Dalida
Con una pañoleta cubriéndole la cara, Lydia se balancea sobre un burro en un pueblo perdido en el desierto. Acompaña a Henri Ayrout, un sacedote que predica la palabra de Dios. La joven toma fotografías e intenta capturar la miseria y desolación a su alrededor. Las imágenes serán utilizadas después por el padre Ayrout, en sus campañas de recaudación de fondos realizadas entre los ricos de Maadi. Es la época del año en que el khamsin arrecia, esas marejadas de arena que el viento subleva y arrastra desde lo más profundo del paisaje desnudo. Pero a ella no le importa, nada le incomoda más que quedarse estacionada en su mundo burgués, cruzada de brazos, inútil testigo de otro tipo de tormentas, esas que mueven la rabia y sacuden el letargo de siglos.
Deambulaba desde hacía días. El sacerdote es un pretexto, alguien que la ayuda a escapar, con sus frases de amor al prójimo y sus historias del Cristo niño cuando fue llevado a Egipto. Escapaban de Herodes, sobre el lomo de un burro, como vamos ahora nosotros, lo oye decir. Pero ellos, en medio de ese desierto y de las tolvaneras, no van a ningún lado, ni pueden escapar de nadie. Sólo son seres marginales que repiten y escuchan palabras que se lleva el viento. En ese país, ella sabe, nada se altera. Los cantos de las mezquitas pulverizan todo. El padre es un forastero lleno de ilusiones. Cualquier competencia está aniquilada de antemano. Él habla; ella observa. Él sueña; ella ve la vida. Entonces, ¿por qué anda errante por esos caminos de arena y olvido? ¿En qué momento decidió vencer las rejas de su jaula de oro?
Todo empezó cuando el Pachá, por primera vez en su siempre regulada existencia, perdió la brújula. Toda una vida construyendo un futuro, para luego destruir, una a una, sus edificaciones. El hombre empuja un dedo sobre los naipes erguidos y éstos caen sin peso y sin sonido, o toca una ficha de dominó y desencadena el cataclismo; la fila de tabletas bicolores doblegándose sin fin, blanco-negro, negro-blanco, blanco-negro, con fuerza, con vigor creciente.
¿Perdió la brújula o la brújula lo perdió a él? No se puede saber con precisión. El mundo a su alrededor se desmorona. El clima político y las negociaciones con los británicos están enrarecidas. La chusma prende fuego a cafeterías, cines, establecimientos comerciales, hoteles, y algunos ingleses mueren en el incendio del Club Turf en Maghrabi Street. La frase “Arde Cairo” se convierte en referente obligado. Además, muchos de sus conocidos huyen del país, sobre todo los judíos, que habían acumulado fortuna en Egipto, cuando en Europa eran perseguidos. Ahora, el escenario es otro. El rey Farouk se sostiene sobre una tela de araña, las revueltas continúan y los muertos suman centenas. El hambre del pueblo cierra el puño, lo blande en el aire. El privilegio es un condenado a muerte.
Y él, que pretendía amurallarse en los confines de su edén privado. ¿Lo lograba, aunque fuera un poco? ¿Servía de algo evitar mencionar nada delante de los hijos, desaparecer aparatos de radio para que no se enteraran de lo que sucedía? Él lo creyó así. Durante meses, la relojería en su Olimpo orquestado siguió funcionando: tic tac, el mayordomo con su levita a rayas; tic tac, las sombrillas alzadas a la hora del té; tic tac, los caballos recién alimentados, la cocina humeante, los hijos bien peinados, Lea vestida de encajes... Tic tac, tic tac... Después de todo, eso era lo importante, que lo suyo no se trastocara. Lo de afuera entraba en el terreno de lo impredecible, un control que a él no le correspondía. Pero la negra mancha seguía creciendo, trasminándose, independiente de sus esfuerzos, inundando calles y ventanas, oídos y miradas.
Eran dos vertientes. Una encima de la otra. Pero el Pachá reconocía eso aún menos. El problema social, sólo eso. Lo otro, lo de su vida privada, existía únicamente para él. Sin embargo, la mancha humedecía los muros, las enredaderas, los faldones de las cortinas, las suelas de los zapatos, las sonrisas desarticuladas de la servidumbre, las sales de olor siempre escasas para las angustias de su esposa. Una mancha pública que todos sufrían y comentaban tras bambalinas; en las cada vez más escasas fiestas y reuniones, en los baños de vapor de los clubes deportivos, en las caminatas matutinas convertidas en cónclaves secretos. Y una mancha privada que el hombre tenía que manipular, encubrir y maquillar, a pesar de tenerlo anegado por dentro.
Se había enamorado.
En sus viajes de negocios a Alejandría, recorriendo el mismo camino accidentado que transitó tantas veces cuando pretendía convertir a Lea en su esposa, encuentra a Dalida. La conoce en una de esas reuniones de señores en que se habla de materiales de construcción y de calados marítimos. Con un mechón de pelo cobrizo sobre la frente, ella apunta cifras en una libreta que recarga sobre una bolsa de piel de cocodrilo. Cuando levanta la vista para preguntar un detalle que se le había escapado y lo mira de frente, el Pachá sabe de inmediato el curso que de ahí en adelante tomará su destino.
Esos ojos verdes.
Fulminado, no vuelve a escuchar ningún número, ninguna propuesta, la gente misma se borra del entorno, y él se deja sumergir en la corriente esmeralda de esa mirada, cuyas aguas cristalinas le prometen tesoros escondidos y espacios plagados de gozo. Inmerso en la maravilla, ese día regresa del puerto encandilado. El camino, lleno de baches y de tumbos, de animales atropellados a la vera, de gente en cuclillas desahogando urgencias, lo llenan de una emoción que creía olvidada. Los ojos verdes de Dalida pulsaban en su bajo vientre, en su pecho, en sus labios, en cada uno de sus poros.
El resto es historia conocida. El hombre se enreda en los tentáculos de Medusa, no razona, no planea, ni organiza meticuloso sus afanes. Mucho menos imagina las consecuencias. Todo pierde volumen, coherencia, y la testosterona es un tropel de caballos salvajes que lo llevan, sin darse cuenta, cada vez más lejos en su carro alado. Lo que acontece en su vida cotidiana deja de importar, es una hoja seca amartelada entre las páginas de un libro. Los problemas, estribillos menores en la sinfonía mayúscula, esa donde resalta cual nota grandilocuente la geografía bendita del cuerpo de la amada. Y exactamente así como el dinero sale siempre de su escondite, al Pachá le fue imposible construir dique o presa para contener el torrente. El amor estalló en fuego de artificio sin tomar en cuenta al mundo que se escandaliza siempre de sus excesos.
Siempre disciplinado, moral, intachable, no contó con esa realidad. El amor desata todas las cuerdas, todos los nudos. En su vida regulada, en esa que él creía planear hasta el último detalle, no imaginó jamás verse secuestrado por un sentimiento tan avasallador. Algo que nunca había experimentado. No así. Una emoción que parecía ilimitada y en la cual no podía intervenir. Con Lea, el amor había sido una dulce llovizna en donde el arcoíris aparecía a la distancia, radiante y maravilloso. Con Dalida, una tormenta monzónica, bajo cuyos arrebatos moría un sol lleno de furiosos matices. Lydia fue la primera en enterarse; una carta, la indiscreción de una amiga...
La amante de su padre, esa “cascos ligeros” que veían pasear de su brazo por el malecón del puerto, era una mujer cuyo marido había repudiado para desposar a otra más joven. El hombre le dio a elegir: aceptar a la nueva esposa dentro de la casa o salirse de ella. Como era la costumbre, los hombres tenían derecho a cuatro esposas, aunque en la mayoría de los casos se quedaran con una sola. ¿Los motivos? Económicos las más de las veces, considerando, sobre todo, otra de las costumbres imperantes que consistía en darles a todas exactamente lo mismo: vestido, comida, aposento, regalos, besos y cópulas (difícilmente la misma pasión, con la ventaja de la invisibilidad de los sentimientos, que nadie puede pesar, ni medir, ni llevar registro).
Dalida había optado por lo segundo, ya no dormir en el lecho del hombre itinerante (un día mío, otro tuyo, todavía con tu olor, mío, y con el mío, tuyo) y retirarse de la escena. En clases adineradas, como era el caso de su familia, las mujeres preferían marcharse cuando se veían en tales circunstancias. Con una herencia considerable y negocios que el marido en fuga ya no manejaría, tuvo que actuar en consecuencia, y aunque era mal visto que cualquier mujer se ocupara de asuntos de dinero, darle un carpetazo a los prejuicios.
En la batalla, no imaginó encontrar tan pronto un hombre. Como mujer despreciada que era, su autoestima había sufrido estragos, así que los galanteos de un señor tan respetable como era el Pachá le cayeron literalmente del cielo. No lo pensó dos veces, ni sintió ningún remordimiento. Cuando se dio cuenta de que Emmanuel Mizrachi estaba rendido a sus pies, empezó a coquetear sin demora y a asegurarse de que él entendiera lo más rápido posible que aceptaba de lleno sus tímidos avances. La esposa de su enamorado sería otra versión, entre tantas, de lo mismo que ella había sufrido.
Para el Pachá, las reuniones en el puerto se incrementaron de la noche a la mañana. Ver a Dalida se convirtió en la prioridad número uno de su existencia. Al principio se conformaba con tomarla solamente de la mano. Durante semanas agradeció arrobado el gesto que entonces le pareció tan pródigo. Cerraba los ojos para sentir sus dedos alargados y las uñas decoradas, el gentil batir de su pulso, el vértigo de su temperatura. Cuando los abría, aspiraba sin recato su perfume de mujer, las especies orientales amalgamadas con el sudor (que a él le parecía celestial), y se hipnotizaba con los reflejos tornasolados de su larga cabellera ondeando con la brisa. Dalida bajaba la vista y sonreía pudorosa, sabedora del efecto preciso que esa actitud podía tener en cualquier hombre. Así daban largos paseos a la orilla del mar, ella platicando de su infancia en Alejandría y de los cambios sufridos por el malecón a través de los años y él dejándose llevar prácticamente como un sonámbulo.
Aunque en Egipto las cosas iban de mal en peor, el Pachá mentía en su casa y en su círculo de allegados sobre la naturaleza de los pujantes negocios que realizaba en aquel sitio. Todos lo consideraban un afortunado, una excepción a la regla en esos tiempos de recortes y rencillas, de conflagraciones mundiales que atravesaban el mediterráneo. Sólo Lydia lo miraba con recelo. ¿Qué imagen del padre tenía ahora? ¿Quién era ese mentiroso que se sentaba a la mesa y besaba a Lea en la frente después de cada comida? ¿Cómo se atrevía, después de visitar a la puta del puerto?
Con el estómago revuelto, lo imaginaba en escenas íntimas que su mente juvenil revestía del más alucinado erotismo; Dalida, vestida de bellydancer, con un corpiño morado recamado de lentejuelas, el velo sobre la boca y las manos recubiertas de tatuajes, seduce al padre. La mujer mueve el vientre despacio y se acerca a su presa. Se retira después en movimientos ondulantes, parecidos a los que haría una cobra amaestrada, sólo para volver a arremeter con su arma infalible. El olor de su cuerpo se esparce por toda la habitación. El traidor, totalmente embrujado, acerca las manos trémulas, abre la boca sin darse cuenta, tiene los ojos brillantes de lujuria.
Luego volvía a la realidad y pensaba en su madre. Lo que más le dolía era su inocencia, la frágil resignación con que enfrentaba los días en aquel desorden de vida. Por eso precisamente había ido a buscar al sacerdote. ¿Debía decirle a Lea, abrirle los ojos? Y por eso también había decidido iniciar esa peregrinación en el desierto, para olvidar la traición y establecer un compás de espera que calmara el torbellino que la cimbraba por dentro. En el balanceo sobre aquel burro, con los ojos ciegos de arena, el corazón se le atasca. El abandono del padre no tiene nombre. No hay perdón que valga. Las palabras del sacerdote, repetidas hasta el cansancio entre dunas y médanos que no se acaban nunca, se las lleva, íntegras, el flagelo del viento.