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Tharkad
Mancomunidad Federada
19 de junio de 3055
El día que Melissa Davion tenía que morir amaneció como cualquier otro para Karl Kole. Sacó un paquete del congelador y lo metió en el microondas. El asesino miró el interior de la caja que había escogido y sonrió al ver las crepés de salchicha, uno de sus platos favoritos.
Después de desayunar encendió el ordenador, echó un vistazo a las noticias del fax y se metió en la ducha. Intentaba no gastar demasiada agua a pesar de saber que no tendría que pagar la factura. Como de costumbre, tendió la toalla húmeda en la puerta del baño y se puso unos vaqueros, una camiseta, la parka y una gorra para resguardarse del frío.
Sin apagar el ordenador, Karl cerró la puerta del piso cautelosamente, salió del edificio a la hora de siempre y subió al autobús de siempre. Allí sentado, observando el vaho de su aliento en el aire glacial de la mañana, asentía mirando a los demás viajeros. La mayoría ni siquiera advirtió su presencia, pero una mujer mayor le sonrió. Karl le devolvió la sonrisa y se echó hacia atrás en el asiento.
El viaje a Freya, como de costumbre, transcurrió rápidamente y sin incidentes.
El elevado estado de agitación del señor Crippen no le sorprendió nada, pero Karl no esperaba encontrar a su jefe esperándolo en la puerta.
—¿Dónde estaba, Karl? ¿Ha olvidado qué día es hoy?
—No, señor, no lo he olvidado —contestó Karl con una inocente sonrisa—. He salido de casa tan deprisa que se me ha olvidado traer la comida, señor.
Pese al frío que hacía, Crippen tuvo que secarse el sudor de la frente.
—Bueno, si hace bien su trabajo le compraré la comida. Su función es la más importante en la preparación del banquete, ¿sabe? Tiene que trasplantar cuatro mycosia pseudoflora y asegurarse de que están en el centro de acogida al mediodía.
—Sí, señor. Haré un buen trabajo, señor.
Crippen le hizo una señal con la mano para que se fuera.
—Entonces váyase, hombre.
Karl Kole asintió y se dirigió al almacén. Aunque se alejó más de lo normal, el resto de la plantilla ya estaba acostumbrado a sus ociosos paseos. Además, todo el mundo estaba ocupado preparando cien centros de mesa para el banquete de la biblioteca Frederick Steiner Memorial y, de no haberlo estado, habría pasado igualmente desapercibido.
Cuando llegó al fondo del almacén, donde se guardaban los productos viejos y los maceteros rotos, el asesino se arrodilló. Examinó la zona con sumo cuidado y se aseguró de que nadie lo había visto. Apartó un viejo cartel publicitario y apareció una caja con cuatro maceteros de cerámica con tiestos de caucho. Tomándola en brazos como si se tratara de una caja sin importancia, el asesino se transformó de nuevo en Karl y se dirigió a su banco de trabajo.
Los agentes de seguridad de Melissa Steiner-Davion eran muy buenos. Desde el momento en que aceptó el trabajo de matarla, empezó a estudiar reportajes sobre ella. Sus guardaespaldas la protegían tan bien que sólo un loco podía acercarse lo suficiente para matarla, y esas oportunidades sólo se daban cuando Melissa se metía entre la multitud para saludar a sus súbditos. Además, esto ocurría en contadas ocasiones y siempre por casualidad. Dispararle a quemarropa era otra forma de matarla, pero el riesgo de ser detenido le había hecho desechar la idea enseguida.
Un disparo a larga distancia podría haber funcionado de no haber sido por el obstáculo que suponía el personal de seguridad de Melissa, que controlaba los puntos de mayor riesgo siempre que tenía que hacer una aparición en público. Sus rutas de viaje nunca se revelaban y si corría algún rumor sobre el destino o el medio de transporte que utilizaría, sus agentes cambiaban de planes en el último momento. No existía, por tanto, la menor posibilidad de dispararle.
Las fuerzas de seguridad de la arcontesa sabían que lo previsible acabaría con ella. Cualquier tipo de rutina que desarrollase podía conducirla a la muerte, y los únicos acontecimientos que podía planear con antelación eran audiencias limitadas en un espacio fácil de controlar.
El banquete conmemorativo era de ese tipo de acontecimientos. Todos los invitados pertenecían a la realeza —familiares y entendidos de las artes y la tecnología— y el lugar se podía examinar previamente. Cachearían a todo el mundo antes de entrar y registrarían la sala en busca de explosivos y posibles asesinos varias veces antes de empezar el banquete.
Al principio, cuando empezó a estudiar a Melissa, el asesino estaba casi convencido de que el trabajo estaba hecho para un atacante suicida. Pero él no era uno de ésos ni le gustaba trabajar con ese tipo de fanáticos. No veía el modo de establecer una rutina en su modo de viajar, lo que comía o dónde se encontraba en cada momento del día. Parecía tan difícil de matar como los rumores sobre una inminente invasión de los Clanes en Tharkad.
Pero un día, viendo un documental sobre su vida, encontró la clave. Empezó a tomar nota de todo, asegurándose de las fuentes y realizando investigaciones. Lo que aprendió confirmaba la única debilidad en su defensa que le proporcionaría el arma del crimen, que le proporcionaría la mycosia pseudoflora.
Cuando Melissa Steiner se casó con Hanse Davion en 3028, el príncipe de la Federación de Soles había pagado una ingente suma de dinero para conseguir floraciones de mycosia para los ramos de las damas de honor. Esas flores verdes sólo se cultivaban en un planeta, Andalucía, y una sola vez al año. Hanse Davion encargó las flores e hizo que las trajeran en Naves de Salto para que llegasen a la Tierra justo a tiempo para la ceremonia.
El romanticismo de su acción generó una demanda de mycosia sin precedentes en la historia. Cientos de científicos empezaron a trabajar para crear una versión de la planta que floreciera más a menudo, con colores diversos y en otros mundos aparte de Andalucía. A pesar de la dificultad de tal empresa, el Instituto de Ciencias de Nueva Avalon consiguió el codiciado ejemplar en 3038. La mycosia pseudoflora se empezó a comerciar dos años después y al cabo de un tiempo se convirtió en un símbolo de Melissa.
Si llevaba un corpiño, éste llevaba al menos un bordado de mycosia pseudoflora. Los acontecimientos importantes eran la ocasión perfecta para honrar a la arcontesa con unas cuantas flores.
El asesino volvió a adaptar el estilo de trabajo de Karl mientras colocaba los tiestos en el banco de trabajo. Se aseguró de que estuviesen perfectamente alineados, sacó su paleta del cajón y se hizo con un cubo de plástico que tenía junto a la mesa. Se dirigió al almacén de turba a toda prisa y llenó el cubo. Volvió al banco y utilizó la turba para alisar la base de los tiestos, esparciéndola por todas partes para disimular el pequeño abultamiento del fondo, bajo el tiesto de caucho.
Luego fue al invernadero y seleccionó las cuatro mejores plantas. Todas estaban en su momento de máxima floración, ya que dos días antes había añadido un compuesto al agua que aceleraba el crecimiento. Se puso una en cada mano y las llevó a su banco de trabajo antes de volver por las otras dos. Todavía quedaban otras cuatro mycosia pseudoflora que Karl había prometido al señor Crippen que se vendería a algún cliente.
Cuando volvió al banco de trabajo, sacó cuidadosamente las plantas de sus pequeños tiestos de plástico y las colocó en los de caucho. Esparció la turba alrededor de las flores y cubrió los tiestos con unas piedras blancas de ornamentación. Para acabar, metió cada tiesto de caucho en un decorativo tiesto dorado y le enseñó su obra al señor Crippen.
A pesar de su expresión de satisfacción, metió un dedo en la turba y dijo:
—Demasiado secas. Mójelas un poco, pero no se pase.
Karl pareció sorprenderse.
—Pensaba que lo haría una vez allí. Si lo hago ahora, podrían congelarse por el camino, ¿no?
Crippen se quedó pensativo y asintió.
—Sí, sí, váyase. Llévelas ahora y así tendremos el camión preparado para meter los centros de mesa.
—Sí, señor.
Karl cubrió cada planta con una bolsa de plástico para aislarlas del exterior, las metió en el camión de reparto y lo puso en marcha. El aerocamión desapareció tras una nube de aire levantando una cortina de nieve tras de sí. Karl fue esquivando los demás automóviles con sumo cuidado y muy pronto llegó al centro de acogida.
No era la primera vez que Karl llevaba flores al centro. El guardia de seguridad lo saludó cordialmente y le abrió el acceso al garaje subterráneo. Cuando sacó una carretilla los agentes del cuerpo de inteligencia se abalanzaron sobre ella.
Los hombres de seguridad de la arcontesa llevaban gafas oscuras y trajes clásicos. Enviaron al hombre del centro a su puesto, examinaron la carretilla y el camión y cachearon a Karl de arriba abajo. Al abrir la parte trasera del camión, uno de ellos activó un inhalador y lo pasó por todo el maletero.
—Retírelas.
El asesino hizo esfuerzos para reprimir una sonrisa. El explosivo de plástico hecho a la medida de los tiestos estaba cerrado herméticamente con una capa de plástico y otra de caucho. Aunque el caucho era semipermeable, su aroma anulaba el olor de los explosivos. Como era de esperar, el inhalador no detectó nada.
—Rompa el plástico de las flores.
Karl hizo un gesto de inconveniencia.
—Si lo hago puedo quemar las flores. ¿Puedo hacerlo arriba, cuando las haya colocado en su sitio?
Los agentes de seguridad se miraron y asintieron.
—Siete, las flores van para allá —anunció uno de ellos por el pequeño micrófono que llevaba en la solapa.
Karl colocó las cuatro macetas y una regadera en la carretilla y los guardias de seguridad lo escoltaron hasta el ascensor. No decían nada. Como Karl hubiera hecho, el asesino empezó a silbar una canción popular y se detuvo cuando los otros dos hombres lo miraron.
—Lo siento.
El ascensor se detuvo y los tres entraron en la sala de recepciones por detrás de la tarima desde donde Melissa pronunciaría el discurso de apertura de la conmemoración. Karl sonrió al ver que el atril de hierro ya estaba preparado frente a la tarima. Delante había cuatro maceteros que dibujaban la forma de un diamante. El señor Crippen era un artista. El efecto sería muy bonito.
Karl arrancó el plástico y los hombres de seguridad volvieron a pasar el inhalador químico. Asintieron con la cabeza y Karl colocó una maceta dentro de cada macetero. Les fue dando vueltas hasta que las flores triangulares estuvieron orientadas en la misma dirección. Buscó algún signo de aprobación en los rostros de los agentes de seguridad hasta que finalmente uno de ellos le indicó que le parecía bien.
Karl sonrió y sacó la regadera de plástico de la carretilla. La inclinó sobre las flores.
—Espere.
El asesino se volvió lentamente.
—¿Qué?
—¿Qué hay ahí? —preguntó el guardia señalando la regadera.
—Agua —contestó al tiempo que el pulso se le empezaba a acelerar.
—¿Sólo agua?
Karl asintió y bebió un poco de agua.
—Sólo agua.
El hombre sonrió.
—Le dije a mi mujer que usted no utilizaba nada especial para cuidar los miksos thingers.
—Sólo agua y mucho amor —dijo Karl mientras asentía y regaba las plantas. Cuando la turba absorbió el agua, su corazón volvió a latir con normalidad. Ya está hecho. Un paso más y se habrá acabado todo.
Miró la hora en su reloj de pulsera y dijo:
—Bueno, aún tengo tiempo de pararme a comer algo durante el viaje de vuelta —dijo mirando a los hombres de seguridad—. Volveré con los centros de mesa más tarde. ¿Quieren que les traiga algo?
Los hombres sacudieron la cabeza.
—De acuerdo, hasta luego.
Lo acompañaron de vuelta al camión, recogieron las bolsas de plástico y se lo quedaron mirando hasta que salió del garaje.
Karl completó su jornada ayudando a repartir los centros de mesa. Evitó la tentación de comprobar si lo había hecho todo bien, pero tomó nota de los nombres que aparecían en las tarjetas de todos los asientos que estaban dentro del radio de la explosión. Será un duro golpe para la sociedad de Tharkad, pero mejorará el nivel de los holodramas.
Como ya imaginaba, el señor Crippen no le compró la comida, pero Karl no protestó. Karl nunca protestaba. Era un hombre agradable y reservado que no causaba problemas.
Así sería cómo lo recordarían y cómo hablarían de él los medios de comunicación. Karl Kole: ¿asesino o farsante? Los historiadores debatirían la cuestión durante años.
El asesino dejó el lugar de trabajo de Karl y pasó junto a la parada del autobús. Tal vez los demás viajeros notarían su ausencia, pero Karl solía perder aquel autobús. A veces cenaba fuera o iba al teatro a ver alguna representación holográfica. Si alguien lo viese o recordase su cara, diría que se dirigía al teatro Tharkad, en la calle Chase.
Se detuvo al llegar al teatro y sacó una entrada para ver El retorno del guerrero inmortal. Volvió a mirar el reloj y se cercioró de que quedaba media hora para la representación. Sonrió a la chica de la taquilla y dijo:
—Volveré.
Pero era mentira.
El asesino bajó la calle hasta llegar al hotel Argyle. Se dirigió a recepción y pidió la llave de la habitación 4412, que había alquilado dos semanas antes con una tarjeta de crédito a nombre de Cari Ashe. El recepcionista le dio la llave y le dijo que no había ningún mensaje para él.
Cari le dio las gracias y se metió en el ascensor. Al llegar a su habitación, se duchó y se decoloró el pelo con lejía. Se puso el traje que el señor Ashe había encargado que le hicieran a medida la semana anterior. Después de meter la ropa y el neceser en un maletín de viaje, Carl Ashe se puso una parka larga y unas gafas con la montura de cobre y salió de la habitación.
Había pedido al portero que llamara a un taxi para ir al puerto espacial. Dio al taxista una mísera propina y pidió su recibo. Cuando entró en la terminal, se dirigió a las taquillas, sacó una maleta más grande y recogió el billete.
Volvió a la zona de embarque con las dos maletas y esperó su turno. La cola iba muy lenta, pero no tanto como para preocuparse. Comprobó de nuevo la hora y se dio cuenta de que tenía tiempo de sobra. El chico del mostrador de la Odinflight Transport embarcó su equipaje con rapidez.
—La lanzadera en dirección a la nave Tetersen sale de la puerta catorce a las siete treinta, exactamente dentro de media hora.
—Gracias.
No tuvo ningún problema para encontrar la puerta de embarque. Junto a ésta había una silla con pantalla holográfica incorporada. Metió en la ranura una corona con la cara de Melissa estampada y fue cambiando de canal hasta encontrar el canal de acceso público. Se puso los auriculares y oyó los aplausos tras las palabras de Morgan Kell dando la bienvenida a la arcontesa y volviendo a su asiento en la tarima.
La cámara enfocó a la arcontesa mientras pronunciaba su discurso y encuadró también una de las flores de la mycosia pseudoflora. El asesino hizo caso omiso a las palabras de Melissa y se recreó en su belleza. Entendía perfectamente por qué la querían tanto. Era inteligente y hermosa. Sería una pena ver cómo le empezaban a salir arrugas a medida que se hiciera vieja.
Apartó la vista de la pantalla holográfica y se dirigió a una cabina visiofónica. Metió dos monedas conmemorativas de Hanse en la ranura y llamó al piso de Karl Kole. El teléfono sonó dos veces antes de que el ordenador contestara a la llamada. El asesino marcó los números 112263 y colgó.
Estaba a bordo de la lanzadera cuando el ordenador marcó otro número. Luego volvió a colgar y marcó un número distinto. En cuanto se estableció la conexión, descargó una nota suicida escrita por Karl Kole. Aquella nota aparecería en el correo electrónico del señor Crippen al cabo de un día. El ordenador borró toda la información contenida en el disco duro.
La llamada del ordenador era el segundo paso crucial en el plan del asesino. El primero había sido cuando el agua de las flores había llegado a la capa de caucho semipermeable. La humedad de los tiestos había activado un cronómetro que se ponía en marcha al cabo de siete horas e iniciaba la cuenta atrás. Hacia las seis treinta se había abierto un circuito que suministraba energía desde una pequeña pila a un circuito radiofónico.
La llamada del ordenador al microteléfono que tenían los cuatro detonadores se produjo a las 19:21. Cuando los circuitos detectaron una señal, enviaron una radiación eléctrica que en circunstancias normales daba un pitido. Esta vez, sin embargo, los circuitos enviaron la energía a los disparadores de magnesio a los que estaban conectados. Dos segundos después de la llamada, el magnesio empezó a arder, activando, a su vez, una pequeña carga térmica. La corriente térmica ardió en el acrílico e inflamó el explosivo de cerámica moldeada.
Contra las previsiones del asesino, los explosivos no detonaron simultáneamente. El más bajo se disparó medio segundo antes que los otros e hizo volar la tarima por los aires. A continuación, el superior y el derecho explotaron al unísono, y el último un segundo más tarde.
El hecho de que las cosas no hubiesen alcanzado la perfección no influía en el éxito de la misión del asesino. Las bombas convirtieron las macetas decorativas en metralla. El luego y el metal hicieron añicos la tarima de madera, matando a Melissa antes de que pudiera sentir el más mínimo dolor.
Mientras la lanzadera avanzaba por la pista y se adentraba en el oscuro cielo, el señor Ashe contempló las luces intermitentes de las ambulancias que iban llegando al centro de acogida.
—Parece que ha pasado algo allí abajo —dijo a su acompañante.
Cuando la lanzadera llegó a la Nave de Descenso Columbus, ya se había anunciado la muerte de la arcontesa Melissa Steiner Davion. Cuando el cuerpo de inteligencia inició el rastreo del planeta en busca de Karl Kole, Cari Ashe y la Columbus se encontraban en un sistema estelar lejos de su alcance.