CAPÍTULO 6
Castillo de Alarcos, 19 de julio anno domini 1195.
Despuntó el alba y, con ella, el horror. Las tropas almohades se dispusieron en formación alrededor de la colina denominada «La Cabeza». Las fuerzas cristianas disponían de dos regimientos de caballería pesada formadas por cerca de unos diez mil hombres al mando de don Diego López de Haro y sus tropas. Era seguida por la segunda línea, regida por el propio Alfonso VIII con su caballería e infantería. Pero, a pesar de la multitudinaria milicia reunida para el combate, las tropas cristianas palidecían ante lo que tenían en frente.
En la vanguardia almohade se encontraban las temibles tropas de voluntarios como ya había predicho don Hernán, los arrojados benimerines, alárabes, algazaces, y ballesteros: unidades básicas y muy maniobrables. Tras ellos, Abu Yahya, el visir, y los henteta, las tropas de élite. En los flancos, la caballería ligera equipada con arco; y en la retaguardia, el propio califa, Abu Yasub, con su guardia personal: la fuerte y poderosa Guardia Negra.
La cantidad de estandartes y pendones, escudos y ropajes musulmanes plagaron de color la extensa llanura y se perdían, innumerables, en lontananza. El califa había previamente enardecido los corazones de sus combatientes con suras coránicos que fueron vitoreados por los cientos de miles de almas de Alá. Sobre la colina, el visir ondeaba el estandarte del califa, y las cabilas henteta aullaban para animar a las huestes moriscas.
Ante los asombrados mandos cristianos, las tropas árabes se dividieron. La poderosa vanguardia al mando del visir comenzó a enviar en línea sus milicias de voluntarios: los guzz y los zenetas. Álvar no tuvo ninguna duda de la masacre de la que serían objeto. Alfonso VIII de Castilla se guardó muy bien sus dudas e imprimió en su expresión regia una satisfacción que no sentía. El gran maestre templario de la Orden de Santiago, don Sancho, montado en su enorme alazán castaño, con el hábito de su congregación, cota de malla y armadura plateada, alzó con un grito de guerra un enorme crucifijo que sostenía en una mano.
—¡Los enemigos de la cruz piden vuestra sangre, también Cristo la pide, y la daréis por él!
Las huestes vociferaron al unísono. Don Sancho continuó el discurso con renovado fervor.
—¡No temáis a la muerte, pues Dios os acogerá con los brazos abiertos y el corazón lleno de orgullo! Luchad como demonios por la salvación del único y verdadero Mesías. No permitáis que el infiel conquiste las tierras de vuestros ancestros, que viole a vuestras mujeres y mate a vuestros hijos. ¡Pelead sabiendo que la muerte es la recompensa, que entregáis vuestra alma a Cristo, y que vuestros pecados serán limpiados con sangre y valor!
—¡Por Cristo y por el rey! —rugieron entusiasmados.
Y, así, se ordenó el avance de los caballeros castellanos.
Álvar cabalgaba junto a su señor en su ligero corcel, espada en mano. Don Hernán se abría paso ataviado con yelmo, gorjal, hombreras unidas a sus guardabrazos, brazales, codales y guanteletes. Sus quijotes para las piernas, rodilleras, grebas y escarpines resultaban imponentes. Pero, a pesar de que su caballo, también protegido con coraza, era un caballo de batalla grande y robusto, el peso extra de ambos ralentizaba la marcha y agotaba a la montura. Álvar descubrió que tanta protección impedía, además, la movilidad frente a la agilidad del jinete musulmán.
Los moros vestían ropa ligera, más acorde con el implacable sol de Castilla: monturas pequeñas y rápidas, y un hábil manejo del arco. Conseguían con facilidad rodearlos por los flancos para arrojarles saetas y lanzarles ataques cortos y certeros. Esa estrategia fue desgastando a la caballería cristiana, que comenzó a agotarse. Las bajas comenzaron a sucederse a su alrededor. Los pesados mandobles de la caballería sesgaban miembros por doquier: brazos, piernas, cabezas. La sangre, espesa y oscura, manaba incesante.
Hombres y caballos caían heridos o muertos sobre la llanura para ser pisoteados por cascos de caballos enfurecidos que relinchaban al son de la batalla. Gritos de dolor, alaridos de furia, órdenes confusas, sonidos de cuernos y trompetas, y el abrasador sol de la mañana sobre sus cabezas sumaban cansancio y restaban esperanza. Pero el empuje cristiano logró romper la vanguardia: Álvar oyó gritar un mensaje alentador que se transmitió de voz a voz: «¡Ha muerto el visir Abu Yahya!». Aquello envalentonó a los caballeros, que arremetieron belicosos contra el infiel.
Álvar esquivó ataques y atendió a su señor. De repente, un arquero almohade disparó una flecha contra él, que le atravesó el hombro. No lo pensó: se agachó sobre la montura, empuñó con fuerza la espada y cargó contra el enemigo. Ni siquiera fue consciente del dolor. En un rápido movimiento, clavó la espada en el jinete bereber y continuó la carga.
—¡Álvar, a mí! —le gritó su señor.
Antes de regresar se incorporó, sujetó la base de la flecha hundida en su carne y partió el tronco leñoso con la otra mano. Don Hernán lo miró con franca admiración.
—¡Muchacho, serás un gran caballero si sales de esta! Pero ahora eres mi escudero, así que asísteme, maldito. Esos condenados moros brotan por todas partes, como un mal sarpullido.
—Y además tienen tropas de repuesto —informó.
—¡No me alegres más el día, rufián! Sé de sobra cómo acabará esta batalla.
—¡A la carga! —rugió.
Y fueron envueltos por hordas enemigas que acudieron en masa para suplantar a los caídos. Lucharon enfebrecidos para esquivar a la muerte una y otra vez. Se unieron a las agotadas tropas de don Diego, que jadeaba exhausto al igual que sus comandantes.
—La caballería ligera nos ha rodeado —comenzó—. El grueso de nuestro ejército ha caído; esta batalla será una carnicería. He logrado convencer al rey para que parta a Toledo antes de que lo apresen. Hemos de retirarnos y aceptar la derrota. Nuestra única salida es atrincherarnos en el castillo.
Y, bajo el ardiente sol del mediodía, comenzaron la retirada. Las huestes musulmanas saboreaban ya la victoria; más frescas, numerosas y organizadas se adelantaron. Álvar, integrado al grupo de don Diego, cabalgó contra el viento mientras esquivaba lanzas y jabalinas.
La batalla, ya sin mando cristiano, se convirtió en una confusa y encarnizada refriega. Los conrois, formaciones básicas de un grupo de caballeros que peleaban junto a un mismo pendón, se disolvieron en una maraña de hombres desesperados que espoleaban sus monturas para lograr alcanzar el refugio del castillo.
En torno a Álvar caían hombres atravesados por jabalinas. Cerró los ojos y se agachó cuando pudo en su silla. Unos grandes ojos azules le asomaron a la mente. Volvería a verla, la luna no mentía.
Lograron entrar en el castillo, a pesar de encontrar la entrada abarrotada, congestionada por multitud de soldados que huían de la muerte. Las tropas de reemplazo del califa se cobraban bajas cristianas, quienes, apiñados contra los muros del castillo, intentaban entrar sumidos en el pánico y la desesperación. Fue una carnicería: la derrota más humillante y aplastante que jamás sufrió ningún ejército. Una derrota que nunca olvidarían.
El castillo fue cercado. Se escuchaban las risas y las bromas jocosas en árabe que los victoriosos clamaban junto a las murallas. Centenares de coloridas tiendas punteaban los campos de Alarcos. Fogatas y canciones acompañadas por las vibrantes cuerdas de los laúdes, el golpeteo rítmico del darbuka y el bendir, el silbido melodioso del ney y las voces de los juglares flotaban en la noche. La celebración del vencedor resaltaba la humillación del vencido.
El interior de la fortaleza era un caos: una pesadilla de gemidos doloridos, lamentos y rezos. Los gentilhombres se reunían para acordar una rendición. No obstante, Álvar supo que la gran mayoría de los supervivientes se convertirían en esclavos. Vida a cambio de libertad; no era posible otro trato. No tenían nada con qué negociar. Y así fue. Un hombre, aliado del califa, negoció la rendición intercediendo por la liberación de don Diego López de Haro, el senescal de Castilla y señor de Vizcaya. Don Pedro Fernández de Castro, El Castellano, había traído de nuevo a su mente aquellos mágicos ojos que no se le apartaban de la mente.
Don Diego debía elegir a doce de sus combatientes para regalarles la libertad. A cambio entregaría los rehenes capturados y dejaría atrás a casi cinco mil almas condenadas a la esclavitud. Entre ellas, la de Álvar.