CAPÍTULO 33

Contempló ensimismada la carita de su pequeña Alodia mientras la arropaba con mimo. Apenas tenía tres meses y ya se había convertido en el centro de su vida. Era una bebé tranquila y risueña. Mencia aprovechaba cada ocasión para mimarla con nanas y arrumacos, la consentía, y ella disfrutaba al verla tan feliz.

Habían comprado una casita en Trujillo con un terreno humilde donde poder cultivar lo suficiente para subsistir; allí era el único lugar donde tenía amigos y más cuando su sociedad atesoraba, en un subterráneo ignoto, el preciado evangelio.

Ahora, ocupaba su día en cultivar, lavar, moler trigo, amasar pan, zurcir, amamantar, comerciar con especias que adquiría a buen precio y revendía en saquitos decorativos y bordados con un color que identificaba a cada una, y suspirar por una ausencia que ya era una piedra en su pecho.

Por las noches, cuando se dejaba caer en el jergón y, a pesar de estar exhausta, dedicaba unos instantes a rememorar al hombre que amaba por encima de todo, experimentaba cómo su piel despertaba y vibraba con recuerdos apasionados. Sentía el aguijón del deseo tensarle el vientre y lloraba contra la almohada la frustración por no encontrar solaz a su anhelo.

Había un noble, don Cosme Medina, que la acosaba con persistencia, que la deseaba, que la visitaba a diario con la misma premisa, pero ella tenía una sola respuesta para él, pues hubo un tiempo en que corazón y cuerpo no comulgaban unidos, pero ahora que su corazón tenía dueño, el cuerpo era incapaz de desoír su clamor en favor de la comodidad que le prestaría aquel matrimonio.

No era la misma, aquella Jimena había muerto en Salvatierra. Advertía las compasivas miradas de su otrora doncella cuando restregaba la ropa en las losas de lavado y cuando se apoyaba en la azada para frotar con dolor la parte baja de la espalda. Pero no le importaba, agradecía el trabajo duro para mantener la mente alejada del dolor.

El alguacil llegó una mañana y le requisó las especias, pues alegaba que no tenía permiso para venderlas. Otro día, el molinero le negó el trigo con la excusa de que los sacos restantes ya estaban reservados por otro comprador. Y, por último, la acequia colindante a su finca fue desviada y la dejó sin agua para el riego.

Mencia comenzaba a desesperar.

—Tendrás que aceptar su propuesta o nos matará de hambre.

—Ni hablar, saldremos adelante. Antes de casarme con ese malnacido prefiero trasladarme y empezar en otro lugar.

—¿Con una bebé, una anciana y las manos vacías?

Jimena resopló furiosa. Deseó ver a don Cosme para abofetearlo con saña. Pero el desalmado sabiamente no aparecía desde que los incidentes comenzaron a sucederse, con seguridad esperaba que ella acudiera en busca de auxilio.

—Sabes que no puedo casarme con nadie, no mientras Álvar…

—Tal vez esté muerto —prorrumpió la mujer.

Jimena la observó compungida, se mordió el labio inferior y negó con la cabeza.

—Está vivo, lo sé.

Mencia sacudió impotente la cabeza y se acercó a ella.

—Sabes que ha participado en la gran batalla, los nuestros han vencido, pero dicen que ha habido muchas bajas.

—Vendrá —murmuró contrita, aunque sin mucha convicción.

—El dilema no es ese —expuso Mencia—, sino cuánto podrás esperarlo. Ahora la prioridad es tu hija. Necesita alimentarse y un techo que la cobije. Y, a este paso, pequeña, no aguantaremos mucho más.

Jimena contuvo un mohín desconsolado, casi un puchero que logró desdibujar con una sonrisa extraña y vacía.

—Ya se me ocurrirá algo.

Y salió decidida mostrando una seguridad que no sentía. Se cobijó en el cobertizo y liberó los sollozos contenidos.

Álvar, ¿dónde estás?

Pasó otro mes, duro y horrible, en el que solo los balbuceos y las sonrisas de su hija aligeraban la carga que la atormentaba. Había pedido ayuda a algunos amigos, pero le aconsejaban aceptar al noble, pues era poderoso e intocable y no cejaría en su empeño por tenerla. Así que la huida pasaba a ser la única opción. Solo pensar en arrancar a Alodia de una vida sosegada para llevarla a un viaje incierto y arriesgado le encogía el corazón y hacía tambalear su determinación. Pero algo en su interior la impelía a resistir hasta el último aliento.

Tendía la colada mientras barruntaba sus posibilidades. Las mantas mojadas pesaban tanto que gruñía con el esfuerzo de alzarlas sobre las cuerdas, y sudaba copiosamente. Del moño se le escapan largos rizos que se le pegaban a la piel, y ella retiraba toscamente de un rápido ademán.

Extendió enérgicamente los lienzos blancos con los que arrullaba a la bebé y colocó rauda las pinzas antes de que el viento se los robara. La tela ondeó con violencia y despejó parcialmente la vista de los prados fragantes y verdosos que rodeaban la propiedad. Le pareció adivinar la silueta de un hombre acercarse y los dientes le rechinaron. Llevaba días comiendo tan solo un mísero caldo de verduras mustias y pan duro remojado en leche de cabra, y su furia crecía cada vez más, aunque aguantaba las ganas de enfrentar al infame don Cosme. Pero ahora que se acercaba, nada le impediría desfogarse.

Se secó las enrojecidas manos en el mandil de la cintura, se secó el sudor de la frente, frunció el ceño y embistió a través de las prendas para encararse con el visitante. Chocó con un amplio y fornido pecho y, aturdida, alzó la mirada. El sol, ya bajo, le cegaba los ojos y dejaba al hombre en sombras.

—¡Maldito seáis una y mil veces, no os repetiré que salgáis de mis tierras!

Unas manos le apresaron los hombros, ella se revolvió. No recordaba que el noble fuera tan alto y fuerte. De pronto, se detuvo asustada.

—No puedo reprocharte tu recibimiento.

Aquella voz…

El hombre la soltó, y ella retrocedió alterada, trastabilló y casi se desplomó. En el último instante agarró la manta tendida y se precipitó con ella encima. Ahogó un gemido sorpresivo cuando unos fuertes brazos evitaron su vergonzosa caída.

Entonces lo vio.

El pulso se le aceleró, la sangre le latió en las sienes, el estómago le dio un vuelco y la piel se le erizó ante el contacto de aquellas manos que le envolvían la cintura.

—Álvar —musitó en un hilo de voz.

—Jimena, mi Jimena.

Cerró los ojos para contener las emociones. Las pupilas se le dilataron, se sumergieron en el apuesto y atribulado rostro del hombre que ocupaba todo su ser. Aquel rostro anguloso mostraba los estragos del cansancio. Lucía barba de varios días y ojeras oscuras que resaltaban la deslumbrante claridad de esos extraños iris plateados, la melena castaña oscura, alborotada y sucia, le sobrepasaba los hombros. Pero lo que más la conmovió fue su indumentaria. Ya no llevaba la túnica templaria.

Ahogó un sollozo de auténtica felicidad. Alodia hizo lo contrario. Berreó con una fuerza sorprendente para unos pulmones tan pequeños. Álvar se envaró con el semblante demudado. La miró temeroso y se separó de ella como si aquel contacto le quemase.

—¿Tienes un hijo? —inquirió angustiado.

—Una hija, Alodia, como mi madre —respondió.

Sus afilados ojos de gato la traspasaron. Vio que tragaba saliva. El miedo lo atenazaba.

—¿Vives con su padre? Quiero decir, ¿estás casada con él?

—No me lo ha pedido aún.

Álvar, tenso y nervioso, la observaba preso de la incertidumbre.

—¿Aún? ¿Está aquí… eh… contigo?

Jimena lo miró divertida, aunque se guardaba bien de sonreír.

—Sí, está muy cerca.

Él apretó los puños, los nudillos se le pusieron blancos, la mirada le refulgió colérica.

—¿Lo… lo quieres?

—Como jamás creí que podría querer a nadie. Él lo es todo para mí.

El pánico le contorsionó las facciones. Álvar palideció visiblemente.

—¡Maldición!

Finalmente, se permitió sonreír aviesa, el hombre la fulminó con la mirada.

—¿Disfrutas con mi sufrimiento? —le reprochó asombrado.

—Una pequeña maldad, lo confieso.

De repente, Álvar la aferró por los brazos, la pegó a él y clavó sus ojos en los suyos.

—Lo olvidarás, ¿me oyes?

Jimena negó con la cabeza, aguantaba las ganas de besarlo y de reír dichosa.

—Voy a llevarte conmigo a ti y a tu hija, la criaré como si fuera mía y mataré a quien intente impedírmelo.

—No será necesario.

Y se abalanzó sobre él. Tomó desesperada su boca, le apresó hambrienta los labios. Álvar, completamente aturdido, incapaz de razonar su inexplicable comportamiento dejó que ella tomara el control. Introdujo su lengua, lamió su interior, paladeó ardorosa su lengua, la succionó, la mordisqueó y consiguió que el hombre gruñera. Sus gemidos eran el aire que le llenaba los pulmones. La pasión se desató. Álvar la estrechó con fuerza y la devoró enloquecido.

—¡Dios! Jimena, me vuelves loco.

Ella se restregó contra él, ansiosa por fundirse en su cuerpo, por sentirlo. Intensificó el beso, las lenguaradas avivaron la llama que palpitaba con un deseo no satisfecho, sintió en el vientre la dureza del hombre y supo que, si no lo detenía, la tomaría en campo abierto a plena luz del día. Se separó no sin esfuerzo. Álvar se aferraba a ella casi con desesperación.

—Pueden vernos —alegó.

Respiraban entrecortadamente, el fuego crepitaba en sus miradas. El pecho de Álvar se agitaba arriba y abajo, sus labios enrojecidos eran una constante tentación.

—Si aparece, lo mataré —amenazó ceñudo.

—Todavía no has entendido. Serás un guerrero diestro y sagaz, un hombre culto y letrado, pero llevas las cuentas horriblemente.

Arrugó el ceño y sacudió confuso la cabeza.

—Vas a acabar conmigo —replicó frustrado.

Jimena sonrió, se alzó de puntillas y se le colgó del cuello.

—Mi hija dentro de unos días cumplirá tres meses.

Álvar enarcó las cejas, los ojos se le agrandaron, su boca se entreabrió. Mudo de asombro, la verdad lo golpeó con fuerza. Intentó articular palabra sin conseguirlo. Suspiró largamente y cerró los ojos.

—¿Soy… yo? ¿Es mi hija?

Jimena asintió, y ese simple gesto lo embargó en un llanto silencioso. Cayó tembloroso de rodillas, se abrazó a sus piernas y le escondió el rostro entre las faldas. Sus hombros se sacudieron.

—¡Dios mío! ¿Podrás perdonarme?

Jimena se postró de rodillas frente a él y le tomó el rostro entre las manos.

—¿Perdonarte? ¿Por darme el mejor regalo del mundo? ¿Por amarte hasta el fin de mis días?

—Jimena, amor mío, todo este tiempo he estado muerto sin ti. Y saberte sola y embarazada, yo…

—No te culpes, yo te lo oculté. Debías completar tu camino para poder emprender uno nuevo.

—Ponte de pie —pidió él con voz grave.

Jimena obedeció. Álvar le tomó la mano y la contempló con expresión afectada.

—Yo, Álvar Villar de Honrubia de la noble casa de Villadiego juro amarte, cuidarte, protegerte, alimentarte, mimarte y no separarme de tu lado en lo que me reste de vida, quieras o no.

Jimena profirió una carcajada.

—¿Quiera o no? Bonita declaración.

—He vivido demasiado tiempo sin corazón, preciosa, y ahora que lo tengo a mi lado, no pretenderás que me aparte. Te necesito más que respirar, por eso te seguiré a todos sitios. Incluso esta distancia se me hace insoportable.

Tiró de ella y la tumbó sobre la hierba. El viento ondeaba la ropa colgada que los ocultaba de la casa, el perfume de los campos los impregnó con su frescura. Álvar se le puso encima apoyado sobre los codos.

—Voy a devorarte —musitó.

Aquella voz áspera y sensual le cosquilleó en el vientre.

La besó de nuevo, con más ímpetu si cabía, con tanto fervor que las llamas de su interior se extendieron en un incendio imparable. Abrió las piernas, y él se coló entre ellas. Lo deseaba tanto que le dolía. Se arqueó contra él y el hombre gimió desesperado. Una mujer se abalanzó alarmada sobre ellos y golpeó a Álvar con una escoba.

—Mencia, detente, es Álvar.

El hombre se cubrió con los brazos y se apartó. Divertido, esquivaba los embistes de la anciana.

—¿Tanto he cambiado, mujer?

—¡Ay, Dios mío! Yo pensé que era don Cosme.

Se pusieron de pie. Álvar la miró.

—¿Don Cosme? —masculló.

—Un ser horrible, señor —respondió Mencia—. Un noble encaprichado de Jimena, nos hace la vida imposible para que ella ceda y se case con él.

—Tendré que hacerle una visita —respondió sombrío.

—Pero es un noble —recordó Mencia.

—Y yo otro, el rey me ha otorgado dos feudos en Castilla, y he sido investido Alto Comisionado de la Corte.

Jimena lo miró orgullosa.

—¿Y tendrás tiempo para satisfacer mis necesidades?

La mirada de Álvar destelló con sensual picardía.

—No haré otra cosa.

Jimena lo tomó de la mano y lo llevó al humilde interior de la casa. No estaba compartimentada: era un espacio único. Una raída cortina resguardaba un rincón y le confería una cuestionable intimidad. En la cuna junto al jergón, la niña jugueteaba con su puñito y lo chupaba inquieta. Álvar se arrodilló ante ella y la miró maravillado.

—Es preciosa. Perfecta…

Le acarició la redonda y sonrosada mejilla, el oscuro y sedoso cabello y la boquita en forma de corazón. Los ojos se le humedecieron.

—Solo le veo un defecto —susurró.

Jimena lo miró extrañada.

—¿Cuál?

Álvar curvó sus bellos labios en una sonrisa seductora.

—Que está muy sola.

—Mmm… Eso tiene fácil arreglo —espetó ella y se abrió el escote.

La mirada de Álvar estalló en llamas cuando contempló sus hinchados y firmes senos desnudos.

—No dudo de que tendremos muchos hijos que le harán compañía —susurró incitadora—. Pero ahora ella me necesita más que tú.

Se inclinó y tomó a la niña con ternura.

—Lo dudo —respondió Álvar y le arrancó una amplia sonrisa.

La bebé se le aferró ávida al pecho y succionó con fuerza.

—Espero que me deje algo a mí.

Se acercó a ellas y observó extasiado la escena.

—Mi hija —pronunció solemne— y mi mujer. Dios me ha colmado de gracia. ¿Te he dicho cuánto te amo?

Jimena sintió el pecho reventarle de felicidad. El amor manaba de ella como un torrente incontrolable que se abría camino con violencia, arrastraba la angustia, la tristeza, los malos recuerdos y la soledad. Trazos oscuros que se diluían ante la mirada del hombre que amaba, la presencia de su querida Mencia y de aquel ser pequeñito que pronto la llamaría mamá. Rebosante de dicha, terminó con un bebé dormido en el regazo y un hombre desgarrado por un único deseo. Ella.

Depositó a Alodia en su cuna, se encogió de hombros, y el corpiño del vestido terminó de desprenderse.

—Tu turno.