Una muñeca antigua

En mi bata de muselina, asomándome al jardín por las mañanas, soy una muñeca antigua. Desde el balcón de mi recámara, una versión diferente de Lea; ya no hay filigrana de madera, ni pido rosas a ningún esposo, ni tengo en las manos un peine de carey para alisar ninguna larga cabellera. Sin embargo, estoy en la misma actitud de indefensión.

Es increíble que, en tan poco tiempo, me sienta minada. Los viajes a Saqqara son agotadores, pero no se trata del trayecto (sólo veinticinco kilómetros desde El Cairo) ni del trabajo de campo, que para alguien no versado en el tema parece rudo. Tampoco de las altas temperaturas, con la consecuente sensación de derretirse literalmente sobre la arena. Se trata de algo más sutil, menos fácil de explicar.

Desde que me subo al automóvil, Mohammed, el chofer, no deja de escudriñarme por el retrovisor. Cree que no me doy cuenta, porque miro a la ventana y llevo puestas las gafas oscuras, pero cuando algo en la calle me sobresalta (que en este pueblo es la regla y no la excepción), él esboza su sonrisa inquietante.

Yes, yes —dice, meneando la cabeza de lado a lado como si negara. Y el choque, o el hombre atropellado, o el camión de sandías volteado y hecho un desastre de pulpa roja en el pavimento, entran de súbito en esa región de lo políticamente correcto en Egipto.

¿Qué tanto me miras, Mohammed?, quisiera decirle. A tu asunto, hermanito. Pero, en cada salida, se repite lo mismo. A esa hora del día en que atravesamos el puente Al Munib y las Pirámides aparecen a la izquierda, intachables entre sembradíos, dunas de arena y edificios a medio construir, cuyos castillos de alambres retorcidos representan el inicio de casa del próximo hijo casadero de esa familia, vuelvo a sentirme enajenada. No puedo hablar, hago señas que tampoco comunican lo que intento decir y la música en la radio me suena cada vez más extraña.

Por si esto fuera poco, lo que veo alrededor rebasa el espectro de mis anteriores percepciones. Como si lo hicieran hace miles de años, en el delta verdísimo del río, mujeres en largas túnicas caminan a la vera, balanceando sobre la cabeza jarrones con agua o recipientes rebosantes de verdura; arrancadas sus siluetas de las ilustraciones de un catecismo y pegadas luego sobre mi campo visual. Algo así está sucediendo. Hoy, por ejemplo, borroso como sucede con todas las visiones, vi, no sin apremio, algo que flotaba sobre el agua y que pensé que podría ser el canasto de un recién nacido.

En pocas palabras, alucino. Una máquina del tiempo, a la que invento atributos. ¿Qué quieren decir esos signos invertidos, esos ganchos y puntitos?, me pregunto cuando encuentro letreros en las calles. Aquel en el taxi seguramente dice “con tantas curvas, y yo sin frenos”; y aquel otro, discreto, frente a la cochera, “se ponchan llantas”. Y a pesar de traducción tan amañada, descanso por primera vez de todo lo legible que me sale al paso. Alguna ventaja debía tener. Las palabras repentinamente convertidas en meros dibujos, caligrafías estampadas a diestra y siniestra. Adornos para mis días.

Ni un idioma más, había dicho terminante frente al televisor esa mañana, con la mujer cubierta que daba las noticias, ataviada en mi interpretación de las cosas con la atrevida ropa interior que abundaba en los comercios. Me liberaba así de refrescos burbujeantes, brasieres levanta-miradas, bancos compasivos, filibusteros ofreciendo sus fraudes a todo lo largo y ancho del planeta. El programa, donde se cantaban versículos religiosos, convertido en otro show de talentos de mediocre factura, y los muertos y heridos apilados en barracas de lugares desconocidos, en otra película de guerra.

La sola imagen de mí misma sentada en un pupitre aprendiendo lo que consideraba letras muertas, me parecía deprimente. Gastar los últimos años de juventud que me quedaban apilando incoherencias era inaceptable y tenía que evitarlo a toda costa. Estaba decidida. Vería la vida lo más simple y directa que pudiera. Pensando en términos arqueológicos, antes de que a nadie se le hubiera ocurrido descifrar jeroglíficos. Antes que ninguna Piedra Rosetta.

Al flamante Representante Supremo de las Antigüedades nomás lo pude ver quince minutos esa semana. El señor está muy ocupado con sus entrevistas y los documentales que le vienen a hacer de todas partes del mundo. Nada más le falta el enjambre de paparazzi que lo sigan a donde fuera (y pagaría por ello, esa impresión me dio), es de esos individuos que acomodan la cara ante la cámara, conocedores al milímetro de su ángulo más favorable. Me saludó muy efusivo, guiñándome un ojo con coquetería. Llamó al fotógrafo oficial para que nos tomara la foto juntos enfrente de la excavación, y la función acabó con una periodista que llenó de prisa el pie de foto que aparecería al día siguiente en El Cairo Times.

Thank you, Mr. Nawas —dije solamente, y él me apretó la mano más tiempo de lo normal, clavó en mí su mirada soñadora, y se largó apresurado con su cauda de aduladores.

Me dejó desconcertada, lidiando con sus ayudantes, que son los ojos de Mohammed, pero multiplicados. “Ahora sólo falta que este tipo sea un rabo verde”, pensé, y preferí la docena de miradas que ahora me seguían a todas partes a la de ese individuo tan insoportable. Mala noticia que no me cayera, pues iba a tener que aguantarlo. Para colmo, mientras los colegas franceses se sumergían todos los días en la profundidad de la mastaba, a mí me había tocado trabajar en lo que más temía. A la intemperie, limpio pedazos de platos milenarios, con mirones encima que no pierden detalle de mis movimientos. Desde que llego, los hipnotizo.

El jefe de la misión, antes de desaparecer por horas entre los túneles de la tumba, traduce las órdenes del día. Los peones asienten, pero están en otro lado; en mi cara, en cómo muevo las manos, en mis pantalones, en mi cabello: un ser de otro mundo (comparada con las que tienen en casa). Lejos de sentirme halagada, su curiosidad me perturba. Vuelvo a ser la muñeca antigua, la matrioska rusa metida en sus estuches; el de la casa, el de la ciudad, el del país, atornillados, uno encima del otro.

¡Imposible la simplicidad!

¡Pónganse a ver otra cosa, babosos!, hubiera sido fascinante poder decirles y que me entendieran, suficiente tengo con lo que ya estoy viviendo. Es complicado, y no tiene que ver sólo con lo que sucedía con la gente o en la calle. El cuerpo me cobra algunas facturas. Cólicos de caballo, piquetes en los ovarios como descargas eléctricas, mañanas escandalosas en que no hay ajuar correcto para un trasero que se me antoja descomunal. Días en los que la más leve venilla roja en las piernas me lanza a investigar con lupa cualquier ramificación. No sé si se trata de la premenopausia, pero es devastador. ¿Quién me había contado que los cuarenta traían sorpresas, que eran “la mejor época de la vida”, o “una segunda adolescencia”?

Quien sea, mentía. Flagrantemente. Lo que vivo es una caída libre. De la más absoluta de las tristezas, me desplazo sin reparos a la más descarada de las alegrías, situación que me lleva a catalogar cada momento como enteramente independiente. Sin hablar ya de los días, universos per se, que no tienen ningún tipo de concatenación con otros de la misma semana y muchísimo menos del mismo mes.

Esta vez, sin embargo, se me enquista la ansiedad, el lado gris tirándole a negro, la ausencia de cualquier asomo del misticismo de bolsillo que tan tenazmente me había construido cuando el lado oscuro del mundo me rebasaba. Las emociones negativas pudren el alma, ya lo sabía. Lo habían dicho hasta la saciedad los grandes iluminados. Pero ahora las teorías se las podía llevar el carajo. Siento la angustia en el bajo vientre, en la quijada tensa y apalancada, en la mano izquierda que se esconde crispada bajo el brazo derecho. ¿Qué me amenaza? ¿Qué diablos me importan las miradas indiscretas? ¿En qué me afecta toparme todos los días con mujeres borradas de la vida a fuerza de trapos negros?

¡Stop! ¡Ahí precisamente estaba la clave! Ese país me hacía sentir en carne viva lo que ya creía superado. Esos cuerpos femeninos arropados y enmohecidos me remontaban vertiginosamente a mis peores pesadillas. Sufría con ellas y experimentaba como propia la culpa que otros habían querido imponerles. Entonces, llegaban en torrente mis lecturas feministas. Como llamar a los bomberos o a la ambulancia en una urgencia que no admitía dilación. El segundo sexo, por ejemplo, mi libro de cabecera por años, con Simone de Beauvoir lanzándose a la descomunal cruzada de demostrar nuestra inferioridad impostada. O La mujer eunuco, que analizaba, agresivo, nuestras desventajas culturales. Tantos otros. Ya olvidados. Mucha basura en medio también. Lo último que leí resultó pornográfico; por puro gusto, una mujer se tiraba camioneros en la parte trasera de un automóvil utilitario.

¿En dónde situar entonces a estas mujeres cubiertas? ¿En qué escalafón del amplio rango en que nos encontrábamos todas? Vírgenes o putas, una sola cosa me quedaba clara, todo se reducía a la culpa. La culpa instituida por sociedades y religiones temerosas del poder femenino. Del de ellas, que ven la vida a través de una rendija, y del nuestro, tan maquillado de libertad. En la pantalla del recuerdo, aparecían entonces las monjas de mi infancia. Una a una, sus caritas, amarguras, represiones, el olor a jabón Maja con que escondían sus efluvios mujeriles. ¿Renuncian a Satanás y a su pompas?, oía una voz contundente, casi militarizada en el cobertizo del recreo.

Sonrío y recuerdo nuestras carcajadas. Pero ya me había ido muy lejos. Tenía que centrarme. Lo que me había dado fuerza en el pasado, mi carrera, ahora también parecía tambalearse. Era preocupante lo ambiguo que podía ser todo. Uno se identificaba con un papel en la vida y, de repente, algo sucedía que ese papel dejaba de tener sentido. Me sentía trastocada. Definitivamente, ya no era esa Ana, arqueóloga orgullosa, ganadora de la beca tan competida, la que habían despedido con bombo y platillo la víspera del viaje a Egipto. Todavía podía ver a mis colegas y amigos levantando las copas del brindis, la mayoría bien intencionados, algunos francamente envidiosos. Entre los primeros, Julián, el novio que dejaba, a buen recaudo, confiada en que a mi regreso todavía lo encontraría. Se había quedado a dormir conmigo la última noche para dejarme en el aeropuerto, sin imaginar que, horas después, estaría yo de regreso en el departamento por el atentado. Desesperado, me llamaba al celular para saber qué había pasado conmigo. Pero desde entonces, ya empezaba a ser otra. Apagué el teléfono, le mandé un mensaje diciéndole que estaba bien, que necesitaba estar sola y que salía a El Cairo al día siguiente. Como si el atentado hubiera sido solamente el preludio de un cambio que sentía inminente.

En el balcón, mirando el jardín, pensando en Lea cuando miraba el jardín, sabía que estar en esa casa significaba empezar.

¿Quién era yo ahora?