CAPÍTULO 8
Castillo de Salvatierra, fuero de Calatrava.
Jimena refunfuñó molesta, pero casi al instante sonrió melosa.
—Es solo un inocente paseo por los alrededores —insistió—. Pueden escoltarme tus hombres si lo deseas; el castillo tiene protección de sobra.
Su esposo la miró irritado.
—He dicho que no: los almohades nos acechan; he mandado venir a los templarios para que nos amparen. Y no pienso dejar que mi esposa campee plácidamente fuera del castillo. Es una temeridad.
La muchacha se acercó despacio al tiempo que le prodigaba miradas almibaradas. Finalmente se apoyó en su hombro y le mordisqueó juguetona el lóbulo de la oreja.
—Guillén, mi adorado Guillén… mmm… Sabré recompensarte, lo prometo.
El aludido cerró los ojos y cayó una vez más bajo el influjo de sus artes.
—Te aprovechas de mí, mujer. Me obnubilas con tu hechizo —se quejó.
Jimena besó los labios del esposo y se los mordisqueó ligeramente.
—Prometo que no me separaré de la muralla exterior. Necesito cabalgar, sentir el viento en el rostro. Este confinamiento va a acabar con mi cordura.
Guillén de Montcada, sabedor de su derrota, claudicó con una advertencia.
—Te escoltarán dos de mis mejores hombres y serás vigilada desde las atalayas. Si osas…
Jimena lo abrazó con fuerza. Con el rostro escondido en su hombro sonrió satisfecha. Una vez más, conseguía cuanto se proponía.
—Ya lo prometí, no me alejaré.
Y, rauda como el viento, corrió fuera del salón hacia las caballerizas. Tenía un cometido que debía ejecutar sin levantar sospechas. Hasta el momento, todo había ido a la perfección. Escudada en su papel de dama voluble y caprichosa, había logrado contactar al comandante almohade, Yarmun ibn Riyah para planear la toma del castillo. Ahora debía avisar de la llegada de los templarios. Solo se le ocurrió una forma: cabalgaría alrededor del castillo y, en el recodo en el que había acordado emitir señales, elevaría un pañuelo blanco con una cruz roja que había bordado días atrás y que llevaba oculto en el escote.
Desde el desastre de Alarcos, la cruz negra de Calatrava se había convertido en roja en honor a los caídos, y cada una de las cuatro terminaciones de la cruz se alargaba en una hermosa flor de lis, lo que la convertía en un emblema único.
Jimena apresuró al mozo y montó su palafrén blanco sin pérdida de tiempo. El muchacho la miró con fijeza, con clara admiración. Ella estaba más que acostumbrada a miradas como aquella: los hombres caían rendidos a sus pies, dando tiempo a su ingenio a someterlos a su voluntad. Una voluntad nada desinteresada, por cierto.
Al cabo llegaron sus guardianes, pero no aguardó a que la alcanzaran: tenía que ganar algo de terreno para poder sacar el pañuelo de entre sus senos. Cruzó los dobles portalones como una centella. Podía imaginar a sus escoltas tras ella despotricar enfurecidos. Que la atraparan si podían, era rápida, mucho más veloz que ellos y tenía una misión que cumplir. Dobló en el primer recodo de la muralla y arreó a su montura. Ya casi llegaba al segundo cuando un trote, pesado y rápido, ganó terrero. No se detuvo a mirar. Sacó el pañuelo de un solo movimiento y lo alzó. Lo sostuvo un rato y luego lo soltó.
En ese preciso instante, un caballo de batalla negro como la noche se puso a su altura. Jimena se asustó y arreó nuevamente al palafrén. Una mano le arrebató las riendas y el control. El corcel frenó, y el cuerpo de Jimena se sacudió incontrolado hacia delante. Unos brazos la detuvieron justo cuando caía. Se revolvió furiosa y golpeó al enorme jinete que la sostenía, y consiguió que los dos cayeran de sus monturas. Para su desgracia, el hombre se desplomó sobre ella. Ahogó un gemido, abrió los ojos y lo miró. Una intrigante y asombrada mirada como la plata bruñida la taladró. El apuesto rostro de un hombre, trajo un recuerdo a su mente. ¿Era posible que fuese él?
—¡Tú! —susurró él.
Jimena lo recorrió impávida con los ojos. Su cabello estaba demasiado largo, oscuro y descuidado. Sus pómulos, más marcados, así como la cuadrada línea del mentón. La boca ancha, de labios delgados, la barbilla acentuada con un hoyuelo travieso que aparecía y desaparecía a su antojo. Frente ancha y cejas pronunciadas, nariz recta y unos ojos inconfundibles, de un gris claro y perlado: ojos de gato. Era él.
—¿Álvar? —inquirió a pesar de conocer la respuesta.
El hombre asintió, falto de palabras. No dejaba de mirarla anonadado. Consciente de su influjo y habituada a la seducción, le dedicó una sonrisa arrebatadora. Alzó las caderas, incómoda, y se removió bajo el pesado cuerpo del caballero que parecía haberse convertido en estatua de sal.
—Me encantaría conversar contigo en una posición más cómoda si acaso fuera posible —musitó irritada.
Él pareció reaccionar de golpe y se incorporó de un salto como si el contacto con la muchacha lo hubiese quemado. Ni siquiera la ayudó a levantarse. Jimena se sacudió la túnica azul que llevaba y lo miró con el ceño fruncido. Tuvo que levantar la vista para sostenerle la mirada. Era alto, sorprendentemente alto, e increíblemente fuerte. Era notable cuánto había cambiado, y para mejor, pues su apostura cortaba la respiración. Solo una cosa seguía igual: era un monje templario; un detalle horrible, en su opinión. Llevaba una túnica blanca con la cruz de Calatrava en el pecho sobre una cota de malla. Un cinturón ancho y cruzado de piel enmarcaba una cintura angosta, y unas calzas negras ajustaban unas piernas musculadas. Resultaba temible y desprendía una fuerza apabullante. Todo un guerrero curtido en la batalla y, quizá, en otras lides. Ese pensamiento la asombró y acaloró al mismo tiempo. Sintió que enrojecía y aquella sensación sí era nueva para ella. Compuso una mueca indiferente y volvió a hablar.
—¿Puede saberse por qué me has asaltado?
—No he hecho tal cosa —se defendió él.
Su voz grave y melodiosa la acarició.
—¿Ah, no? Pues lo parecía.
Álvar negó con la cabeza con expresión sombría.
—Pensaba que tu caballo se había desbocado; nunca vi a una mujer cabalgar tan imprudentemente. Jimena frunció el ceño y colocó ambas manos en la cintura.
—Controlaba perfectamente a mi corcel, hasta que irrumpiste —lo regañó.
Y, al atusarse el cabello, se percató de que no llevaba tocado. Su rebelde melena rizada le acariciaba la cintura y lucía más alborotada por la caída. Giró y dejó al guerrero todavía anonadado; luego, se encaramó grácilmente a su palafrén.
—Jimena de Castro —pronunció él.
Ella, esta vez, lo miró desde arriba, con arrogancia.
—Ya no.
Y partió de regreso al castillo.
Álvar quedó ahí, petrificado. Se sentía como un chiquillo tembloroso e inseguro. La impresión de haberla visto le había barrido las defensas y le había sacudido cada rincón del cuerpo con confusas emociones.
Era ella, la niña, ya toda una mujer. Una mujer increíble, audaz, hermosa y sensual. Todavía sentía los estragos que le había provocado en los sentidos. El solo hecho de haber alzado las caderas para apartarlo había despertado su cuerpo traidor con una aguda punzada de deseo. Y, cuando miró aquellos labios llenos y perfilados, rojos como una fresa madura, deseó perderse en ellos, saborearlos hasta la locura. Era peligrosa, deliciosamente peligrosa.
Cerró los ojos para recuperar la compostura, respiró hondo y sacudió la cabeza para apartar de su mente aquellos bellísimos ojos grandes y seductores de un azul intenso, adornados por largas pestañas oscuras. Nunca una mujer lo había impactado tanto. Montó su alazán y reparó en el pañuelo que ella había soltado en su alocada carrera. Lo tomó del suelo y, asombrado, descubrió el emblema de su Orden. Pensó en lo curioso de su comportamiento. Aquella mujer había ondeado aquel paño al viento y lo había soltado a propósito. ¿Con qué fin? Desconcertado, regresó al castillo para unirse a sus hombres en el portalón de entrada. Martín lo miró con una sonrisa curiosa.
—Nunca había visto esa expresión en tu rostro.
—Guarda tus comentarios para quien le interesen —rezongó Álvar molesto.
Martín soltó una risotada y sacudió la cabeza con expresión complacida.
—Me temo que la dama no agradeció tu ayuda. Me pareció comprobar que es una gran amazona.
Álvar le dirigió una mirada admonitoria.
—Además de una belleza deslumbrante —añadió.
Recibió un gruñido por respuesta que le arrancó otra carcajada. Martín dejó de reír cuando vio el semblante sombrío de Álvar. Entraron a la fortaleza seguidos de sus combatientes. Cincuenta monjes guerreros que portaban estandartes y una cruz de acero que enarbolaban en todas las batallas. Acamparon en el patio de armas y se adueñaron de casi toda la propiedad, a excepción de la torre del homenaje en la que vivía el señor del castillo.
La fortaleza se erguía orgullosa sobre una escarpada colina rocosa y se dividía en cinco niveles independientes a distintas alturas, lo que convertía a la fortaleza en un enclave inexpugnable. En el primero, en el recinto inferior, amurallado por gruesos muros de hormigón romano y tabiya musulmana, se encontraba la aldea. En el segundo recinto del frente oeste, a un nivel superior, se encontraba el patio de armas, los almacenes y un cuartel; el tercer recinto del frente este, torreones y otro cuartel de mayores dimensiones. En el cuarto se encontraba el recinto principal, con acceso a las cámaras subterráneas y al aljibe. Y, por último, el lugar más fortificado, la torre del homenaje.
Álvar conocía ya el castillo por haber participado en su recuperación y sabía que era un lugar reforzado por ambos bandos, lo que lo convertía en una plaza difícil de conquistar. Era utilizado como observatorio militar por estar situado en un punto estratégico de comunicación; era el acceso de las tropas cristianas hacia al-Andalus. Tras la derrota de Alarcos, los reinos cristianos, más unidos y organizados que nunca, saboreaban la reconquista.
Salvatierra debía permanecer en sus manos para facilitar la invasión a las taifas. Habían sido invitados a cenar esa noche en la gran sala junto a sus caballeros. Álvar aguardaba sentado al lado de sus hombres la llegada de los señores. El estómago le rugía hambriento ante la opulencia de los manjares que los tentaban desde bandejas de plata y cuencos de barro. Todo un despliegue de destreza culinaria plasmada en faisanes, jabalíes, parcos de río, frutas aderezadas con salsas exquisitas y hogazas de pan humeante y aromático. Pensó en lo insensato de aquel festín, pues permanecían a expensas de un posible asedio y, si así fuera, las provisiones serían decisivas para sobrevivirlo.
Sus hombres bromeaban, conversaban a los gritos y brindaban con vino y aguardiente. De repente, se hizo el silencio: en la gran arcada central, dos figuras avanzaron ceremoniosas hacia ellos. Nadie se fijó en el hombre. Jimena sonrió a sus invitados y los dejó sin palabras. Brillaba.
Llevaba un hermoso vestido blanco y dorado que ceñía sus exuberantes formas. Aquel cuerpo flacucho se había convertido en el sueño de cualquier hombre. Caderas redondeadas, vientre plano, cintura estrecha, pechos generosos y altivos. Y, para remarcar el conjunto, el rostro de un ángel travieso. Su tez blanca, tersa e inmaculada era el fondo perfecto donde destacaban unas facciones delicadas, en las que resaltaban aquellos ojos azules de hechicera, una nariz pequeña y orgullosa, pómulos altos y unos labios plenos, hechos para besar. Llevaba la espesa melena azabache recogida en la coronilla, sujetada por un prendedor dorado del que escapan largos rizos que caían alrededor de su rostro y sobre sus hombros.
Escuchó cómo los hombres dejaban escapar exclamaciones de asombro. Incluso algunas toses de los que se habían atragantado con la bebida.
—Es como asistir al advenimiento de un ángel —musitó Bernardo, otro caballero de la Orden.
—No blasfeméis —lo increpó Álvar, cada vez más irritado—; tan solo es una mujer.
El esposo carraspeó para atraer la atención sobre él. No pareció molesto por la impresión que causaba su esposa, al contrario, parecía orgulloso. Era un hombre alto, desgarbado y enjuto, de nariz aguileña y ojos pequeños y hundidos. Se notaba claramente su ascendencia normanda: tenía el cabello rubio claro cortado a tazón, tez blanquecina y ojos verdes.
—Caballeros —comenzó—, es un honor para mi esposa y para mí compartir esta cena con hombres que tanta gloria alcanzaron en las Cruzadas como azote del infiel. Vuestras hazañas ya las gestan trovadores por toda la Castilla cristiana.
Los hombres se levantaron e inclinaron sus cabezas en señal de respeto. Los anfitriones tomaron su lugar en la mesa. Unos ojos curiosos se clavaron en los suyos. No apartó la mirada. Ni siquiera lo intentó. Álvar estaba subyugado por ella, pero al menos esa condición logró disimularla para reemplazarla por fría indiferencia. Jimena le sonrió, él permaneció impasible e hizo uso de un autocontrol forjado con los años. Ella lo miró ceñuda, no estaba acostumbrada a recibir desplantes. Él consiguió dirigir su mirada al plato y sonrió para sus adentros. Comió con actitud huraña mientras escuchaba conversaciones triviales y observaba molesto la atención que Jimena recibía de todos los varones de la sala.
Ella coqueteaba sin pudor alguno: aleteaba sus largas pestañas, sonreía ante comentarios jocosos y atrevidos, se acomodaba el hermoso cabello bruno sobre el opulento escote. Parecía no tener límite. El despliegue de encantos que prodigaba tan hábilmente para engatusar a los comensales puso a Álvar al borde del acceso de furia e impotencia más intenso que había sentido nunca. Miró reprobador al esposo y se preguntó cómo diantres no ponía fin a la conducta licenciosa de su mujer. Él mismo había sentido el impulso de ponerla sobre sus rodillas y azotarla. ¿Acaso no la amaba? Y, si era así, ¿por qué no se mostraba celoso? Y, lo que era peor, ¿era tan obtuso de no ver que mancillaba su honor y su estirpe con semejante comportamiento?
Álvar despreciaba a los hombres sin honor, sin dignidad, a los débiles de carácter. Pues solían ser los más peligrosos e impredecibles. ¿Sería Guillén de Montcada un hombre así o solo lo aparentaba? En ese instante, otro caballero entró en la sala. Era el capitán de la guardia, un hombre apuesto y gallardo que clavó significativamente la mirada en su señora. Inclinó la cabeza con cortesía y tomó asiento junto a ella. Acto seguido, le susurró algo y ambos sonrieron cómplices. Aquella demostración de complicidad a punto estuvo de provocar que Álvar se levantara de su asiento para sacudir a su ciego anfitrión.
Entonces recordó las últimas palabras de Jimena repudiando a su Dios, y el pensamiento que lo asaltó entonces. Por desgracia se había cumplido. Ella era ahora una mujer perdida, sin fe, ni principios: un alma errante en el sendero oscuro del mal. Un alma que él reconduciría. Aquella era en realidad su misión. Recuperarla para su Dios si eso aún era posible. Supo que, para lograrlo, no solo tendría que enfrentarse a la conducta de una mujer impúdica y descreída, sino también a sí mismo. A lo que le hacía sentir. Pero su fe era poderosa y sus principios inamovibles. Había superado peores trances, y ese no sería diferente. Solo una duda lo asaltó: ¿hasta dónde sería capaz de descender por ella para subirla de nuevo?
La miró con detenimiento para comprobar, aterrado, cuán bajo había caído ella. Rezó para que no fuera demasiado tarde. Salvó su vida una vez, ahora salvaría su alma. Y, con ese convencimiento, terminó de cenar y se retiró a sus aposentos: necesitaba templar su alma y endurecer los sentidos. El camino que emprendería requeriría de su mayor autocontrol; pero no lo haría solo, Dios estaría con él.