Manías

No entiendo qué hace la señora Ana en sus visitas a la tumba que inspecciona, trae una cara de agotamiento que no puede con ella. A lo mejor no duerme bien, y el trajinar por esos parajes abandonados le está haciendo daño, además de haberse dado ya cuenta de lo facineroso del tipo ese que sale en la televisión y en los periódicos. Con el pretexto de encargarse de las ruinas de este país de incautos, todos le prodigan un respeto que da risa. De seguro saca las momias y las vuelve a enterrar para que crean que son otras, eso y cosas peores, y la sociedad entera alabándolo como si de su sabiduría milenaria dependiera nuestra supervivencia.

O por algún lado le está llegando a esta señora información sobre el pasado. Como no se le escapa nada, casi creo que ya nada más va y se hace tonta en su famosa tumba; finge demencia, llega aquí con esa facha de sepulturera e intenta persuadir a los demás de su compromiso con el trabajo. Le pregunté a Mohammed dónde la había llevado el otro día. Me dijo que habían ido con una extranjera que tiene fama de bruja en Maadi. Al menos eso fue lo que le dijeron los bawabs de los edificios contiguos. Aquí todo se sabe. Nadie se mueve sin que hasta el perico se entere de sus pisadas. Dice el chofer que salió muy pensativa, hasta preocupada. ¡Quién sabe en qué conjuros andará metida! Tengo que estar muy pendiente por si le pide que vuelva a llevarla, no vaya a ser que acabe perjudicándonos a todos. ¡Como si no tuviéramos ya suficiente!

¡Santas mujeres las que me ha tocado torear! Hasta la señora Rossell, que era la más normalita, tuvo su etapa de locura. Le vino cuando ya no cabía ni un cacharro más en la casa y las antiguallas que compraba las teníamos que guardar en cajas y embodegar. Como no podía dejar de visitar los mercados y las tiendas de viejo, pues para ella dejar de hacerlo era dejar de respirar, se deprimió. Las cosas salían de la bolsa para entrar en la caja y ya no las veían sus ojos más que esa fracción de segundo en que pasaban de un recipiente a otro.

Parecía que le quitábamos una parte de sí misma. Su identidad en la montaña de objetos. Cada trasto reflejado en una faceta de su ser. Conocedores de su manía, tratábamos las cosas con la consideración del caso. Justo como transportar a la señora por los aires, envolverla en papel delicadamente y colocarla con extremo cuidado en el empaque correspondiente. Y así era, en efecto, con un grueso plumón marcábamos las cajas, “señora Rossell 1”, “señora Rossell 2”, “señora Rossell 3”, etcétera...

La señora descuartizada y guardada en partes.

Lo mismo sucedía cuando limpiábamos sus tesoros o decidíamos cambiar algo de lugar. Para aumentar la teatralidad del caso, yo me ponía guantes especiales, sobre todo cuando ella estaba presente. Más que sacudir, acariciábamos las piezas, las mucamas y yo, poniendo una cara angelical en el proceso. En esos quehaceres, ella siempre miraba con el rabillo del ojo, escudriñaba nuestra actitud, reprobaba cualquier mínimo descuido, y hasta el movimiento de la franela tenía que seguir un ritmo. ¡Pobre de aquel que se le ocurriera acelerar el paso!

Muy maniática la señora en eso de la manipulación de sus bienes. Obviamente, el ambiente era tenso, no nos alcanzaba el tiempo para cumplir con nuestras obligaciones, y contradecirla era imposible, menos aún cuando empezó a aumentar el volumen de sus pertenencias. Se encerraba y lloraba dramáticamente. Los tiliches embodegados, cual hijos perdidos. ¡Una locura! E imposible también consolarla, era orgullosa hasta decir basta, y en todo momento intentaba esconder sus debilidades, de su sombra si fuera preciso.

Todas las mujeres son iguales. Se les va la vida en aparentar, en pretender por todos los medios no desviarse del ideal de sí mismas que en alguna parte de su historia alguien les inoculó sin que se dieran cuenta. Al principio, cuando llegó a ocupar la casa, recién fallecido su marido, sobreactuaba su necesidad de demostrar que ella sola podía con el paquete de la viudez. Si yo le sugería cualquier cosa, ella decía que ya la sabía, aunque no tuviera ni idea de lo que le estaba hablando; un juego de poder aquello, como si estuviéramos sentados frente a frente con un tablero de ajedrez en medio.

Parecía que siempre le hubiera aterrado la idea de no ser nadie sin el hombre que le había hecho comparsa por más de treinta años, y lo de la comparsa lo digo yo, pues aun sin conocer al bendito señor Rossell, me lo imagino nítidamente. ¿Cómo tuvo que ser un hombre para aguantar a una compradora compulsiva de la talla de la señora?

En definitiva, un carga bultos, aunque ella manejara muy bien la apariencia del matrimonio bien avenido de la época; ella proponiendo y el marido siempre disponiendo, una linda señora que se cuelga collares hasta en los tobillos, sonríe con feminidad, e inevitablemente ganaría un concurso de monerías si revisaran su casa, tapizada centímetro a centímetro con sus hallazgos. El fallecimiento de su señor sólo puso las cosas en su verdadera perspectiva. Ella mandó siempre.

Desde que dijo que sí en aquel altar barroco en el que, seguramente, contrajeron nupcias, empezó a perfeccionar esa sonrisita tímida (que ni siquiera era parte de su naturaleza), ese deseo de aparentar ante los otros lo frágil y delicada que podía ser. En contrapartida, le fabricaba al esposo el caparazón ficticio del mandamás, el señor Rossell mismo engolosinado con el tinglado, y todos felices con una pareja tan equilibrada.

Aunque a lo largo de los años ella misma llegó a creerse la puesta en escena, tanto fue así, que ahora procuraba sobreponer su delirio con actos de desvalimiento y templanza. Una combinación extraña. Si lloraba por el asunto ese de no ver sus tesoros anclados sobre los muebles, hacía creer a todos que sufría de pura soledad. Y aquí es donde entraba lo interesante. Pendiente de que la estuviéramos observando, se ponía a ver fotos del difunto, luego se secaba las lágrimas, nos sonreía valerosa, y continuaba con su interminable labor de envolver filigranas.

Tanto disimular tenía sus bemoles. La señora Rossell se mordía las uñas hasta sangrar. Era algo que no podía controlar y que deseaba esconder por todos los medios. Cuando salía con sus amigas, esas otras ante quienes repetía su historia ambigua de debilidad y fortaleza, se plantaba unos guantes, de algodón en el verano y de piel de vacuno con conejo en los bordes en el invierno. Era la señora de los accesorios, pues además de ese implemento, y dependiendo por supuesto de la estación del año en que se encontrara, no faltaban nunca el parasol, el abanico, los lentes oscuros, la bolsa, el sombrero, la pashmina, y todo un conjunto de metales y cuentas colgados en diferentes partes de su cuerpo.

Tal cantidad de adornos, que el dolor en sus dedos carcomidos se eclipsaba por momentos. Aunque es bien sabido que no han inventado el artefacto que borre por arte de magia el dolor físico, y ya no digamos el emocional, eso es irse muy lejos. Pero eso la señora ni lo dudaba, ella creía en el poder de las cosas; a más posesiones, menos azote de ningún tipo, ésa era su ecuación filosófica, su religión, podría decirse. Sin embargo, algo pasaba que no le funcionaba del todo. Sentada en el suelo, entre bolsas medio abiertas y periódicos arrugados, una vez dijo:

—Alí, es increíble lo complicada que es la vida. A medida que se hace una más vieja, las exigencias crecen, geométricamente.

En ese tiempo, lo único que parecía colmarla eran sus encuentros con el doctor Mahmood, uno de los anticuarios que traía cachivaches a la casa. Llegaba en una camioneta destartalada, ayudado por dos muchachos descalzos, y bajaba sus originales. En una de esas entregas decapitaron una estatua, pues no calcularon la altura del portal de la entrada. Las mucamas y yo, asomados por la cocina sin que se dieran cuenta, nos carcajeamos de lo lindo ante la escena. El mentado doctor, desconsolado, cargaba la cabeza del ángel exterminador, mientras la señora Rossell corría, levantaba los brazos y gritaba desesperada.

No hubo pegamento para revivir al serafín alado, y como la doña ya había dado un adelanto por el mamarracho, el doctor Mahmood la tuvo que consolar con un querubín nalgón que, levantando una patita, empuñaba un arco de juguete. Frente al doctor, la señora se conformaba con cualquier cosa. Lo que es la escasez. Ya no tenía trato con hombre alguno y como lo propio de una viuda era limitar sus salidas al máximo, algo le veía al anticuario.

Cuando el charlatán acariciaba el contorno de un espejo y le decía que había sido tallado al más puro estilo Luis XV, la patrona se quedaba engarrotada y le brillaban los ojos, todos nos dábamos cuenta, y si el tipo se reclinaba en una chaise longue que había extraído de la casa de alguna familia de rancio abolengo, la señora se regodeaba largamente para sus adentros, quién sabe qué tanta cosa imaginaba.

¡Pobres mujeres! ¡Cómo se pierden en sueños! ¡Que si las conoceré yo, que las he observado tan de cerca! Es extraño, son ellas las que se han quedado prendadas a mi memoria. Los hombres se han ido borrando, poco a poco, hasta perderse por completo, todos parecidos, con sus trajes bien cortados, sus camisas a rayas, las invariables corbatas y mancuernillas, el mismo hombre que se recuerda vagamente. Quizá si hubiera conocido al Pachá hablaría diferente. Por lo que me cuentan, ese señor se plantaba solo; un tipo de carácter, un individuo que resolvía todos y cada uno de los problemas de cualquier índole que le pusieran enfrente. Hasta cómodo hubiera sido servirlo: él decidiendo siempre y yo sólo siguiendo órdenes.

Lo que he vivido es justamente lo contrario, ellos confiados en mí, tan confiados, que hasta el universo laberíntico de sus mujeres me dejaban en prenda. ¡Por favor! ¡Y qué sarta de desquiciadas! Como si el tiempo no hubiera transcurrido, cierro los ojos, y aún las sigo, aún las sirvo, todavía me inclino ante ellas, las admiro y las detesto. Si en algún resquicio del corazón me llegaron a inspirar algo de lástima, lo atribuyo al sufrimiento, al de ellas, por supuesto, el mío es privado, nadie se entera, a nadie le importa. Pero ellas eran como las magnolias del jardín, cuando se abrían, con la llegada de la primavera, todo el mundo las veía, con sus grandes corolas blancas almidonadas hacia el cielo (aunque para mí no había estaciones, estaban abiertas siempre).

Algunas veces las amaba (en un sentido universal, como se puede amar a la humanidad); otras, me exasperaban y hasta llegué a odiarlas. La compasión me embargaba cuando se encerraban en sus habitaciones a llorar desconsoladas. Yo sé que el mentado cuarto cerrado las atraía como abejas al panal, dicen que las paredes rebotan la energía que ahí se vivió. Así debe haber sido, con el maldito reflejo abarcando toda la casa.

Por eso, a decir verdad, llegué a dudar de la realidad de sus desgracias. A veces las veía como títeres que solamente repetían el eco lastimoso de esos muros. Nada más estoy esperando que a la señora Ana no le vaya a dar también el síndrome. Una desgracia anunciada. Eso es animarse a vivir y respirar estos aires. Nadie parece escaparse. Eso ni se lo imaginan cuando llegan, y yo soy el menos indicado para prevenirlas.