Lea

Lea siempre había sido una mujer discreta que intentaba influir lo menos posible sobre las cosas. Desde niña, se acostumbró a que los otros hicieran y deshicieran a su lado, mientras ella veía pasar la vida en su papel de callada comparsa. Parte de su actuación se debía a la madurez que demostró desde sus primeros años, dando la impresión de que la naturaleza la había dotado de ese carácter tranquilo que a todos parecía envidiable. Pero otra parte era resultado de sus vivencias.

Su infancia en Viena, en el gueto judío y en medio de una familia tradicional, la hizo percibirse diferente a los otros, a los “de afuera”, y la convirtió en una chica introvertida que adoptó desde el inicio la sana costumbre de observar. Aunque acudía a la escuela hebrea y su trato con niños se reducía al que podía establecer con los de la comunidad, tomaba clases de piano en la parte católica de la ciudad. Y ahí, en esas incursiones a lo desconocido, en ese intento, a través de la observación, de descubrir su diferencia, fue donde acabó de afianzar la suavidad de sus modales, como si hubiera entendido, desde entonces y para siempre, que hacerse invisible ante los otros resultaba conveniente.

Alta y delgada, con una cabellera tan negra que parecía se la hubiera otorgado la genética solamente para resaltar su palidez, escuchaba la voz de su padre. Lea es una niña muy buena, repitiéndolo una y otra vez, hasta reforzar la etiqueta de bondad que acabó por imponerse en su manera de enfrentar al mundo. Y al crecer, en la clásica rebeldía adolescente, cuando la embargaban sentimientos de rabia o de coraje, aprendió también a reprimirlos para no decepcionar esa imagen paterna que ya circulaba como una patente por el vecindario.

Como no tenía nadie a quien confiarle sus problemas, a solas, casi a escondidas, se desquitaba con el piano, sobre todo con las piezas que conocía de Beethoven. Oprimía con enojo sobre las teclas la Quinta Sinfonía, mientras el padre orgulloso, oculto a su vez en otro lado de la casa, interpretaba los arrebatos como virtuosismo.

Conocer al Pachá, en el barco rumbo a Alejandría, sólo la trasladó de una protección paterna a otra. Emmanuel Mizrachi era la viva imagen de su padre. Ante él, resguardada, seguiría siendo la niña buena que siempre había sido. Soltaba una mano para tomar otra y, desde su llegada a la casa de El Cairo, para no sufrir abruptamente el cambio ni experimentar carencias, entró triunfal el piano de cola, justo detrás de los larguísimos velos de su vestido de novia.

Colocado en una de las salas de estar contiguas a la biblioteca, el piano, su terapia, era un ángel encubierto que la seguía, expandiendo hacia el cielo su gran ala blanca. En el quicio de la puerta, se paraba extasiada a mirarlo. Su nueva vida de casada, las cosas que su cuerpo había aprendido, la gente extraña que, al conocerla, sólo reafirmaba su papel de tierno cordero por la vida, todo podía asimilarse con tan sólo reposar sobre el banquillo reluciente, acariciar el marfil bicolor, aceptar la invitación de esa gran sonrisa abierta.

Esa tarde, al sentarse a practicar como lo hacía después de la comida, recordó los conciertos en Viena, en el salón comunitario de la Herrengasse. Como entonces, hizo una caravana al público imaginario, se enderezó, irguió la cabeza lo más que pudo, e interpretó, inspirada, uno de esos valses que tanto gustaban a la sociedad. Al terminar, recorrió con los ojos la sala vacía de su casa, sólo para percibir un silencio demoledor. Los aplausos hacían eco en su mente como sonido de lluvia que se añora en medio de una cruel sequía. Nadie la escuchaba. Y contrario a lo que pudiera pensarse, se sentía realizada. En la soledad, dueña de sí, lejos de la mirada de los otros.

Al principio, cuando todavía no acababan de decorar la casa y seguían llamando ebanistas para que diseñaran algunos muebles, o gente versada en telas y brocados para la instalación de las cortinas, el Pachá intentó presentarla en sociedad. La vinculó con grupos de señoras que jugaban bridge o que se entretenían organizando fiestas de beneficencia. Sin dudarlo, la veía fundirse alegremente entre las parvadas de mujeres que, ataviadas con vistosos sombreros, vendían boletos a la entrada de las reuniones de señores. Pero estaba en un error. O no conocía a la que había elegido para compartir su vida, o la valoraba mal al igualarla a las guacamayas emplumadas preparando soireés.

Lea se cocinaba aparte.

Los primeros meses, antes del nacimiento de los niños y solamente para halagar a su marido, acudía por las tardes a la alberca del Club Maadi. Ahí, la sección de sombrillas aledañas a la piscina era el lugar favorito de las señoras, sobre todo en los tórridos veranos de esa ciudad enclavada en el desierto. Reclinada en una chaise longue y tomando la limonada que los meseros sudaneses le servían, observaba a las mujeres escudriñar al capitán ojiverde de la Real Armada Egipcia, Moheb Abdel Ghaffar. Eternamente bronceado y muy orgulloso de sus músculos, el hombre hacía todo lo posible por acaparar la atención de las damas, especialmente de las rubias y extranjeras. Y, aunque Lea no era rubia, cuando el Casanova empezó a acercarse demasiado, inventando pretextos para conocerla, ella no volvió a pararse en el sitio. Después se enteró que lo habían nombrado embajador en un país escandinavo, y haciendo honor a su formación religiosa que le impedía desearle mal a nadie, hasta se alegró de que Jehová lo colmara con tales bendiciones.

“Hoy empieza la primera función de cine europeo. Creo que va a estar muy interesante. ¿Vamos?”, le decía el Pachá en otro de sus intentos de socialización.

Por la misma época, un improvisado cine al aire libre se había instalado en los terrenos del club. Se plantó una gran pantalla en una parte alejada del jardín, se rentó un aparato profesional y empezaron a proyectarse películas de moda que se alquilaban en paquete a la Twentieth Century Fox. Lea acudía del brazo del Pachá y ambos se sentaban en la primera fila de una serie de sillas encajadas sobre el pasto. Desde la entrada les llegaba el olor a salchicha y a palomitas de un puesto que, al más puro estilo americano, anunciaba la venta de hot dogs y popcorn.

Una de esas tardes calurosas en que, adormilados, los cinéfilos veían una producción británica intitulada Encore, que consistía de tres historias cortas de Somerset Maugham, un grito terrible se escuchó desde el expendio de comida. Marco, el joven nubio que lo atendía, descalzo sobre un charco de agua, se electrocutó tratando de enchufar una lámpara. Ante la tragedia, el cine cerró unos días, pero Lea decidió no regresar. Para ella, lo sucedido, más que un accidente, era una señal. La superstición le venía de familia y ese tipo de acontecimientos tenía connotaciones que prefería no externar.

En resumen, decidió aislarse.

Los embarazos le vinieron como anillo al dedo, pues podía fingir que estaba indispuesta y quedarse plácidamente refugiada entre las paredes de su casa, mientras el Pachá cumplía solo con los innumerables compromisos a que eran convocados. En ese entonces, además del piano, se entretenía con las prendas que tejía para sus hijos. Empezó con ropones, que muy rápido llenaron baúles enteros, y siguió con chalinas y sobrecamas.

Cuando, además de las cunas, ya había vestido todas las camas de la casa, incluyendo las del servicio, y se encontró con las agujas vacías entre las manos, empezó a destejer algunas. Convencida de la imperfección de ciertos nudos o de alguna desafortunada combinación de colores, no dudaba en desbaratar de un plumazo todo su trabajo. Jalaba el hilo levantando y bajando el brazo derecho con rapidez y el tejido acababa en el suelo, formando una gran loma de estambre. El desecho, manipulado a su vez por los dedos afanosos de sus mucamas, se reintegraba, sin pena ni gloria, al arcoíris de madejas del canasto de costuras.

En camisón, con el pelo suelto como una cascada sobre los hombros, cabizbaja y ensimismada, perdía la mirada en ningún lado, como si mirara el tiempo, esfumado en el extraño proceso de tejer y destejer en el que voluntariamente se había embarcado. Una moderna Penélope, sin pretendientes que engañar, ni sudario para ningún rey que aún no había fallecido, o esposo ausente al que hubiera que esperar veinte años. Apertrechada en su casa por convicción, como en una Ítaca sombría, desierta, y alejada del rugido de las olas.

Aunque así como la casta y fiel mujer de Ulises, tejiendo y destejiendo, en un afán inconsciente de construir, para luego destruir, de avanzar en el tiempo para intentar regresarlo. En el islote entre dos mares, solitaria, Penélope intuía que terminar aquel sudario significaba llegar a la entropía, al eterno retorno, al caos y a la muerte. Lea, por su parte, jalaba con desesperación de aquel hilo para aniquilar, en lo posible, el angustioso pasar de los días. Al cabo de algunos meses, con los niños ya fuera de sus cunas y los minúsculos vestidos donados a la caridad, veía entrar y salir a su marido, mientras percibía con horror, en la multitud de espejos que había por la casa, alguna nueva arruga en su rostro o el brillo plateado y furtivo acrecentándose en sus sienes.

“Hoy me volvió a preguntar por ti madame Salgo. Dice que cuándo puede venir a tomar el té, que tú decidas el día”, dijo el Pachá en una de esas incursiones.

Lea la había conocido en la alberca del Club Maadi. Era una mujer taciturna y excéntrica que se salía de todos los parámetros. Si el grupo de señoras ahí reunidas se vestía de colores claros porque en verano el calor así lo ameritaba, ella aparecía vestida totalmente de negro. Si todas tomaban las famosas limonadas del club que les servían adornadas con una pequeña sombrilla japonesa, ella bebía dos o tres martinis al hilo, que pedía con una banderilla retacada de aceitunas. Si hablar de gente y de lugares comunes era la única diversión en esos convivios, ella soltaba dos o tres frases incendiarias que dejaban helada a la concurrencia.

“La mujer es un ser de cabellos largos e ideas cortas”, decía parafraseando a Schopenhauer. Luego se quedaba callada, observando la reacción entre las damas, e intentaba suavizar el impacto entre las pocas que parecían haberlo entendido, agregando “lo dijo un alemán, bastante amargado, por cierto”.

Desde la primera vez que coincidieron en el club, Lea y madame Salgo establecieron una alianza sin palabras, una especie de complicidad que se hizo evidente a través de ciertos gestos.

“La felicidad es la antesala de la felicidad”, dijo una vez la Salgo, sin mencionar al autor que hubiera elaborado tal concepto, y Lea, impresionada con la frase, a punto de las lágrimas, le acarició la rodilla por debajo de la mesa.

Ésa era precisamente su historia; esperaba la felicidad, y mientras lo hacía mataba el tiempo en ese pedazo de jardín aderezado de parasoles. Perdida en el conciliábulo de ociosas, sólo Madame Salgo parecía entender su situación: el enorme andén y la gigantesca sala de espera en que su vida se suspendía.

¿Qué sigue?, a veces se preguntaba, en esos momentos muertos en que observaba el pasto, la superficie de la mesa, los vasos con bebidas perlados de gotas, los zapatos femeninos, algún insecto que provocara escandalosos gritos entre las asistentes. ¿A dónde me lleva todo esto?, desesperaba en secreto, durante los inacabables segundos en que las caras de las mujeres se expandían ante sus ojos; cabezas de papel maché desfilando en carnaval siniestro.

Alejada del parloteo, como si flotara por encima de aquel festín, llegaría después a su casa, solo para constatar que todo estaba imbuido de la misma sensación de espera; los rostros de la servidumbre repetían cada día los mismos movimientos; los muebles y objetos, más pesados e inamovibles a medida que transcurrían los meses y se cubrían del polvo de la decadencia; durante las comidas de los niños, las nanas enarbolaban enhiestas cucharas repletas de papilla, que los chicos invariablemente escupían; el marido, en el engaño de su frenética ocupación, pensaba que ella compartía su mundo, su prisa por hacer, equiparándola en su ilusión a las esposas de sus amigos, aquellas mujeres chismosas y apoltronadas. Creyendo, para su conveniencia, que la actitud ausente y casi volátil de su mujer era el indicio inequívoco y la inconfundible fachada de quien se sentía satisfecha de estar viva.

Por el comentario del esposo, Lea se daba cuenta de que madame Salgo, además de seguir asistiendo a los eventos sociales, no olvidaba la empatía silenciosa que se había establecido entre ambas.

“¿Cómo está? ¿Sigue igual de delgada?”, preguntó, tratando de matizar la inquietud que le provocaba recordar las cosas bizarras que la mujer decía y que a ella la instalaban, de golpe y porrazo, en lo que solamente podía definir como ignominia.

El Pachá hizo un ademán afirmativo, sonrió irónico, y la dejó envuelta en esa nube de tensión que se configuraba a su alrededor, como si brotara de su cabeza, cuando pensaba en esa amiga tan distante y, a la vez, tan cercana. Distante, porque hacía meses que no la veía; cercana, porque cuando la recordaba estaba ahí, justo a su lado, y ella podía entender su dolor a cabalidad. Desde que se desató el escándalo, pensó, desde entonces.

Emre Salgo, su marido, se había enredado con madame Paschkes, una viuda eslovaca de buen ver. La viuda, ajena a pudores y recatos, se mantenía impávida ante los comentarios sobre el estado civil de su amante. El resultado: una avalancha de habladurías mordaces de parte de todas aquellas que aborrecían a la engañada sin hacérselo notar. Como no perdonaban su diferencia, disculpaban al adúltero. Hasta lo compadecían. Pobre señor Salgo, repetían entre risitas, con esa bruja a su lado, ¿qué le queda? Además de insoportable, horrorosa, ¿han visto qué flaca está?

Efectivamente, la última vez que Lea la vio, se llenó de compasión. Madame Salgo apenas se mantenía en pie. Los martinis habían aumentado, tenía unas ojeras más negras y profundas que si se hubiera dormido sin desmaquillar, y las clavículas le salían del pecho como ganchos que no pertenecieran a su cuerpo. ¿Cómo era posible que se ensañaran así? Su apariencia no era para menos. Una pasión de venganza la embargaba y le quitaba el sueño. Pero ella nunca pensó que ésta llegaría de manera tan inesperada.

A Emre Salgo lo atropelló un camión de redilas a la salida de una de esas fiestas en las que bailaba acaramelado con madame Paschkes, y contrario a lo que creía desear, la Salgo cayó en la más profunda de las depresiones. Los meses que siguieron al accidente no hubo paliativo que aligerara su pesar, y aunque el sacerdote de la iglesia católica en Nahda Street la visitaba casi todos los días, convenciéndola de acudir por las tardes a misa de seis, sus consejos sobre abstención y autosacrificio no le sirvieron de nada. Nadie imaginó siquiera lo que sucedería después. Con el té que se tomarían postergado para siempre, la desaparición de madame Salgo cayó sobre todos como balde de agua fría.

Ante lo que consideró una flagrante injusticia, Lea solamente ahondó su aislamiento, que ahora afianzaba, llena de asco y desdén hacia el mundo. Después de la tragedia, por meses, aborreció al señor Salgo, que decían ya se había recuperado y planeaba, con todo cinismo, su boda con la eslovaca. Tan sólo de pensar en él, sentía un desvanecimiento e inmediatamente tenía que recurrir a sus sales revitalizadoras. Como no podía comentar con nadie más su coraje, el Pachá tenía que escucharla, día tras día, e intentar convencerla, lleno de paciencia, sobre otras posibles vertientes.

“Así son esas cosas. Uno nunca sabe qué sucedía realmente en ese matrimonio. A lo mejor madame Salgo tenía su lado oscuro, algo que ni nos pasa por la mente. ¿Por qué insistes en que puede estar muerta? Quizá esté de maravilla en otro país rehaciendo su vida. ¿Qué tal si el papel de víctima más bien recaía en Emre?”

Pero nada la calmaba, y el tema seguía atormentándola, a un grado tal que al Pachá ya le parecía enfermizo. Para sacarla de su obsesión, se le ocurrió echar mano de métodos menos ortodoxos. Una tarde llevó a la casa, inesperadamente, a Moustafá Moyine al-Arab, un diplomático retirado, y a su esposa inglesa Grace Weigall. Los había conocido en un evento de la Asociación del Árbol, una congregación que defendía ardientemente la flora y la fauna de Maadi, de la cual eran presidentes. Además de otorgar el donativo y escuchar sobre los viacrucis que padecían los burros y algún perro callejero del vecindario que hubiera sobrevivido al exterminio religioso, se enteró que la pareja creía firmemente en la vida después de la muerte. Al calor de los gin and tonics, uno de los miembros de la asociación, en una plática lateral, le describió con lujo de detalles cómo se asesoraban de guías espirituales para favorecer la ayuda desde el más allá.

En esos tiempos en que el contacto Oriente Occidente era casi nulo en cuestiones de índole metafísica, le contó cómo habían convivido con una serie de gurús y de sabios de la India. Aquellos seres extraños, vestidos de anaranjado y desplegando largas y enmarañadas cabelleras, eran invitados por los Moyine desde lugar tan remoto, e instalados por largas temporadas en el pequeño chalet que tenían en su jardín.

“Si yo le platicara —decía el tesorero con impaciencia— todo lo que hemos tenido que hacer para que los espíritus nos otorguen sus dádivas.”

Desde los cuarzos colocados de cierta manera en la mesa del presídium, hasta los abrazos prolongados que los integrantes daban a los árboles para llenarse de energía, los rituales abundaban. Y aunque el Pachá no era precisamente un creyente, le divertía tan sólo pensar en aquel espectáculo. Como la Cábala, pensó, lleno de laberintos invisibles...

—Bueno, y aparte de proteger a las plantas y ayudar los animales, también deben asistir a la gente, ¿no es así? —le preguntó al socio, adelantando ya una jugada que entonces le pareció conveniente.

—¡Claro! —respondió de inmediato el quejumbroso encargado—, a veces, de las juntas de la asociación, se van a sus otras juntas, esas en las que, según me he enterado, hasta limpias hacen, con hierbas, bebedizos y todos esos menjunjes.

Así fue como, sin saber exactamente de qué manera iba a funcionar aquello, el Pachá ya tenía sentados a los Moyine en la sala de su casa, mientras Lea los miraba desconfiada, sin pronunciar palabra.

—Diles, Lea, cuéntales de madame Salgo, ellos pueden interceder para que ella decida comunicarse contigo, viva o muerta —le dijo suavemente, con la secreta convicción de que aquello no era más que un paliativo, una especie de placebo psicológico que, con algo de suerte, lograría sacarle de la cabeza tanta telaraña.

Lea no dijo nada, sólo se embarcó en un llanto largo y copioso, que acabó secando en el regazo de Grace.