CAPÍTULO 16

Tras disponer a sus hombres, planear una estrategia, aleccionar a la guardia del castillo —entre los que se encontraba su engreído capitán— y agrupar todas las armas que pudieron encontrar, decidió visitar a Jimena.

La noche se había extendido y oscurecía con sus lúgubres sombras cada recoveco del castillo. El delgado y curvo filamento iluminado de la luna apenas plateaba la piedra, ni azulaba el horizonte. A excepción de la guardia, todos se refugiaban en sus camastros, seguramente acunados por oraciones y súplicas, mecidos por el temor y la angustia, y arropados por una inquietante incertidumbre.

Cuando entró en la alcoba, la encontró dormida. Su primera intención fue irse y dejarla descansar, pero algo más fuerte que él lo mantuvo inmóvil con la vista fija en el angelical rostro de la mujer. Unos candelabros encendidos a ambos lados del lecho derramaban sobre ella un halo dorado, lo que le confería el aspecto de una hermosa criatura mística que lo atraía inexorablemente. Se embebió de sus facciones, de su pacífica expresión, de aquellos labios opulentos que lo atormentaban, de la ingobernable mata de rizos azabaches que manchaban con su oscuridad la blancura del lino que vestía la almohada.

Apretó los puños de manera inconsciente, sacudió la cabeza en un vano intento por desprender los impulsos que manaban incesantes con tentaciones prohibidas y pensó en la asombrosa intensidad de lo que sentía. Se obligó a apartar la mirada y la fijó en el inmenso tapiz que cubría la pared en la que se encontraba el cabezal de la cama. El tapiz representaba un grupo de mujeres vestidas de blanco que danzaban místicas a la luz de la luna. Sobre ellas, se alzaba la rama de un árbol, y sus hojas, de extrañas formas, parecían moverse con el viento.

De pronto, se percató de los símbolos que adornaban aquella escena: en los bajos de los vaporosos vestidos aparecían bordados una serie de escarabajos. Entre las nubes desde las que asomaba la luna, un ojo enmarcado en un triángulo; y, en la base del árbol, una estrella sobre una media luna. No entendía el significado, pero era obvio que lo tenía, pues aquellos dibujos no guardaban relación alguna con la escena, a pesar de resultar una alegoría pagana y libertina.

Con curiosidad, deslizó la mirada por el resto de los tapices, pues todas las paredes estaban cubiertas para proteger la estancia de la gelidez que desprendía la piedra desnuda que conformaba los muros. No obstante, comprobó que eran escenas bucólicas carentes de marcas y símbolos inquietantes. De nuevo, observó el tapiz frontal con atención y procuró grabar en su mente cada detalle. Ya se marchaba cuando una dulce voz lo detuvo en el umbral.

—¿No piensas atender a tu paciente?

—Una paciente dormida no precisa atención —respondió divertido.

—Como puedes comprobar, ahora sí la preciso; me duele —se quejó con un encantador mohín suplicante.

Álvar volvió sobre sus pasos y se inclinó sobre ella, retiró la colcha y titubeó indeciso al ver la liviana camisola que se pegaba a su piel y que le sugería su turbadora desnudez. Respiró hondo y se sentó en el borde de la cama, tomó el bajo arremolinado de la camisola y se lo subió con torpeza hasta donde estaba la herida mientras intentaba apartar la mirada del resto del cuerpo. Comprobó que la venda no mostraba manchas de sangre y palpó con cuidado alrededor de la herida para comprobar la inflamación.

—¿Cómo te sientes?

—Ya te he dicho que me duele —insistió recalcitrante.

La miró con expresión adusta.

—Déjame que te recuerde que tienes una herida importante en el costado que, a pesar de que no parece haber afectado ningún órgano, sí sesgó piel y músculo, y eso, querida señora, duele. Incluso deberías agradecer ese dolor: solo los vivos pueden sentirlo.

Jimena le sonrió abiertamente, sus hermosos ojos azules refulgieron solazados.

—No creas que no agradezco a tu dios poder disfrutar todavía de tu agudeza, monje.

Soltó una carcajada y la cubrió nuevamente con la colcha.

—No hace falta seguir mirando la herida, tu ánimo es el perfecto baremo de vuestra salud.

—¿Significa eso que ya no pasarás a verme? —inquirió con reprobación.

—Créeme si te digo que, lamentablemente, hay asuntos más urgentes que requieren mi atención.

—Me hago cargo —murmuró algo abatida.

Jimena giró la cabeza hacia la ventana ojival.

—Adiós, templario, ocúpate de tus obligaciones; yo estaré bien.

Álvar la tomó de la barbilla y la obligó a mirarlo.

—Mis obligaciones siguen siendo salvarte la vida y la de tus vasallos. —Hizo una pausa—. Estamos a punto de ser atacados por hordas de sarracenos enfebrecidos; mi plan no funcionó.

—Ya veo —adujo ella—. ¿Cómo está Yarmun?

El hombre vio preocupación y unas briznas de arrepentimiento en su semblante. Jimena fue incapaz de sostenerle la escrutadora mirada y de nuevo contempló el manto que cubría la ventana.

—Se recuperará —se limitó a contestar.

—Querría verlo cuando pueda levantarme —manifestó en un hilo de voz.

—Tus deseos se quedarán en eso, pues no pienso permitirte salir de esta cama y mucho menos para visitar a un prisionero.

Ella clavó sus ojos en él y alzó la barbilla, retadora y altiva.

—Necesito hablarle —insistió—. Yo…

—No —la interrumpió ceñudo—. Lo que necesitas es recibir un perdón que no te dará. Tan solo pedirlo me parece un acto cínico e incoherente. Tomaste partido y has de asumir tu decisión. Ya te he dicho que se recuperará; la traición es una herida que necesita tiempo.

Jimena enrojeció, no supo si de vergüenza o furia. Sus inmaculadas mejillas mostraban un rubor desafortunadamente favorecedor, sus generosos labios se tensaron, y su ceño se frunció, pero fue el peculiar brillo de sus bellos ojos lo que le aclaró el ánimo. Tuvo el impulso de encogerse ante lo que estaba a punto de brotar.

—¡Me manipulaste, rufián! —estalló colérica—. El estúpido plan fue tu idea y, además, no ha servido para nada y… ¡ay!

Se dobló en dos con una mueca de dolor agudo. Él la tomó en brazos, le acomodó la cabeza en su hombro y le acarició la espalda. Los rizos de su espesa melena se le enredaron entre los dedos como hebras de seda negra.

—Debes calmarte —le susurró—. Si te tensas así, solo conseguirás que se te abra la herida.

—La culpa es tuya —increpó de nuevo, aunque más moderada.

Jimena alzó apenas el rostro; tenerla tan cerca, sentir su suavidad, su aroma, sus labios rozarle la mandíbula… Cerró los ojos para alejar al menos su vista de la tentación, el resto de sus sentidos habían claudicado vergonzosamente.

—Me declaro culpable —admitió—; no sabes cuánto.

—No, no lo sé, y deseo saberlo —susurró ella, insinuante.

Al instante, sintió el roce aterciopelado de unos labios sobre los suyos. Sintió el estómago encogerse, la sangre bullir acelerada por las venas y el corazón tronarle feroz en el pecho. Los dedos de la mujer se enlazaron en su nuca, lo que accionó un mecanismo de respuesta inmediata. Álvar gimió y se entregó al beso liberando el hambre contenida.

Cuando la lengua de Jimena rozó la suya, se sintió desfallecer, como si un ejército de hormigas hacendosas recorriera cada palmo de su piel. Dejó que la mujer le explorara la boca y devolvió cada caricia. El beso ganó intensidad y el hambre, en lugar de colmarse, creció insaciable. Las lenguas se buscaron con frenesí devorador, la pasión se desató entre ellos, presos de un fuego abrasador e implacable. Álvar ni siquiera fue consciente de que le deslizaba la camisola por los hombros, ni de que le tomaba los opulentos pechos en sus manos, ni de cómo sus labios devoraban el cuello de la mujer mientras ella gemía desaforada, ni de la locura que lo consumía mientras sentía su cuerpo despertar a emociones intensas y contradictorias.

Ella se recostó en la cama y lo arrastró sobre su dulce cuerpo. Gemía y se retorcía debajo de él, lo que alejaba cualquier brizna de cordura a la que agarrarse. El templario tomó uno de sus pezones entre los labios, lo succionó con avidez y se deleitó con su sabor. Enhiesto y húmedo, pedía ser devorado sin piedad. Pasó al otro pezón mientras sus dedos le acariciaban las caderas y los muslos. Ella abrió las piernas invitadora, y Álvar se sintió caer en un pozo sin fondo. Tendido junto a ella, con cuidado de no presionarle la herida del costado, depositó besos húmedos por sus pechos y su vientre.

La camisola, arremolinada en su estrecha cintura, le impidió seguir el avance, por lo que, en un arrebato, la rasgó febrilmente hasta encontrar de nuevo aquella piel que lo enloquecía. Jimena ahogó una exclamación que rápidamente sustituyó por un jadeo placentero. Él continuó el sendero de besos hasta llegar al pubis de la mujer. Cuando los dedos le acariciaron la húmeda y cálida hendidura, ella jadeó consumida por el placer.

—Te quiero dentro de mí.

Aquella súplica lo elevó a la desesperación más agónica que jamás había sentido. Su cuerpo clamaba un alivio inmediato, y el poco sentido común que le quedaba se le obnubiló. La sensación de resistencia, ya debilitada, expiraba moribunda ante la abrumadora belleza de la mujer que lo enloquecía, ante aquel ruego que parecía emerger de él mismo. Necesitaba desesperadamente poseerla, estar dentro de ella y no salir nunca. Y ese deseo lo había acompañado desde que había vuelto a verla, crecía a cada momento a pesar de lo mucho que había intentado sepultarlo con capas de indiferencia, de reproche, de temor y desconfianza.

Todo se reducía a eso, a la imperiosa necesidad de ser parte de ella, porque en ese preciso momento en que estaba dispuesto a quebrar su voto de castidad, supo que no solo era su cuerpo el que gritaba aquel deseo, sino también su alma. Y esa conexión, esa salvaje atracción, debía ser satisfecha o acabaría con su cordura.

No supo bien cómo logró zafarse de su túnica, ni cómo se quitó las calzas, ni cómo se cernió sobre ella apoyado sobre los codos, al tiempo que su miembro orgulloso buscaba el ansiado refugio. La penetró mirándola a los ojos. Ella gimió exaltada y se aferró a sus hombros. Álvar se movió con languidez y le tomó nuevamente la boca.

La pasión los envolvió, el placer los sacudió inclemente y los arrastró en una espiral arrolladora que los elevó al cielo y los lanzó al vacío. Sentir los duros pezones de la mujer rozarle el pecho, la suavidad de la piel exaltarle los sentidos, su dulce y embriagadora boca, sus manos arañarle espalda, los gemidos continuos y hechizantes fue más de lo que pudo soportar. Las embestidas se intensificaron. Jadeó exaltado; ella era deliciosa y su anhelo por devorarla lo llevó al delirio. Le mordió el cuello, el hombro, arrancó gritos ahogados de su garganta. Enardecido por un placer intenso, gritó el nombre de la mujer que lo cautivaba y se derramó en ella, envuelto en un aura hipnótica y mágica.

Descendió a la tierra, lentamente, inmerso en una entregada mirada azul. Pensó que podría perderse en aquellos ojos toda la vida, que podría besar esa boca todos los días de su existencia, aspirar la dulce fragancia de su piel a cada instante y nunca tendría suficiente.

—Ya eres mía —dijo y se sorprendió al hacerlo.

Ella sonrió melosa y satisfecha, pero también emocionada.

—En realidad, siempre lo fui.

Álvar se recreó en esa belleza, en la inteligencia que brillaba en esos ojos, y casi se vanaglorió de poseerla. Reprimió una punzada de remordimiento, ya tendría tiempo de lamentarse, de limpiar sus pecados, de suplicar perdón. Pero ahora, solo deseaba permanecer en la nube a la que ella lo había subido, ahora solo quería seguir tocando las estrellas, disfrutar de aquel momento único y de lo que aquella mujer le hacía sentir.

—Eres una hechicera, pero no creas que has conseguido convertirme en tu siervo.

Jimena enlazó los brazos en torno a su cuello y le sonrió seductora.

—Eso es justamente lo que más me atrae de ti: eres ingobernable y firme. Puedes quedarte tranquilo, templario, no te necesito más que para colmar el deseo que provocas en mí.

—¿Y está colmado? —murmuró él.

Jimena entrecerró los ojos y sonrió tentadoramente sensual.

—¿Y si dijera que no?

El muchacho contuvo el alocado impulso de poseerla de nuevo, una y otra vez, preso de una lujuria insaciable. No obstante, y no sin esfuerzo, le dio la espalda y recogió sus ropas del suelo.

Jimena exhaló un gemido sorpresivo.

—¡Tu espalda! —exclamó atónita.

Álvar apenas se volvió mientras se cubría con la túnica.

—Mi espalda, señora, es una clara muestra de la tortura a la que me has sometido. Y ni al fustigarme he conseguido apartarte de mi cabeza.

Se detuvo para contemplarla: parecía aturdida y petrificada. Sus grandes ojos mostraban horror y compasión.

—El precio de la lujuria —agregó él.

—La lujuria no se paga: se disfruta, se saborea y se satisface —argumentó—. Jamás entenderé por qué, en nombre de Dios, se intenta reprimir los dones que el Creador implantó en nosotros. Si nos dio la capacidad para sentir placer, deberíamos agradecerlo y no contenerlo ni castigarlo.

Álvar le dedicó una media sonrisa.

—Sería así si pensara que fue Dios quien nos entregó ese regalo. Los vicios y las debilidades son obra de Satán; las virtudes y las bondades, obras del Altísimo. El hombre está en constante lucha consigo mismo, dividido entre dos poderes enfrentados.

Jimena ladeó la cabeza, chasqueó la lengua con mordacidad y le devolvió la sonrisa.

—¿Qué te hace pensar que la lujuria es un don del mal? Gracias a ella, se cumple el mandato de procrear, se suaviza el carácter y aporta plenitud y solaz. ¿Ser feliz también es pecado? Un hombre dichoso está más alejado de los malos sentimientos, es menos proclive a la envidia, la codicia, al resentimiento, al reproche y a la violencia. Todo son ventajas a mi parecer.

—No en mi caso, cuando he prometido consagrar mi cuerpo y mi alma a Dios. Juré unos votos que acabo de traicionar.

—No —contradijo ella—. Tus votos fueron exigidos por el hombre, no por Él. En todo caso, has traicionado una institución, lo mismo que yo.

Álvar se maravilló ante los racionales argumentos de la mujer. Unos argumentos opuestos a todo cuanto le habían enseñado y que él había ocultado concienzudamente en su abultado arcón de las dudas.

—Pero en contraposición a eso —continuó ella—, tenemos algo a nuestro favor que, si bien no nos exime totalmente, nos concede un alivio reparador.

Hizo una pausa, clavó sus hipnóticos ojos en él un instante y agregó:

—Creo que ambos somos leales a nuestro corazón.

—Hablas por ti misma —matizó él—. En mi corazón se ha instalado la deslealtad más flagrante. No hay consuelo, ni reparación posible, excepto elevar una plegaria de arrepentimiento acompañada de acto de contrición y, por supuesto, propósito de enmienda. Y, señora, teniéndote tan cerca, tal propósito me temo que es insostenible.

La expresión de Jimena le resultó indescifrable: parecía meditar sobre algo que la entristecía.

—Me deseas, aunque detestas esa flaqueza. Lamento ser considerada una tentación maligna.

Álvar sacudió la cabeza en mitad de una sonrisa sombría.

—Dudo de que lo lamentes; llevas tentándome desde que entré en este castillo.

Jimena bajó la mirada circunspecta y recorrió con la punta del dedo índice el contorno de una flor de lis bordada en su colcha.

Al cabo, al sentirse observada, alzó sus ojos hacia él; su expresión denotaba cierta melancolía.

—A veces —murmuró lacónica—, cuando se emprende un camino, el fin que imaginas suele diferir del que encuentras.

—¿Puedo saber qué esperabas?

El semblante de la muchacha adquirió gravedad e incluso pudo atisbar un dejo de preocupación.

—Esperaba ser más fuerte.

Él se negó a discernir el significado de aquellas palabras.

—Te dejo descansar, si te urge cualquier cosa, avísame.

—¿Cualquier cosa? ¿Estás seguro, templario? —Le sonrió pícara, sus ojos relucieron traviesos.

Álvar sacudió divertido la cabeza, aunque en su interior resurgía de nuevo la dura batalla por contener sus instintos. ¿Cuándo se apagaría el deseo que lo consumía por ella?

—Te tomo la palabra —agregó ella—. Y ahora caigo en la cuenta de algo más.

Él la miró inquisitivo y se encogió de hombros.

—Otro beneficio de la lujuria satisfecha: alivia el dolor físico. Apuesto que hasta cicatriza.

Álvar contuvo una carcajada y salió de la estancia ante el peligro de claudicar de nuevo. El deseo de tenerla entre los brazos lo torturaba. Mientras recorría los oscuros y solitarios corredores, luchaba contra el impulso constante de desandar cada paso para regresar junto a ella. Deseaba montarla en la grupa de su caballo y huir de allí, de él y de todo cuanto había representado su vida hasta ese momento.

¿Sería capaz de mantenerse alejado de ella? Sin embargo, debía hacerlo. Había sido imprudente: si los hubieran sorprendido, el revuelo resultante no solo habría afectado al honor de la mujer y al suyo propio, sino también le habría arrebatado la confianza de los habitantes, y habría sido depuesto de su cargo. Y, en ese momento crucial, lo necesitaban más que nunca.