Jonás
Si le dijera a la señora Ana lo que me contaron del Pachá Mizrachi, esta casa perdería el equilibrio en el que está asentada. Hace mucho que no me pregunta nada, pero sé que sigue averiguando. El otro día entró al cuarto cerrado. Me enteré porque, en un descuido mío, se apoderó de la llave y luego fue a ponerla en un sitio donde no estaba originalmente. Como no queriendo la cosa, le pregunté, enseñándole el llavero, si ella lo había encontrado el otro día que se me perdió, pero ella fingió demencia. Aunque, por la cara que puso, se veía sincera y lucía más bien como alguien que no está enterada de sus propios pasos. Un problema de memoria o de doble personalidad. Algo así. Aunque puede tratarse de lo mismo de siempre. Los problemas de locura que esta casa catapulta. Lo más seguro es que ni siquiera sea realmente culpable. Pero de que fue ella, no hay duda. Nadie más pudo haber dejado esas huellas sobre el polvo y los muebles destapados de tal manera. Debe haber salido con prisa, pues las sábanas quedaron tiradas y hasta pisoteadas por el suelo. ¡Qué insistencia la de esta damita!
Sí, señora Ana, ese cuarto tiene gato encerrado, aunque más bien se trate de un tigre, hasta de un león, o de algo mucho más apabullante, pero, sépaselo de antemano, que si por mis labios usted se entera de algo, su discreción tiene que ser total, se lo digo con toda seriedad. Así le diría, si pudiéramos hablar claramente. Y cuando ella preguntara la razón de tanto misterio, le contaría que, muchos años antes de mi llegada, un mayordomo intentó envenenar a sus patrones.
Jonás, así se llamaba, como el del cuento de la ballena, con la diferencia de que este Jonás, contrario al del personaje de la historia, no intentó salir nunca del vientre profundo que lo había engullido. No duró ahí solamente tres días y tres noches como el auténtico. Más bien se regodeaba en la oquedad a la que había sido destinado y quería perpetuarse, sofisticando sus motivos y sus maniobras. Tanto que, si alguien hubiera intentado desenmascararlos, removería solamente fango y podredumbre, justo como el agua turbia del estanque. ¡Pobres pececillos dorados! ¡Esos jardineros son un escándalo! En los tiempos de Jonás, seguramente todo era nuevo, recién estrenado, y hasta la sucia pileta refulgía de tan pulcra. Así es de injusto todo en esta vida, uno que se esfuerza tanto y le vienen tocando los deshechos, y ese asesino a sueldo, ese mercenario, regodeándose en la belleza inmerecida.
Sí, exacto, era el mayordomo del Pachá, le dejaría claro desde el principio para que el gran signo de interrogación que le surcaba en la frente amainara. Tan pronto acabaron de poner el último ladrillo, el ingrato se instaló en los controles de la casa e inmediatamente se convirtió en los ojos y las manos, y hasta en la voluntad de repuesto del señor.
Mire usted, no había tarea de cualquier índole que Jonás no pudiera cumplir. Si las palmeras de más de veinte metros de altura tenían que ser desmontadas y trasladadas desde un lugar muy lejano, él se encargaba; si los caballos tenían que reproducirse y había que inventarles el ambiente propicio para que se aparearan, él lo articulaba. Cuando los sobres y las hojas de la correspondencia debían llevar el escudo familiar resaltado en polvo de oro de veinticuatro quilates, él explicaba las minucias al impresor. O en caso de que el matrimonio quisiera sorprender a sus invitados con un platillo de percebes acomodados de tal forma que semejaran un pulpo viviente, él conseguía los bichos marinos y le daba ideas al cocinero sobre la disposición de los tentáculos. Así ad infinitum, con el Pachá totalmente satisfecho ante el curso feliz que Jonás daba a sus múltiples deseos.
Pero bajo el barniz de eficiencia y productividad del fulano, burbujeaba una naturaleza impredecible, una tendencia maldita que sabía mantenerse escondida en el gesto solícito y presto, en el ceño fruncido y caviloso cuando tenía que resolver una encomienda, en la ternura fingida con la que se dirigía a los niños. En suma, en lo más inaccesible de su alma. Sí, señora, luego suceden esas vainas. Caras vemos...
Me cuentan que, por mucho tiempo, los Mizrachi fueron un ejemplo de felicidad. Si hubieran participado en un concurso de buenaventura, ellos seguramente habrían ganado todos los trofeos. Claro, si existieran esos concursos. Ningún requisito les faltaba: salud, dinero, inteligencia, belleza. Según dicen por ahí, la esposa tenía la piel del color de las azucenas, y los niños, madejas de bucles rubios que brillaban como joyas preciosas al contacto con el sol. Luego la casa, nueva y hermosa, el jardín echaba sus primeros brotes, el Pachá siempre entusiasmado con sus proyectos. Si algún desconocido hubiera visto desde la verja a sus hijos correteando sobre el prado, con las mejillas arreboladas y el corazón batiente, seguramente habría pensado que se trataba de dos pequeños príncipes que se escabullían presurosos de un cuento fantástico. ¿Qué más puede pedir cualquier hombre? Pero así son las cosas. Cuando todo parece perfecto, algo sucede.
Y yo sé que en este punto la señora Ana se pondría muy alerta. Por la expresión de su rostro, se haría obvio que el asunto de la felicidad es lo que menos le importa. Su búsqueda de la hilacha más negra saltaría a la obviedad más obvia, valga la redundancia. Pero como yo no soy ningún retardado para dejarme llevar y despepitarle lo que no debe salir de mi boca, me dedicaría a empujarla por la tangente, enumerándole la cantidad de problemas sociales que sucedieron entonces. Todo ese asunto de los pobres alebrestados contra los ricos. Lo de la inestabilidad del Rey, con la masa enardecida que lo quería derrocar. Lo de los desaparecidos, esos vivos que sobresalían de la chusma y que, de un día para otro, se esfumaban en el desierto. Y de ahí, por lógica, saldría luego el odio de Jonás, que se tomaba muy a pecho la mentada lucha de clases y se transformaba, sin dudarlo ni un instante, en el extraño revolucionario que debe haber sido.
Todo un coctel de incongruencias. Aunada a su genética sombría, la cabeza rezumbando de ideales, y por si esta molotov fuera poco, la apariencia de solemne lacayo, con sus níveos guantes blancos y su levita almidonada. Jonás era una de esas personas que se transfiguran de la noche a la mañana. Si el tiempo que tenía de servir al Pachá le inspiró algo de lealtad, con un cambio en los acontecimientos él se dejaba llevar con la pasión de un colegial. Tenía la mecha muy corta, como diría mi tía Hoda. Más bien de corazón sin memoria, diría yo, porque mire que hacerles caso, así nada más porque sí, a la sarta de inconscientes que andaban por ahí, y olvidar lo recibido en esta casa, me parece el colmo de la ingratitud. Esto último se lo soltaría, por supuesto, en calidad de moraleja.
Bueno, pero de todo hay en este mundo. Yo que hubiera dado la mano derecha por servir al Pachá y este ballenero lo despreció. Y no sólo eso, ¡atentó contra su vida!
Y aún hay más, seguiría llevándola de la mano por los caminos del hombre siniestro. En esa época tan volátil, una de las mucamas era su esposa. La había traído de su país de hambrientos. Niños de vientre abultado y mirada de desmayo era toda la información que seguramente les llegaba de tales mazmorras. Jonás mismo, uno de esos desgraciados. Descalzo, insolado, batido de lodo en callejones inmundos, así debe haber transcurrido su infancia. Por eso hay que escarbar un poco en el pasado de las personas, entender de dónde vienen sus rencores. La pobre Nacima, un pobre perrito apaleado. Jonás jalaba de la cadena y ella se enternecía hasta las lágrimas cuando le aventaba cualquier hueso. Y la desdichada mujer sale a relucir solamente por un asunto que es importante que usted se entere. Llegó para sustituir a otra mucama que Jonás había mandado atropellar. Con un carro de mulas, sí, le pagó al propietario para que fingiera un accidente. Esa barbaridad, cometida por el hombre sólo para dejar el puesto libre. Así de enredado el asunto, imagínese usted nada más, si este caníbal era capaz de hacer arrollar a alguien.
En la situación del país, y a pesar de que las conspiraciones eran el pan de cada día, del último que hubiera desconfiado el Pachá era de Jonás; justo al revés, en su educada inocencia, le pedía que lo tuviera al tanto de todo lo que se platicaba en el sótano, donde vivía entonces la servidumbre, y por si esto no fuera ya el acabóse de la buena fe, le pedía también que vigilara a Lydia, la hija (en ese entonces rayaba en la adolescencia). Por lo que se rumora, a esa niña le acabó entrando el demonio. Las buenas costumbres no le sirvieron de nada.
¡Pero qué increíble lo del tal Jonás! ¿No le parece, señora?, la haría partícipe del enredo, aunque ella solamente me mirara con los ojos muy abiertos. Además de coordinar reuniones en que se planeaban con lujo de detalle los pormenores para activar la revolución, juntaba a Lydia con la gentuza. Según dicen, hasta hierba mala conseguía a la heredera. ¡Inaudito!
Y ahí fue precisamente donde empezó el complot del envenenamiento, aunque, como era lógico, a la muchacha no le contaron nada de semejante locura y sólo le hicieron creer que ayudaba en la revuelta. Les resultaba invaluable proporcionando información vital, íntima e inaccesible, esa que ni el mismo Jonás, con todos sus engaños, hubiera sido capaz de obtener. ¿Con quién hablaba su padre en las fiestas cada vez más escasas? ¿Qué platicaba con ella y con su madre cuando se encerraban en la biblioteca? ¿Por qué se quedaba el Pachá mirando al vacío durante horas y olvidaba la serie inacabable de proyectos que lo caracterizaban? Cuestiones así, que el maléfico montaballenas convertía en estrategia de guerra y cuchicheaba luego con sus secuaces. Eso es básicamente lo terrible que sucedió, concluiría. Bueno, eso es de lo que la señora Ana podría enterarse, si yo le contara. Hasta ahí nada más.
El envenenamiento, añadiría al final, para no dejarla en ascuas y calmarle sus ansias de detective, nunca se llevó a cabo. Así le dejaría la libertad de imaginarse el desenlace; o no consiguieron el veneno adecuado, o lo consideraron muy riesgoso, o el Pachá se vio alertado sobre tan aberrante posibilidad y tomó medidas, o Jonás fue expulsado del cómplice vientre de la ballena, escupido como bagazo inservible, por un Dios que claramente no discriminaba entre buenos y malos (y muy a pesar suyo, porque se encontraba instalado allí a sus anchas) o cualquier otro obstáculo para perpetrar el crimen que su mente afiebrada elucubre en ese momento.
—¿Y qué pasó en ese cuarto? ¿Por qué lo mantienen cerrado? —osó volver a preguntar el otro día.
Yo solamente la miré y me encogí de hombros. Estoy cansado de platicar con ella sin que se dé cuenta siquiera.