CAPÍTULO 17
Fue tras las primeras luces del alba cuando la primera catapulta descargó su andanada. Impactó en el muro este y derribó parte de la almena central. Los soldados corrían por los adarves para ocupar sus posiciones. Apoyaban las ballestas en las saeteras, troneras o arpilleras, apuntaban y disparaban las flechas a un ritmo constante.
El califa al-Nasir había engrosado su ejército con centenares de hombres y cuarenta máquinas de asedio, entre ellas, decenas de trabuquetes: las más potentes y grandes catapultas que existían, capaces de lanzar proyectiles de piedra a más de doscientos metros. Contaban, además, con balistas —una especie de ballesta gigante sobre un trípode que lanzaba jabalinas—, arietes con extremos reforzados y torres de asedio con ruedas de madera que poseían una escalinata en el interior para que los atacantes pudieran ascender a los muros protegidos.
Los tambores almohades acompañaban el asalto con un ritmo frenético y atemorizante. Martín vociferaba instrucciones a la guardia del castillo ante la indignación de su encopetado capitán, uno de los enamorados de Jimena que había compartido mesa con ella la noche de su llegada. El hombre, de tez clara, cabellos castaños y rizados y ojos de color miel, fruncía el ceño en total desacuerdo con las órdenes. Álvar se acercó a ellos.
—¿Algún problema?
El capitán, de nombre Damián Hidalgo, asintió con el ceño malhumorado.
—He sugerido lanzar flechas incendiarias contra las torres de asedio cuando estén a tiro, y ese hombre ha anulado mi orden.
—Ese hombre —comenzó Álvar— es mi brazo derecho, uno de los generales que participó en el asalto a Constantinopla y sabe mejor que nadie cómo piensa el enemigo. Las flechas incendiarias no sirven de nada cuando sabemos perfectamente que las torres están protegidas con pieles húmedas.
Damián, ofendido, miró a Martín y negó con la cabeza.
—Yo soy el capitán de este castillo —rezongó con altanería.
—Pero este castillo está ahora bajo mi protección —rebatió Álvar— y, como tal, soy yo quien decide la estrategia a seguir. Me enviaron para tal fin y pienso cumplir con mi obligación. Si deseáis ser de ayuda, aceptad de buen grado las órdenes y conseguid que vuestros hombres las cumplan con eficiencia; de lo contrario, os convertiréis en el capitán muerto de un castillo devastado.
Damián le sostuvo la mirada con terquedad, no obstante, se mantuvo en silencio. Álvar no perdió más tiempo y subió a la torre este para evaluar los daños. Desde allí contempló con preocupación el extenso y preparado ejército almohade que regaba los campos con los colores de sus pendones y deslumbraba con el reflejo del metal de escudos y armas. A su memoria acudieron tantas batallas similares; por su experiencia, supo que la victoria dependería de la astucia, pues en fuerza y equipamiento el enemigo los sobrepasaba con creces.
Oteó el horizonte y de inmediato supo que, si los cercaban con las torres de asedio, no dispondría de hombres suficientes para repeler la incursión, por no mencionar los temibles trabuquetes: la potencia de sus disparos harían añicos la fortaleza. En cuanto a los arietes, no le preocupaban tanto; la fortaleza solo tenía dos puntos débiles: el portillo, que había mandado asegurar con planchas de acero, y la entrada principal con su barbacana y su rastrillo. Lamentablemente, el castillo no contaba con foso; sin embargo, estaba convenientemente enclavado en un elevado peñón rocoso, y los diferentes niveles escalonados e independientes les aseguraban la retirada hasta el último bastión: la torre del homenaje. Tal vez, para entonces, habrían llegado refuerzos. Con un plan en mente, descendió y llamó a sus hombres.
—Hay que construir un mangonel en cada uno de los cinco niveles del castillo; con ellos podremos derribar las torres de asedio que se acerquen. Es la catapulta más sencilla, y su fácil manejo nos permitirá que cualquier hombre sea capaz de manejarla. Necesito a todos los soldados entrenados para defender las murallas.
—Acabo de revisar los almacenes —informó Durán—. Como mucho tendremos provisiones para una semana, a lo sumo dos y, por lo que he podido ver ahí fuera, si resistimos mientras tengamos alimento, será un milagro; no quiero imaginar qué pasará después.
—Tendremos que racionar —opinó Bernardo—. Hay un pequeño corral con animales, y podremos echar mano a los caballos si surge la necesidad, aunque nosotros no podamos beneficiarnos de esa reserva.
Una de las reglas de la Orden era que las monturas, al igual que ellos mismos, solo podían morir en la batalla. Álvar asintió y pensó en todos los reglamentos que tendría que transgredir hasta lograr salir de ese castillo. Si lo hacía.
—Ahora el principal de nuestros problemas son los malditos trabuquetes. Ordenad a los mejores arqueros que disparen a las eslingas. Si logran dañarlas, tendrán que cambiarlas y ganaremos tiempo para construir los mangoneles.
Sus hombres asintieron; Álvar miró en derredor; solo los soldados defendían el castillo.
—Quiero que todos los habitantes, hombres, mujeres, niños y ancianos, formen grupos de avituallamiento. Cada grupo servirá a una facción defensiva. Tendrán que fabricar lanzas y flechas y amontonar todas las piedras que encuentren. Además, transportarán los calderos de aceite hirviendo y proveerán de agua y alimento a la guardia. Disponed turnos de cuatro horas para que los hombres descansen por la noche.
No bien terminó de hablar, sus hombres marcharon raudos a ocupar sus puestos. Un estruendo sacudió la muralla este de nuevo. Maldita sea, pensó Álvar y corrió a comprobar la repercusión del impacto. En el adarve yacían inmóviles varios soldados atravesados por jabalinas; la sangre ya teñía las almenas. El inmenso pedrusco había desplazado varios bloques de la parte superior, pero el muro resistía.
Gritó a los hombres que despejaran el pasillo y amontonaran los cadáveres en un rincón. Álvar bajó con la intención de organizar a la plebe cuando el clérigo lo asaltó bajo la arcada que descendía al patio de armas.
—Vengo a pediros que cobije en la capilla a las mujeres y a los niños; rezaremos por la salvación de nuestras almas y de este castillo maldito. He preparado una misa de redención y…
—No; necesito a todas las personas que sean capaces de mantenerse en pie.
Ambrosio de Nimes lo miró desdeñoso, arrugó los labios y se frotó la frente, visiblemente indignado.
—Serían más útiles pidiendo a Dios otra oportunidad para lavar sus pecados y los vuestros.
Álvar sintió el impulso de apartarlo sin más de su camino.
—Padre, las oraciones no derrotarán a nuestros enemigos.
—Sois un sacrílego —escupió el sacerdote, ofendido—; menospreciáis el poder divino. Sin duda, el demonio ha mancillado vuestra fe.
—Apartaos de mi camino; no tengo tiempo que perder.
Y esquivó impaciente al anciano, que se persignaba entre funestos murmullos. Un gritó en forma de amenaza resonó en sus oídos.
—¡Estáis maldito! ¡Pagaréis caro vuestra debilidad! Y estas gentes serán vuestras víctimas.
Álvar no se volvió; el molesto clérigo sin duda no estaba en sus cabales. Ya se alejaba cuando escuchó un extraño cascabeleo. Aquel sonido despertó en él una sensación inquietante. Ambrosio sacudía su báculo al cielo, como clamando una petición. Su rostro ajado y cadavérico reflejó una furia pasmosa.
En su mente, pensamientos desordenados pugnaban por encontrar su lugar. Lamentó no tener tiempo para meditar sobre aquello. Otro proyectil retumbó en la muralla, lo que provocó una nube de polvo y arenisca que se extendió por las almenas. Estaban ajustando la puntería a diferentes distancias. Los siguientes disparos caerían sobre el patio de armas y las cabañas del primer nivel. Álvar decidió colaborar en la construcción del primer mangonel; era primordial comenzar el contraataque.
Jimena escuchaba aterrada los estruendosos impactos contra la muralla, los escalofriantes silbidos de las flechas, los gritos de alarma y los tambores que acompañaban toda aquella barahúnda belicosa. Acompañada por Mencia y otras dos doncellas —Petronila, una muchacha joven, bonita y bulliciosa, y Aura, una mujer adusta y reservada—, aguardaba noticias del asalto.
Petronila se frotaba las manos sin cesar, nerviosa y asustada; sus grandes ojos negros bailaban inquietos de un lado a otro. Aura permanecía impávida y absorta en sus pensamientos. En cambio, Mencia aligeraba su expresión con una sonrisa serena y, sin soltarle la mano, murmuraba palabras de aliento que Jimena escuchaba agradecida.
Sin embargo, la única persona que la habría hecho sentirse segura era la que estaba al frente de la defensa. Todavía permanecía en su piel el recuerdo de sus besos, de sus ardientes caricias; en su boca perduraba el sabor del hombre. Remembrar aquellas sensaciones incrementaba las ganas de repetirlas. Tener a aquel hermoso hombre sobre ella, entregado a la pasión; poder acariciar aquel vigoroso cuerpo, ser besada como si fuera devorada, sentirse deseada con la fuerza de un vendaval era cuanto requería. Le había hecho sentir una extraña y desconocida sensación de ingravidez, un aleteo delicioso que le había erizado cada terminación nerviosa, un palpitar acelerado y cambiante que la había dejado sin aliento. Sabía lo que significaba aquello, y dedicarle más de un pensamiento era aceptar su fracaso.
Su única opción era alejarse de él: ya no lo necesitaba; en todo caso solo necesitaba a su medallón, y ahora que Guillén se había afirmado como su secuaz, dejarlo a un lado debía de resultar no solo sencillo, sino también aconsejable. A pesar de eso, las imperiosas ganas de estar a su lado y de sumergirse en sus rasgados ojos de gato del color de la plata pulida se acentuaban a cada momento. A sus pesares se unía otro más: el desasosiego por su vida. Al estar inmerso en una batalla, la muerte era una opción aterradoramente cercana; la sola posibilidad de perderlo le abría un abismo oscuro, yermo y gélido bajo los pies.
Aquella noche, cuando él se fue, el sueño le rehuyó y quedó flotando en una nube reviviendo cada momento. Pero, cuando consiguió dormirse, fueron las pesadillas las que la asaltaron. Hacía tiempo que no las sufría, y ese resurgimiento le había instalado en la mente una desazón descorazonadora. La pesadilla siempre era la misma: la tortura y la muerte de su madre, monjes riéndose ante su dolor, gritos espeluznantes y un cuerpo laxo que se balanceaba de una cuerda con una mueca grotesca en su desfigurado rostro.
¿Acaso serían aquellos sueños un aviso? ¿Se estaría desviando del verdadero camino? ¿Su interés en el templario supondría una traición a la memoria de su madre? Si algo tenía claro, era que debía aprovechar aquel caos bélico para filtrarse de nuevo en las mazmorras; desafortunadamente su herida la confinaba a la cama, por lo que habría de esperar unos días más. Y, durante ese tiempo, debía encontrar la manera de sustraer el medallón o, en última instancia, conseguir fabricar una réplica efectiva.
Guillén entró alterado a la alcoba y contempló a las tres mujeres. Luego, se acercó hasta la cama, se sentó y fijó sus verdes ojos en Jimena.
—¿Cómo te encuentras hoy?
—Mejor, pero aún débil.
Guillén le tomó la mano y se la llevó a los labios.
—Mencia se quedará a cuidarte; los demás tenemos que ayudar en la defensa.
La muchacha abrió los ojos asombrada.
—Acaban de dar la orden: van a formar grupos para abastecer a los soldados; necesitan todas las manos disponibles.
Aura se santiguó, cerró los ojos y musitó una plegaria. Petronila se llevó los dedos a la boca y comenzó a mordisquearse las uñas.
—¿Tan mal están las cosas? —inquirió Jimena.
Su esposo asintió con semblante grave.
—Los sarracenos son numerosos y disponen de armamento avanzado. Y no cejarán hasta conquistar esta plaza. Deberíamos negociar la rendición antes de que nos aplasten.
—¿Dónde está Marcial, mi esposo? —preguntó Petronila.
—Están construyendo una especie de catapulta; Álvar dirige a los hombres, Marcial y Norberto están con él.
—Mi Norberto no es un soldado —espetó Aura—; no tiene ni idea de cómo empuñar una espada; es un simple carpintero.
—Pues tendrá que aprender y rápido —adujo Guillén.
—Deberíamos estar en la capilla —opinó Aura— rezando por el perdón de nuestros pecados. Las mujeres no entendemos de guerras, ni deberíais obligarnos a arriesgar nuestras vidas.
A Jimena le molestó escuchar aquello.
—Las mujeres entendemos cuanto nos propongamos, pues tenemos la capacidad suficiente para ello. Y, si se trata de nuestra vida o la de los que amamos, puedo asegurar que nos convertimos en expertas en cualquier arte.
—¡Que afortunados los sarracenos! —exclamó Guillén en tono mordaz—. Pues si mi bella esposa no se encontrara convaleciente en este lecho, bastaría el filo de su lengua para que huyeran despavoridos. ¡Ah, no! Olvidaba que ella es partícipe de este asalto.
Jimena abrió los ojos desmesuradamente y se le secó la garganta; un nudo le atenazó el estómago ante aquel inesperado ataque.
—Al parecer, tu particular ofensiva comienza dentro de esta alcoba. No malgastes tu fiero ímpetu, esposo, con quien no lo merece; resérvalo a los centenares de enemigos que aguardan fuera de estos muros.
Guillén la fulminó con la mirada; no obstante, y para su asombro, le dedicó luego una sonrisa pacificadora e, inclinándose junto a ella, le depositó un beso en la frente.
—No te sulfuréis, querida, y disculpa mi arrebato como yo disculpo tantas otras cosas.
Le dedicó una mirada enigmática que no supo interpretar, pero que la llenó de desazón.
—Hemos de irnos; descansa y no te preocupes por mí.
El tono que utilizó había sido claramente burlón. Jimena asintió embargada por una creciente inquietud. El hombre salió de la estancia en compañía de las dos sirvientas. En el exterior, los disparos contra la muralla continuaban incansables, los gritos se sucedían de torre a torre, y aquellos tambores persistentes ungían el ánimo con una oscura y opresiva pesadumbre. Jimena, absorta en sus propias reflexiones, descubrió una mirada reprobadora sobre ella.
—La prudencia, niña, es la mayor de las virtudes —comenzó Mencia con severidad—, pues encubre defectos y previene insensateces. Además, es clara evidencia de inteligencia: una cualidad que parece haberte abandonado.
—No entiendo a qué viene tanta reprimenda —se quejó la muchacha.
Mencia sacudió la cabeza, furiosa; resopló y cerró los puños para contener el impulso de abofetearla.
—Si la actitud de tu esposo no te ha puesto alerta, resulta evidente el grado de necedad que sufres desde que ese hombre entró en este castillo.
Jimena le sostuvo la mirada a pesar de notar un rubor revelador en sus mejillas. El calor se le extendió por todo el rostro y le instaló una culpabilidad que había conseguido adormecer engañosamente.
—Niña, has cometido el grave error de subestimar a Guillén, y ese craso error puede tener consecuencias fatales.
—Pero yo no…
Mencia arrugó el ceño con cólera, las aletas de la nariz se le dilataron como los de un buey a punto de embestir un vallado.
—¡No! —gritó—. ¡No insultes mi inteligencia! Sé lo que ocurrió anoche en esta alcoba.
Jimena bajó la mirada entre confundida y avergonzada.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Vi tu camisola rasgada y, si eso no hubiera sido suficiente, la marca de dientes que luces tan insensatamente en tu hombro izquierdo no deja lugar a dudas sobre lo ocurrido. Lamentablemente, no soy la única que lo ha notado.
—Guillén no puede haber visto esa marca —adujo Jimena señalando su nuevo y cerrado camisón—. En cuanto a la camisola de anoche… ordené a Petronila que la convirtiera en trapos.
—Un hombre que presencia cómo su esposa coquetea descaradamente con otro y que es vista por el sacerdote de la comunidad en brazos de ese mismo hombre no es lo más apropiado. Convendrás conmigo en que lo más razonable para cualquier esposo receloso es vigilar de cerca a su mujer. Si no es él en persona quien lo hace, cabe suponer que tendrá a alguien que espíe subrepticiamente. De cualquier forma, si algo ha quedado claro, al menos para mí, es que Guillén sabe que anoche Álvar estuvo en este cuarto y no precisamente para curaros.
La alarma que había intentado mitigar ante la cruda actitud de Guillén resonaba ahora y le ensordecía los oídos. Si Mencia estaba en lo cierto, se acababa de ganar un enemigo temible.
—¿En qué estabas pensando? ¡Por el amor de Dios! —la increpó Mencia mientras se llevaba, airada, una mano a la frente.
Jimena fue incapaz de contestar. Simplemente, no había pensado; ese había sido realmente el problema en cuanto a Álvar. Cuando estaba junto a él, los impulsos tomaban el timón, las emociones soplaban sus velas y la pasión levaba el ancla de su cordura para dejarla a la deriva en un mar confuso y agitado pero incitante.
—Ay, Mencia, ¿qué voy a hacer? —se lamentó.
La mujer la contempló pensativa, chasqueó la lengua resignada y se sentó a su lado.
—Salir del pozo —respondió con rotundidad—. Sé lo que Álvar te hace sentir; solo hay que verte la cara cuando lo tienes delante: te subyuga irremisiblemente. Y esa sensación, esa falta de control sobre la situación, tan desconocida para ti, te resulta atractiva y estimulante; mas el peligro que entraña no merece el placer que aporta.
Mencia hizo una pausa, respiró hondo y le tomó una mano entre las suyas. La furia se le desvaneció en una mueca apesadumbrada y piadosa.
—Debes alejarte de la tentación; evita estar a solas con él, céntrate en lo que viniste a hacer, por mucho que lo desapruebe, y gana de nuevo la confianza de vuestro esposo.
Jimena asintió.
La preocupación se extendió sobre ella como las negras alas de un cuervo que aleteaban funestos presagios, sumían su optimismo en pesadas y desalentadoras sombras.
—Lo primero es apaciguar a Guillén —continuó Mencia—: Un esposo ultrajado, que además reprime su ofuscación, es como un volcán latente e imprevisible, presto a arrojar su inmundicia sin ninguna piedad. Cuanto antes descargue su enojo, antes podrás aliviar su angustia para evitar, de ese modo, que acumule más saña.
—Es fácil decirlo —musitó Jimena con abatimiento.
—Hace un momento creí oírte decir que las mujeres son capaces de todo, ¿no es así? Piensa en tu madre, en lo que sufrió por no revelar el secreto que heredaste. Hazlo en su memoria.
—Anoche soñé con ella —confesó.
—Es un aviso, una señal —confirmó Mencia.
—Eso pensé.
—Pues hazme caso; Guillén no lo merece, pero Álvar tampoco; y, de todos los hombres con los que puedes jugar, él sería la última opción. Estás en deuda con él.
Jimena lamentó que él único hombre que había logrado interesarle fuera un hombre vedado.
—Ya no.
Mencia arqueó las cejas interrogante.
—Me hirieron por intentar salvar su vida.
—Pues si la deuda está saldada, tan solo te resta retirarte del camino de un hombre de Dios. Vuestros senderos son opuestos, y lo sabes sobradamente.
—Llevas razón en cuanto dices, solo espero que a partir de hoy el buen juicio me guíe. Sé cuál es el camino a seguir, ahora solo hay que rezar para que mis pasos lo sigan.
Mencia se frotó la mano con vigor y sonrió complacida.
—No temas, muchacha, estaré detrás tuyo para empujarte cuando flaquees.
Un gigantesco proyectil cayó sobre las caballerizas del patio de armas y derrumbó la estructura. La madera de los pilares se astilló y voló en afiladísimas y letales púas. Una de ellas se le clavó a Álvar en el hombro y se lo atravesó. Otros soldados no tuvieron su suerte. Por fortuna, el mangonel en construcción quedó intacto. Álvar apretó los dientes, mientras Bernardo extraía el afilado fragmento de su hombro con la delicadeza de un asno pateando un fardo de heno.
—Habría sentido menos dolor si me hubieras clavado otra astilla en el mismo sitio —masculló.
—Al menos la he sacado en dirección a la veta de la madera —se defendió Bernardo.
—Todo un detalle —se mofó.
—¿Puedes mover el brazo con facilidad?
Álvar lo extendió con una mueca de dolor, abrió y cerró el puño varias veces y giró el codo en distintas direcciones.
—Sí, parece que no ha afectado mi movilidad. Creo que nunca he necesitado tanto los dos brazos.
Bernardo se rascó la hirsuta barba castaña y sonrió jactancioso.
—¿Necesitas las dos manos para pelear? Yo con una soy invencible.
Álvar sacudió la cabeza mientras rasgaba un trozo de su túnica, se lo pasaba bajo el sobaco y lo anudaba toscamente sobre la herida.
—A ti te bastaría con la cabeza —convino Álvar—. Serías capaz de embestir y derrotar una cabra montesa sin inmutarte. Hasta berreas como ellas.
Bernardo soltó una abrupta carcajada y le palmeó la espalda con vehemencia. A Álvar le rechinaron los dientes por la violenta sacudida.
—Solo me faltan los cuernos —bromeó.
—Tal vez porque no te has casado.
Las carcajadas del hombretón contrastaron con los lamentos de los heridos, que ya estaban siendo trasladados al gran salón.
—Puede que se los pida prestados a nuestro noble anfitrión —sugirió con sarcasmo.
La alusión a Jimena lo ofendió. Incómodo y contrariado, no replicó y se concentró en ajustar el nudo del precario vendaje.
—Pero, claro —continuó Bernardo—, una hembra así necesita ser satisfecha debidamente, y el bueno de Guillén parece no dar la talla, por eso ella busca un buen macho que la colme.
—¡Cierra la boca! —exclamó Álvar airado.
Bernardo lo miró extrañado y, como era habitual en él, no siguió su consejo.
—Vamos, ambos sabemos qué clase de mujer es. Y puedo asegurarte que si no fuera por mis votos le daría una buena ración de…
No terminó la frase. Álvar le descargó un tremendo puñetazo en la mandíbula, que le giró la cabeza como una peonza y lo derribó sobre el polvoriento pavimento.
—¿Qué demonios…? —rugió Bernardo mientras se frotaba el mentón.
—Estaba probando mi potencia —alegó Álvar y lo taladró con la mirada.
—Pero si me has golpeado con la derecha —replicó Bernardo aturdido.
—Es cierto, me habré confundido. Levántate y lo repetiré con la izquierda.
Bernardo se incorporó y abrió la boca varias veces para comprobar el estado de su mandíbula, después se la frotó y lo miró furibundo.
—Puedo asegurarte que no pondré la otra mejilla.
—¿Qué está pasando aquí?
Martín se acercó a ellos con semblante preocupado.
—Álvar ha perdido el juicio.
—¡Estás herido! —exclamó alarmado Martín con los ojos fijos en el ensangrentado vendaje.
—Solo es un rasguño —respondió Álvar con indiferencia.
—Doy fe de ello —confirmó Bernardo, que continuaba moviendo la mandíbula en círculos.
Álvar escuchó el agudo relincho de dos caballos moribundos. Varios hombres intentaban rescatarlos del amasijo de maderos y cañizo en que se había convertido la caballeriza. Se acercó justo cuando lograban arrastrar a uno de ellos. Sangraba por las orejas y los ollares, sacudía desesperado la cabeza y esparcía una saliva blancuzca y espumosa. No podía ponerse en pie por mucho que lo intentaba; su lastimoso estado dejaba claro el único remedio a seguir.
Era el blanco corcel de Jimena, una yegua soberbia, regia y altiva, como su dueña. Los hombres la contemplaron con pena: tenía las patas rotas, en sus agónicos relinchos se percibía el sufrimiento del animal que, testarudo, se agitaba convulso en su desesperación por escapar. Álvar no lo dudó. Desenvainó la espada y, de un limpio y rápido movimiento, hundió la hoja en la nuca de la yegua. El animal cayó laxo, libre de dolor y de vida.
El otro caballo apenas jadeaba; sus resoplidos eran débiles y permanecía inmóvil, aunque sus ojos medio cerrados todavía brillaban en mudo reconocimiento. Lo liberó con celeridad. Sin más dilación, llamó a sus hombres y se encaminó hacia el mangonel que estaba casi terminado. Trabajó sin descanso entre órdenes continuas, exigencias y requerimientos en las murallas atacadas. Por fin, al atardecer, el artefacto estaba acabado.
Marcial, Norberto y Tomás, el palafrenero, engancharon el eje principal a la gruesa barra trasera del artilugio. Álvar tomó la cuerda que colgaba del eje y, en el cestillo, ayudado por Durán y Marcial, colocó piedras de diversos tamaños. A continuación, Bernardo y Durán giraron las manivelas de ambos lados para retorcer la gruesa maroma que rodeaba la base del eje. Por fin, Álvar, retiró el seguro: una barra de hierro que retenía el eje con la carga. El eje impactó con violencia contra el freno —un fardo de heno sujeto a la parte delantera— y la carga fue impulsada con velocidad, rasgando el aire, seguida por un silbido alertador.
Guiados por Martín, y tras una decena de lanzamientos, por fin, afinaron la puntería. Los hombres aullaron con euforia: habían derrumbado una torre de asedio. Exaltados por la victoria, continuaron maniobrando la catapulta de torsión hasta adquirir destreza y celeridad. Álvar, satisfecho, aunque dolorido y agotado, subió a la torre del frente este y observó a las tropas enemigas mientras se reagrupaban y despejaban el terreno de cadáveres y heridos.
—Deberías descansar; el sol se pone, y mañana será un duro día de nuevo —aconsejó Martín.
—Estoy bien —musitó pensativo.
—No, no lo estás; deberías verte la cara.
Álvar forzó una sonrisa, sacudió la cabeza y contempló el horizonte. El sol, convertido en un lejano orbe ambarino, descendía lánguido y somnoliento sobre el páramo. Extendía sobre los campos un manto bronce y bermejo que se deslizaba con pereza y dejaba tras de sí sombras pesadas que trocaban los brillantes colores de los estandartes almohades en dos únicas tonalidades: claro y oscuro.
El orbe dorado, por fin, se sumergió y dejó como único vestigio de su existencia una mortecina línea anaranjada que perdía intensidad en favor del plateado dominio de la noche. Álvar suspiró. Su estómago rugió quejumbroso; sintió cómo sus músculos palpitaban temblorosos en reclamo de un respiro; los párpados le pesaban como dos planchas de acero.
—Asigna a la guardia; seguiré tu consejo, apenas me tengo en pie.
Martín asintió contemplativo y lo despidió con una sonrisa.
—Saldremos de esta —murmuró.
—Siempre lo hacemos —afirmó Álvar.
Giró y abandonó el torreón. Cuando llegó a su celda, apenas tuvo fuerzas para quitarse la túnica, la pesada cota de malla y las botas, y se tiró derrumbado sobre el camastro. Invadido por el sopor, giró la cabeza, bostezó y parpadeó rendido por un cansancio implacable. Una pequeña mancha amarillenta le llamó la atención. Confundido, y con gesto abotargado, se inclinó, alargó el brazo y tomó el pliego de papel que descansaba sobre las losas del suelo. Alguien lo había deslizado por debajo de la puerta. Lo desplegó y leyó la inclinada y grácil caligrafía: «Guillén de Montcada».
Abrió los ojos con asombro. La nota anónima que había solicitado. A pesar de que los miembros le pesaban como si llevara sobre los hombros el peso del mundo, se obligó a levantarse impulsado por una curiosidad acuciante y rebuscó en su arcón la lista de las parejas. Deslizó el dedo índice por el pergamino hasta hallar la pareja que había sido asignada a Guillén. El nombre que leyó lo desconcertó. «Damián Hidalgo», el petulante capitán de la guardia.
De nuevo, se dejó caer en el jergón y cerró los ojos. No obstante, el sueño le rehuyó. En los ocultos resortes de su mente, piezas dispares se deslizaban en busca de un lugar en el que encajar. Una pieza con nombre de mujer rebotaba de un sitio a otro. En algún momento de la madrugada logró evaporar su imagen y se rindió al sueño.