CAPÍTULO 1
Villa de Calatrava, anno domini 1195.
Temblaba. Se arrebujó en la maloliente manta de sarga y cambió de posición en aquel estrecho jergón. De nuevo, aquel sonido desgarrador quebró la noche. Era como un lamento que el viento estiraba hasta convertirlo en un silbido escalofriante.
A veces, Jimena escuchaba en mitad de la noche la campanilla que anunciaba maitines y, un momento después, el perezoso deslizar de decenas de sandalias que recorrían los laberínticos pasillos hasta la sala de oración. Hasta podía imaginar a los monjes del convento en actitud oratoria. Permanecía despierta para escuchar el apagado murmullo de las letanías.
Pero aquel sonido era diferente. No era, tampoco, el gañido de un lobo. A sus diez años, ya se vanagloriaba de haber visto de cerca una gran manada. Recordó, entre escalofríos, cómo aquel verano se había perdido en el bosque colindante al convento. Cómo había subido a un árbol y cómo había pasado la noche mientras una manada hambrienta la miraba con anhelo y fiereza. Nunca olvidaría la diversidad de ruidos que producían aquellos animales. Y, sin duda, aquel sonido no se encontraba entre ellos.
De nuevo aquel lamento, una especie de apagado grito agónico que le erizó la piel y la levantó con brusquedad de la cama.
Corrió al lecho de su madre. Necesitaba cobijarse entre sus brazos, que le acariciara la espalda como solía hacer cuando alguna pesadilla la asaltaba, y que le cantara al oído su nana favorita.
Pero el lecho estaba vacío. Desconcertada, miró hacia la puerta y se dirigió vacilante hacia ella. Se apartó de un soplido uno de sus rebeldes rizos negros y agarró el pomo. Mientras lo giraba, le vino a la mente la severa advertencia materna.
—Nunca, ¿me oyes, Jimena? Nunca salgas del cuarto sin mi permiso. Si despiertas en mitad de la noche y no estoy, espérame. Pero jamás abras la puerta.
Y nunca lo había hecho, a pesar de que, en plena noche, unos golpes suaves solían llamar a la puerta y a pesar de que su madre saltaba de la cama para escabullirse. Tan solo en una de esas ocasiones se acercó a la puerta y pegó la oreja: escuchó cómo su madre se quejaba en susurros y cómo la voz de un hombre le respondía. También escuchó unos extraños golpes, seguidos de unos bufidos y jadeos que a punto estuvieron de hacerla abrir. Pero no lo hizo.
Sin embargo, en ese momento, impulsada por una fuerza desconocida, la abrió y atisbó nerviosa al exterior. Oscuridad. Tan solo resquebrajada por parpadeantes círculos anaranjados provenientes de varias antorchas moribundas y lejanas. Y ahora ¿qué?, pensó inquieta y asustada.
El lamento, cada vez más cercano, la llamó a seguir el tétrico pasadizo hacia la izquierda. Sentía la gelidez de la piedra bajo las desnudas plantas de los pies como minúsculos puñales que le aceleraban los pasos. Se detuvo en un recodo y oteó temblorosa antes de aventurarse al nuevo pasillo.
Sentía la pesadez de su larga y alborotada melena sobre la espalda, que le brindaba algún resguardo del frío que parecía envolverla y oprimirla. Un paso y otro más y, de pronto, el lamento se trocó en un aullido amortiguado, pero igual de espeluznante. Se detuvo y cerró los ojos.
Sintió ganas de llorar. Ya notaba cómo su delator labio inferior se adelantaba y temblaba. Algo en aquella voz torturada le quebraba el alma. Un dejo familiar que la mortificaba sin misericordia. Negó con la cabeza; en su fuero interno sabía de quién se trataba. Movida más por la desesperación que por el miedo, aceleró los pasos y bajó atropelladamente la escalera de caracol esculpida en la piedra que descendía a las celdas de castigo. Nuevamente se detuvo.
Con la respiración agitada, observó aterrada el resplandor que manaba de una puerta entreabierta. Con incipientes lágrimas que le quemaban los grandes ojos azules, se acercó de puntillas con el corazón golpeándole ferozmente el pecho. El alarido de una mujer reverberó entre los gruesos muros de piedra. Jimena ahogó un gemido de horror cuando avistó la espalda de un monje inclinada sobre un destartalado camastro, tendido sobre el maltrecho cuerpo de una mujer. Su madre.
Entonces no vaciló: dominada por una furia descontrolada, corrió a voz en grito y saltó sobre aquel hombre. Fue entonces cuando vio el magullado y ensangrentado rostro de su madre.
—¡No! Jimena, ¡huye!
La muchacha se encaramó a la espalda del hombre y le mordió el cuello con todas sus fuerzas. El monje aulló, se revolvió con violencia y, de un rápido movimiento, la lanzó por los aires. Ahogó un gemido cuando su flaco y huesudo cuerpo se estampó con dureza contra el pavimento enlosado.
Notó el ferroso sabor de la sangre en la boca: la sangre del demonio, del agresor de su madre. Dolorida, se levantó dispuesta a luchar hasta el final. El rostro enfurecido del hombre se cernió peligrosamente sobre ella. En su cuello, la herida abierta sangraba profusamente.
Jimena apretó los dientes y cerró los puños presta a defenderse. Justo cuando sus sucias y grandes manos le rozaron los hombros, el hombre abrió desmesuradamente los ojos. Un hilillo de sangre brotó de sus labios y alzó la mano hacia su tonsurado cráneo sin llegar a tocarlo. Cayó laxo sobre ella.
—¡Rápido, tenemos que irnos!
Su madre empujó el cuerpo inerte del hombre y la tomó en brazos. Apenas se sostenía en pie. Se le escapó un sollozo, y Jimena la abrazó con fuerza. Cuando giró la cabeza, observó impávida el mango de un puñal asomando de la espalda del monje. Su harapiento hábito ya mostraba una extensa mancha oscura.
—¿Está… está muerto? —preguntó.
Ella la miró y, horrorizada, la niña vio aquel rostro tan amado completamente desfigurado. Tenía un ojo ennegrecido y casi cerrado, la nariz inflamada grotescamente, un corte profundo en su pómulo izquierdo, el labio inferior cortado y sanguinolento y, en la expresión, un sufrimiento añejo y profundo que le nacía del alma. Una rabia insana le ahondó en el pecho, las lágrimas brotaron descontroladas.
—Si en verdad Dios existe, lo estará.
Y, sin añadir nada más, corrió tambaleante. Trastabillaba de tanto en tanto, presa del temor y la desesperación. Jimena supo que su madre no aguantaría mucho más trecho con ella en brazos y se debatió suavemente con intención de soltarse.
—Madre, puedo correr, corro más que el viento, lo dice Mencia —arguyó con decisión.
Su progenitora asintió y la depositó en el suelo con una mueca de dolor. Jimena miró la túnica rasgada por la que asomaban, tímidos, los pechos de su madre y con la mirada empañada, teñida de angustia, se obligó a sonreír.
—Yo lo coseré. Sé hacerlo, quedará como nuevo.
Su madre asintió con un sofocado un sollozo.
—Lo sé cariño, ahora aprisa, hemos de salir de aquí.
Corrieron raudas por los estrechos pasillos. Se detuvieron apenas un instante en el cuarto para hacer un pequeño hatillo con sus pocas pertenencias. Después, la mujer cubrió a ambas con gruesas capas de lana y, finalmente, para sorpresa de Jimena, se puso de rodillas en una esquina y, con movimientos acelerados, levantó hoscamente una losa del suelo. De allí, extrajo un pequeño saco que ató con un cordel a la cintura.
—¿Dónde iremos, madre?
—Lejos de aquí, pero antes nos detendremos en Alarcos. Todo irá bien a partir de ahora, sí, todo irá bien —repitió con la mirada perdida.
Y, sin más dilación, se deslizaron silenciosas hacia el exterior del Sacro Convento de Calatrava, ubicado en el interior del castillo. Un fuerte otorgado a la Orden del Temple por el rey Alfonso VIII con la sola intención de defender la plaza de los moros, pues su posición de baluarte de Toledo lo convertía en una conquista apetitosa.
Descendieron por las escaleras hasta el segundo nivel de la fortaleza, agazapadas en la gruesa muralla. Traspasaron una entrada abovedada que daba al aljibe y recorrieron un pasaje almenado hasta llegar a una pequeña portezuela en la base del torreón noreste. Su madre sacó una llave y la abrió con esfuerzo. La negrura más opresiva y absoluta se abrió ante ellas.
—Escucha bien, pequeña, tenemos que descender por la escalera del torreón: es estrecha y no verás nada, pero no te asustes. Iré delante, bajaré el primer peldaño, pondrás tus manos en mis hombros y descenderás al mismo ritmo que yo, ¿entendido?
Jimena asintió. A la mortecina luz de la luna, el rostro de su madre tomó una dimensión aterradora, como si un espectro se hubiera apoderado de ella. Solo la calidez de su sonrisa le recordó que era la misma mujer que ella conocía.
—Eres una chica valiente; ya te enfrentaste a una docena de lobos tú sola —bromeó.
La muchacha esbozó una sonrisa trémula.
—Y ahora a un monje endemoniado —agregó.
La mujer sonrió y le revolvió el cabello. Un gesto que le encantaba.
—¿Qué son entonces unas simples escaleras?
De pronto, escucharon pasos. Jimena sintió que el corazón se le paraba en el pecho.
—¿Quién está ahí? —gritó una voz grave.
—¡Aprisa, la guardia se acerca! —susurró la mujer entre dientes.
Y se adentraron en aquel agujero negro, que bien parecía las fauces de un monstruo salido del averno.
—Cierra la puerta —exigió con apremio.
Así lo hizo y, de inmediato, puso las manos sobre sus hombros y cerró los ojos. Descendieron lentamente, a un ritmo idéntico, en perfecta sincronía. Los ecos de las pisadas mezclados con los jadeos y exclamaciones dolorosas de la pobre mujer conformaron la melodía más angustiosa que había escuchado jamás.
Por fin, llegaron al final. Su madre sacó de nuevo la llave y, a tientas, logró encajarla en la cerradura y abrir la puerta, cuyos desvencijados goznes gruñeron molestos por el esfuerzo.
Ante ellas, la plateada llanura de los campos de Calatrava se abría invitadora. Más adelante, el río Guadiana zigzagueaba en el valle como una serpiente oscura y sinuosa. Corrieron entre barbechos y se ocultaron en las sombras, al amparo de frondosos árboles. La noche las cobijaba y, por primera vez en su corta vida, Jimena temió lo que le deparaba el día.