a veces me funcionaba. Inmediatamente se estructuraron parajes de jungla, árboles gigantescos con racimos de lianas, hojas del tamaño de un hombre, monos que se apareaban en las ramas. Y allí, junto a la imagen, el casino de Spiritus Sancti.

Sucedió mucho tiempo atrás, en Petrópolis, a algunos kilómetros de Río de Janeiro. Era una casa de apuestas abandonada, de proporciones colosales, estaba enclavada en medio de la selva. Llegué como turista. Con un grupo pequeño, seguía acalorada al guía que explicaba los pormenores del lugar. Había funcionado en la época de auge de la comercialización del caucho, eso dijo al principio, cuando el dinero fluía a borbotones.

—Como la catarata de Iguazú —comparó luego, y explicó que los dueños de las plantaciones, venidos de países lejanos y aburridos la mayor parte del tiempo, habían sido los promotores de su construcción. Debido a que no podían regresar a sus lugares de origen, por cuentas no saldadas, y porque sus vidas se limitaban a desplazarse por sus casonas en medio del calor reinante, en algo tenían que gastar el dinero—. Se pensó al principio que el casino abriría sus puertas los fines de semana —continuó—, pero desde los jueves por la tarde, la gente ya estaba ansiosa por apostar. Entonces se decidió que cerraría sólo los lunes, y desde los martes por la mañana, las mesas de póquer y de ruleta se llenaban hasta el tope, rodeadas de hombres y de mujeres animados hasta la exultación —pronunció despacio la palabra dominguera “ex-ul-ta-ción”, algo así dijo, como si la dividiera en sílabas, mientras nos miraba para ver si nos había impresionado.

Dijo también que, ya entrados en alcoholes, de la euforia pasaban al adormecimiento, acunado en maratónicos bailes que eran amenizados por orquestas itinerantes. Así, la noche se transformaba en día y el día era engullido a su vez por la noche siguiente.

—La gente mandaba pedir ropa limpia a sus casas, se cambiaba y duchaba en los baños del negocio, para seguir alimentando la juerga. Hasta el horario fue modificado; las dieciséis horas de apertura eran insuficientes para los tahúres, veinticuatro, apenas alcanzaban, y como lo que sobraba era mano de obra en ese país asaltado por tránsfugas, se contrataron tres turnos de dealers, de meseros y de chefs. Lo que fuera para satisfacer a los apátridas —abundó, salpicando su léxico con más florituras.

Ante el formidable cascarón vacío, la exigua comitiva y yo no dejábamos de recrear las interminables parrandas. Y como ya no quedaba nada de todo lo que allí había sucedido, la larga caminata por sus salones se antojaba siniestra. Espacios descomunales hacían gala lastimera de un mobiliario enmohecido, y las albercas bajo techo, que en sus mejores tiempos habrían hecho las delicias de sirenas y sibaritas, acumulaban humus y basura. De repente, una rata corría a esconderse al sonido de nuestros pasos, se pegaba a las paredes y se escabullía por ventanas rotas o por puertas que conducían a otros ambientes. Un chillido agudo y cortado rompía los silencios que se formaban entre los datos del narrador.

Con la piel erizada, ya no escuchaba fechas, ni anécdotas sobre millonarios infartados al grito de “black jack!”, o sobre herencias perdidas al fragor de la codicia. Ni los triángulos amorosos, que abundaban por esos días y desataban a su paso las más turbias tragedias, lograban enfocar mi atención. Lo único que quería era regresar, no internarme más en ese laberinto de lo que me parecían catacumbas, lo que fue y nunca más sería, lo que ahora sólo fungía como morada para esos animales cebados, de pelos gruesos e hirsutos, que nos miraban con recelo a través de sus ojillos inyectados.

A la mitad del trayecto, me separé del grupo. Las dimensiones del baño para visitantes eran apabullantes; espejos biselados tapizaban las paredes desde el piso hasta el techo y lavabos de magníficas conchas naturales de una pieza, despostilladas y opacas por el desuso, reposaban sobre los muebles. Entre las manchas negras de humedad que formaban caprichosas figuras sobre uno de los espejos, observé mi reflejo y me sentí extraña. Era yo, pero al mismo tiempo era muchas otras. Enajenada, empujé una de las puertas de lo que parecía una fila de caballerizas. Una luz blanquecina empezó a ascender desde el suelo. Permanecí ahí unos segundos y, cuando quise salir, el picaporte se trabó ante la fuerza de alguien que presionara el marco desde fuera.

—¿Hay alguien ahí? Por favor, responda —supliqué, disimulando el terror, pero nadie contestó.

—¡Señor! —empecé a gritarle al guía, ya desesperada—. ¡Aquí estoy, por favor, venga! —seguía gritando y empujando la puerta.

Cero, ni un atisbo de respuesta, aunque oyera el murmullo de la información sobre el casino que seguía fluyendo no muy lejos de ahí. Traté de respirar profundamente varias veces, cerré la tapa del mueble y me senté a pensar por dónde diablos iba a lograr salir. Entonces se hizo un vacío y la luz suspendida flotó por encima de mi cabeza. Con extraordinaria nitidez, empecé a escuchar lo que parecía un tintineo de copas que chocaban en el aire. Agucé el oído y un estremecimiento helado me recorrió; charlas y risas altisonantes, voces de jugadores en el proceso de arrojar los dados sobre las mesas, el sonido del agua en las albercas, la resonancia de un saxofón que alargaba las notas como quien raya con la uña una pizarra; todo sucediendo en el tiempo que duraba una de mis respiraciones.

Aturdida, me levanté y traté nuevamente de empujar la puerta, que esta vez no opuso resistencia. Frente al espejo, imaginé que iba a encontrar señoras de época polveándose la nariz, en el trajín de acomodarse una a otra el corsé, susurrando chismes al oído, ocupadas quizá en el afán de pellizcarse para provocar un rubor granate en las mejillas. Ni un alma. El baño seguía siendo el cobertizo desolado que recordaba. Las explicaciones del guía eran ya inaudibles y tendría que correr para alcanzarlos. Me miré de prisa otra vez antes de abandonar el recinto. Mis ojos estaban llenos de un brillo acuoso.

Y a eso se había reducido el hecho de pensar en algo bello, a recordar esa experiencia, en la que por un segundo, o una fracción de segundo, pude comprender el cuarto filo que atraviesa lo tridimensional. Ese dejar de estar aquí y ahora para habitar otros espacios y otras temporalidades. Poder ver a través del tiempo.

En un paralelismo inesperado, el cuarto cerrado de la casa de huéspedes rescataba el recuerdo fugaz de aquel casino. La diferencia estribaba solamente en una cosa. Los seres festivos de la casa de apuestas, en bacanales y resacas que parecían continuar por siempre, que ni la misma muerte redimía, no tenían nada que decirme. La mujer del cuarto cerrado, en cambio, me estaba hablando a mí.