CAPÍTULO 15
Encontró a Yarmun en las mazmorras tendido boca abajo en un camastro desvencijado. Sus hombres lo habían curado convenientemente, pues lo necesitaban vivo.
—¿Duerme? —preguntó Álvar.
—No.
Fue el aludido quien contestó. Tenía las manos encadenadas a una argolla de la pared por encima de la cabeza. Volvió el rostro hacia él y lo fulminó con la mirada.
—¿Y Durán? —inquirió a Martín.
—Al final, parece que la idea de convertirse en otro tesoro oculto lo sedujo —respondió con sorna—. No fue lo suficientemente rápido, el último puntal lo derribó. Afortunadamente, su cabeza no fue sepultada por la tierra y lo encontraron vivo aunque dolorido, pero se repondrá.
—Bien, loado sea Dios. Ahora dejadme a solas con el prisionero.
Martín y Bernardo se retiraron con una ligera inclinación de cabeza. Los oscuros ojos del sarraceno lo taladraron.
—No conseguiréis una retirada si esa era vuestra intención —adujo Yarmun.
—Pues no aceptaré otra cosa a cambio de vuestra persona.
—Entonces os quedaréis conmigo —replicó.
Álvar entrecerró los ojos mientras escrutaba la expresión del prisionero.
—¿Van a perder a uno de sus mejores capitanes por esta plaza? No lo creo. Pueden seguir hostigando más adelante, quizás en otra ocasión, hasta conseguirla con vos en sus filas.
—Esta plaza es mucho más importante que yo, os lo aseguro, cristiano.
Álvar negó con la cabeza, no iba a caer en esa trampa.
—Mentís —acusó—. Salvatierra es tan solo un pequeño reducto cristiano en un mar musulmán. Pero no van a pagar un precio tan alto para unificar la región.
El sarraceno sonrió enigmático.
—No; Salvatierra es mucho más que eso, y vos, templario, conocéis mejor que nadie su valor.
Supo al instante a qué se refería.
—Los tesoros a los que aludí en el mensaje solo eran un señuelo. Nada esconden estos muros.
La sonrisa de Yarmun se ensanchó, sus ojos destellaron ladinos.
—Tal vez, esos tesoros en particular no estén custodiados aquí, pero sí otros muchos de los que tengo certeza. ¿Por qué creéis que me enviaron? Mi informador, informadora para ser exactos, consiguió un plano de los subterráneos y jugosa información al respecto.
Álvar maldijo para sus adentros. Ella.
—Vuestra informadora, como la llamáis, os acaba de traicionar.
La mirada del sarraceno se oscureció. Pudo ver claramente la contrición del hombre; supo, entonces, que la herida de su pecho superaba con creces la de su espalda.
—La obligasteis a hacerlo, estoy seguro.
—Sí —admitió Álvar—, la obligué a entregaros, pero no a clavaros una daga en la espalda.
Cerró los ojos, abatido y derrotado; casi sintió lástima por él.
—No debí confiar —murmuró indignado—; solo fui un escalón más. Ahora os tiene a vos hasta que encuentre a otro que defienda mejor sus intereses.
—Yo solo defiendo los intereses de mi Orden y de mi rey —replicó Álvar.
Yarmun dejó escapar una risita cáustica, lo contempló con un dejo de conmiseración y musitó:
—No os engañéis, ella os ha atrapado. Recuerdo a la perfección vuestro rostro cuando la tomasteis en brazos. Tenéis un grave problema, templario, parece que vuestro dios os ha abandonado, pero ella bien vale una excomunión.
Álvar le sostuvo la mirada a la que le imprimió toda la inexpresividad de la que fue capaz, a pesar de que en su interior bullía una inquietud incómoda. A su mente acudió el recuerdo del voluptuoso cuerpo de la mujer acariciado por aquel maldito hombre; casi pudo ver las curtidas manos del sarraceno sobre esa inmaculada piel de seda y reprimió un acceso de furia más dirigido hacia él mismo que hacia el hombre que yacía frente a él. La deseaba, era inútil negarlo, y la energía que consumía al reprimir sus impulsos cuando la tenía cerca le agotaba las reservas con demasiada rapidez. Pero jamás se permitiría sucumbir ante una mujer como ella.
Jimena utilizaba a los hombres a su conveniencia. Era fácil adivinar su interés en él: ella solo ambicionaba los tesoros de la Orden. Y él era el único que tenía acceso a ellos. Ahora, que ella sabía que la llave a los subterráneos colgaba de su cuello, debía extremar las precauciones. Incluso era capaz de arriesgar su vida por ellos.
De pronto, una pregunta lo asaltó. ¿Por qué era tan importante? Ella podría haberse desposado con nobles más poderosos que la habrían cubierto de oro. De modo que el motivo claramente era otro. ¿Entonces? ¿Los secretos de la Iglesia? ¿Los evangelios originales? ¿Los códices bizantinos? ¿Qué buscaba ella? ¿Y para qué? Debía averiguarlo, solo así la detendría.
—¿Nunca os dijo por qué os ayudaba? ¿Qué esperaba a cambio? —inquirió.
Yarmun le sostuvo la mirada mientras meditaba una respuesta.
—Os diré cuanto deseéis saber sobre ella si me desencadenáis; el dolor de hombros me está matando.
Álvar asintió, pero no se movió.
—Llamaré a mis hombres para que lo hagan, os doy mi palabra de caballero, y luego mandaré prepararte algún manjar contundente si me complacéis. Ahora hablad.
El sarraceno sonrió y asintió levemente.
—Deseáis que os provea de un buen argumento para enfrentarla, ¿no? —musitó—. De nada os servirá, templario. Yo siempre supe que era taimada y que solo estaba al servicio de ella misma; saberla peligrosa solo añadió más tentación a la conquista. —Hizo una pausa en la que pareció perderse en los recuerdos; sus oscuros ojos brillaron reflexivos—. Ella es como una araña de hermosos colores que subyuga e inmoviliza y de la que sabes que tienes que huir, mas no encuentras fuerzas para hacerlo hasta que ya es demasiado tarde. Y el veneno es tan potente, que te consume con una rapidez asombrosa. Y lo peor no es eso, lo peor es que estás deseando que vuelva a picarte.
A Álvar no le asombraba el poder que la mujer proyectaba en los hombres; él mismo lo había sentido, casi había saboreado ese veneno letal y delicioso.
—Os agradezco la advertencia —alegó con impaciencia—. Mas no la necesito, solo necesito que contestéis a la pregunta.
—Una noche, después de probar su veneno, me confesó que odiaba a la Iglesia, que habían matado a su madre cuando ella era niña. Sin embargo, supe que no era el resentimiento ni la venganza lo que la había atraído hacia mí. Era otra cosa.
El templario lo miró expectante, pero el prisionero guardó silencio. Esa pausa intencionada significaba una nueva negociación. Respiró hondo y se encogió de hombros.
—No puedo liberaros, y lo sabéis —replicó.
—No mientras me necesitéis para vuestra negociación, de la cual ya os he anticipado el resultado. Solo os pido que me liberéis cuando rindáis el castillo.
—Os aseguro que no está en mis planes.
—No tendréis otra alternativa. Mis órdenes eran no regresar sin haber conquistado la plaza; el califa al-Nasir viene con refuerzos. Mientras llega, mis generales adoptarán las mismas medidas. Nadie es indispensable cuando la recompensa esperada es de semejante calibre.
Si aquel hombre no mentía, Álvar tendría serios problemas.
—Si finalmente cedo la plaza, os liberaré. Ahora quiero saberlo todo.
El hombre, en realidad, tendría que liberarlo si entregaba el castillo, pues no hacían prisioneros tras un combate; un detalle que el sarraceno, por fortuna, desconocía.
—Ella busca un blasón que su madre enterró en esta región, entre Alarcos y Calatrava. Según me dijo, dentro había un plano y, en él, unas indicaciones precisas para hallar un pequeño arcón. Ella cree que encontrará legajos con valiosa información.
¡El blasón de su Orden! ¡El que su madre había robado! Atónito, sintió como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. Con una maraña de pensamientos que chocaban entre sí, se arrodilló frente al prisionero con semblante amenazador.
—Concretad el lugar —exigió.
—En aquel entonces lo había enterrado dentro de un viejo cobertizo, pero ella me dijo que, años después, regresó y que aquel cobertizo ya no estaba.
Un plano dentro del blasón, un arcón, unos legajos. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué secretos escondía su Orden? Era vital encontrarlo antes que ella. Salió de la celda confuso y preocupado. Pensativo, fue en busca de sus hombres, pues tenía que comenzar la negociación con el alto mando almohade. Después, se retiraría a meditar a su cámara y, finalmente, iría a visitar a su enrevesada paciente.
—Bebe, niña —instó Mencia al tiempo que inclinaba la jarra sobre los labios de Jimena.
Tragó todo el horrendo contenido entre muecas y guiños. El hedor que manaba del brebaje aumentaba peligrosamente las náuseas que le agitaban el estómago.
—¡Por todos los santos, es inmundo! —se quejó.
Mencia depositó la jarra vacía sobre la mesa y la miró con simulado enfado.
—Pero necesario, ¿o acaso prefieres soportar el dolor?
—Tendría que pensarlo, no sabría decirte qué es peor —respondió quejumbrosa.
Mencia sonrió, sus mejillas regordetas se ensancharon y resaltaron sus pómulos casi siempre ocultos cuando estaba seria. Sus vivarachos ojillos castaños brillaron divertidos. Un par de mechones despeinados asomaban de su cofia de lana verdusca.
—Eres una convaleciente horrible —le increpó risueña.
—Siempre lo fui, por eso el cielo me regaló a la mujer más dulce y paciente del mundo para que cuidara de mí.
Mencia la miró emocionada, se inclinó sobre ella y le besó la frente.
—Sabes cómo ablandar a esta vieja tonta —le recriminó entre lágrimas.
Jimena la observó con infinita ternura. Alzó una mano y la enlazó con la de la doncella.
—Ni blanda, ni vieja, ni tonta; eres un amor, mi buena Mencia, y pienso devolverte todos y cada uno de vuestros cuidados y mimos cuando los necesites.
La señora se inclinó de nuevo y la abrazó con suavidad.
—Eres como la hija que nunca tuve; una hija rebelde y alocada que me carga de preocupaciones y disgustos, pero a la que adoro.
—Y tú, todo cuanto una hija podría desear.
El abrazo se dilató y de él manaron sentimientos profundos y verdaderos. Era su madre en la Tierra, enviada por su madre en el Cielo. Su ángel guardián. La quería con toda la fuerza de su alma y recibía en la misma medida lo que otorgaba.
Unos golpes en la puerta rompieron un silencio lleno de palabras. Guillén se adentró en la estancia con paso firme y sonriente semblante.
—¡Vaya, veo que mi bella esposa ha recobrado el color!
Jimena le sonrió y guardó su desilusión; era otro rostro el que anhelaba ver.
—Me encuentro mucho mejor: el dolor permanece, aunque más apagado y soportable. Además, me encuentro débil y famélica.
—Nada que un buen caldo no solucione —comentó Mencia—. Ahora mismo prepararé uno.
Y, sin más, salió de la alcoba, ligera y bulliciosa. Guillén se sentó junto a su esposa en el lecho y le posó con gentileza la mano en la frente.
—El templario ha hecho un buen trabajo —opinó mientras le indagaba el rostro.
Jimena no había visto la herida, pero sentía sus estragos, y saber que las manos de Álvar habían estado sobre su cuerpo la tranquilizaba y alteraba al mismo tiempo. Haber estado entre sus brazos, incluso en tan lamentables condiciones, la había hecho sentirse protegida y segura.
—Es un hombre avezado en esas lides, curtido en innumerables batallas, instruido y culto. —Y rabiosamente apuesto, pensó Jimena.
El hombre bajó la mirada. Puso la atención en su mano, parecía tenso e incómodo.
—Y un fervoroso hombre de Dios —le recordó.
Sonrió en un intento por aliviar el visible malestar de su esposo.
—¿Cómo van las cosas ahí fuera?
—Igual —contestó—. Supongo que en este momento estarán mandando un emisario con las condiciones de la liberación. Recemos para que acepten y se retiren; en caso contrario, lo habremos perdido todo. —La miró con rencor—. Aunque a ti no parece importarte. Imagino que es lo que deseas.
Jimena tragó saliva, incómoda. La herida le dolía, y se encontraba fatigada; lo último que deseaba era un enfrentamiento.
—Ya te expliqué mis motivos —arguyó con malhumor.
—Motivos que perjudican a demasiada gente inocente, ¿no crees? ¿Alguna vez te has parado a reflexionar en la repercusión de tus actos? ¿O eres tan egoísta e insensible que pasas por encima de todo con tal de conseguir tus propósitos?
—Pienso que depende de la transcendencia del propósito en cuestión —respondió cada vez más airada—. Y, en este caso en particular, soy consciente de las víctimas colaterales que dejo a mi paso; no obstante, el fin justifica los medios.
Guillén resopló, mostraba su frustración.
—No, querida, te equivocas, el fin no justifica los medios. En realidad, son los medios los que conforman si el fin merece la pena. Al igual que son los actos los que definen a un individuo. Y los tuyos hablan muy mal de ti.
Jimena enrojeció, embargada por la ira, pero también por la vergüenza.
—La verdad que aguarda su revelación bien vale mi sacrificio y el de los que están a mi alrededor si gracias a eso su luz ilumina el oscurantismo impuesto por la Iglesia.
Guillén se levantó impaciente y alterado. Se pasó la mano por su trigueño y lacio cabello y la contempló con exasperación.
—¡La verdad! —profirió exaltado—. La verdad no cambiará el mundo, porque los seres que lo habitan seguirán inmersos en sus propias miserias. Los hombres necesitan reglas, temor y disciplina para contener el animal que llevan dentro. Si alteras ese orden, todo se derrumbará. La Iglesia, como institución, nos ofrece una guía, equivocada o no, pero necesaria. ¿Lo entiendes?
—Lo único que entiendo —espetó furiosa— es que tu guía es diferente de la mía. Que yo, como mujer, me rijo por reglas más estrictas e injustas. Que nos hacen creer en una falsa inferioridad para someternos y anularnos. Lo único que entiendo es que prefiero guiarme sola antes que entregar mis riendas a un poder cruel, ambicioso y corrupto. Lo que deseo para mí, lo deseo para mi prójimo y, en ese punto, me ciño a las escrituras.
Su esposo negó con la cabeza en actitud huraña.
—El perro no pidió nacer perro, pero eso es lo que es.
Se contemplaron mutuamente en un duelo de miradas furiosas. Jimena finalmente se recostó rendida por el malestar físico y emocional. Muchas veces se había recriminado utilizar a los demás en su beneficio, pero también se disculpaba pensando que su conducta derivaría en un bien común que liberaría al pueblo del férreo yugo eclesiástico. Y, ahora, Guillén intentaba hacer tambalear su determinación, sembraba la duda y alimentaba los remordimientos que la acosaban con tanta frecuencia. Pero ella no cejaría en su empeño. Ella les mostraría la verdad. La verdad era liberadora, y la libertad siempre era el mejor de los regalos.
—Necesito descansar —musitó con sequedad.
Guillén asintió, todavía agitado, pero aparentaba calma, y se inclinó para besarle la mejilla.
—Disculpa mi vehemencia; entiende que tan solo pretendo liberarte de una carga que, tal vez, no merezca el esfuerzo.
—Comprendo —se limitó a decir.
Cerró los ojos y dio por terminada la conversación. No lo escuchó caminar hacia la puerta. Supuso que la observaba y aquello la puso más nerviosa.
—Te ayudaré —decidió el hombre en tono vencido. Jimena abrió los ojos con sorpresa.
—Juntos encontraremos el blasón y descubriremos la dichosa verdad. Tú decidirás qué hacer con ella, solo así comprenderás tu error y, para entonces, solo me tendrás a mí para consolaros.
—¿Tanto me amas? —inquirió incrédula.
—¿Crees que soportaría tus coqueteos con el templario si no te amara? Quiero pensar que tu interés en ese hombre solo se debe a tu perseverante cometido y, puesto que te he ofrecido mi colaboración, quiero creer que ya no lo necesitas. Así, pues, mi dulce esposa, vigilaré de cerca tu lealtad y, si la traicionas, no solo perderás a un colaborador sagaz, sino también a un amigo.
Se encaminó lentamente hacia la puerta, se detuvo y dio medio giro para rubricar sus palabras con una mirada amenazante.
—Y, como enemigo, no tengo igual.
Una extensa nube de polvo ocre se arremolinó tras la cabalgadura que, veloz, regresaba con las noticias que aguardaban impacientes. Álvar descendió del adarve, cruzó el patio de armas y se dirigió al rastrillo que ya se elevaba para dejar pasar al emisario que portaba las nuevas.
Corría septiembre, un mes de transición, de clima impredecible, en el cual se mezclaban indecisas dos estaciones. En un mismo día, podían sufrir un sol de justicia, una tormenta estival y una noche casi de invierno. Por lo general, las noches en el páramo solían ser frescas, y se agradecía el abrigo de una buena capa.
En ese instante, el sol barría los campos, abrasador e implacable, y resaltaba los brillantes colores de estandartes y pendones moriscos, y de las numerosas tiendas que salpicaban la campiña. Pronto serían más si la confesión de Yarmun resultaba cierta.
El emisario descabalgó con agilidad y corrió hacia el templario con expresión grave.
—No piensan retirarse —comenzó agitado—. De hecho, esperan al califa al-Nasir con un ejército experimentado en asaltos; vendrán equipados con máquinas de asedio y no cejarán hasta conseguir la fortaleza.
Álvar maldijo en voz alta y cerró los puños, tenso y preocupado.
—Además —prosiguió—, exigen la libertad de Yarmun o no tendrán piedad con nosotros.
Rodeado por sus hombres, meditó sobre la situación en la que se encontraban. Pensó en los habitantes del castillo, en las mujeres y los niños, en los ancianos y los jóvenes que, en ese momento, se hacinaban en el gran salón. Nadie quería estar solo dadas las horribles circunstancias. No obstante, cada uno de ellos era necesario para defender no solo su hogar, sino también sus vidas. Comenzaba una batalla, y Álvar ya vaticinaba que sería larga y cruenta. Como en todas en las que participaba, se emplearía al máximo y se exigiría hasta con el último aliento la protección de los que Dios había puesto a su cargo.
Martín, que adivinaba sus pensamientos, le apoyó una mano en el hombro. Bernardo hizo lo propio sobre el hombro de Martín; a su vez, Durán imitó el gesto sobre Bernardo. Álvar cerró el cuadrado, símbolo de los cuatro elementos, de los cuatro puntos cardinales, de lo terrestre, del orden y la fuerza. Aquellos hombres a los que había confiado la vida en tantas ocasiones eran la piedra angular de su existencia. Moriría por ellos, y aquel sentimiento era recíproco.
—Hermanos, tenemos un castillo que defender.
Se miraron unos a otros y profirieron al unísono la oración previa a la batalla:
—¡Dios, mi Señor, consigue con mi espada que aquellos que te buscan te encuentren. Dame fuerza para los desalentados, dame esperanza para los oprimidos, dame misericordia para los arrepentidos; sobre todo da tormento a los perversos y, ante todo, justicia para los excluidos!