CAPÍTULO 24
La ubicación exacta del cofre resultó ser una sorpresa. Según las indicaciones, el ajado plano señalaba el cementerio de un convento. Uno que ella conocía bien, pues era el lugar donde todo había empezado.
El cofre se encontraba en alguna parte del camposanto del Sacro Convento de Calatrava bajo una lápida con un nombre bastante definitorio: Occulta veritas, es decir, verdad oculta.
Aquello complicaba las cosas, pues el castillo de Calatrava, al igual que el de Alarcos, estaba en poder de los almohades. Toda la zona, a excepción de Salvatierra, era de dominio musulmán. Álvar chasqueó contrariado la lengua y posó la mirada en Yarmun, que los observaba con curiosidad.
—¡Maldita sea, lo necesitamos! —murmuró furioso.
—No será fácil de convencer, a menos que le ofrezcas algo que quiera.
Álvar la miró con preocupación y reveló con la mirada el temor de que la eligiera a ella.
—Pero no es un necio, elegirá algo de lo que puedas desprenderte —se jactó con una sonrisa confiada.
—Eso te elimina, pequeña bribona.
Jimena le plantó un beso casto en los labios y fijó los ojos en el prisionero.
—Adelante, tendremos que negociar.
Se encaminaron hacia Yarmun, que entrecerraba los ojos con desconfianza, como si intentara desentrañar el propósito de la pareja.
—¿Qué pensáis hacer conmigo?
—Proponerte un trato —contestó Álvar.
—Parece que el destino no desea separarnos —murmuró al dirigirse a ella.
—No hasta que cumplas tu palabra —contestó.
Yarmun le dedicó una media sonrisa artera.
—La palabra empeñada implicaba al blasón que ahora portas; si no cumplí mi cometido, fue por circunstancias ajenas a mí, las mismas circunstancias que impiden que tú cumplas el tuyo —explicó y fulminó a Álvar con la mirada.
Deseó zanjar el cariz de aquel comentario, entonces replicó:
—De sobra sabes que he de entregar el cofre para salvar a mi doncella.
—Ya tienes a un gran guerrero dispuesto a ayudarte.
—El cofre se encuentra en el castillo de Calatrava, en los dominios del convento.
Yarmun sonrió abiertamente, su expresión brilló triunfal.
—¿Y cómo pensáis convencerme?
—Yo lo haré —profirió Álvar amenazante.
—¿Vas a torturarme?
—Podría, de ti depende.
El templario probó astutamente con amenazas físicas antes de emprender un trato material.
—No conseguirás nada así, y un hombre herido te sería inútil. Así que pon tus cartas sobre la mesa. Hay algo que deseo de ti.
Y miró intencionadamente a Jimena. Álvar lo agarró por la pechera de la túnica y lo sacudió con vehemencia.
—Aparte de ella —agregó raudo.
—Deja tus juegos si quieras conservar la dentadura. Habla claro, ¿qué quieres por entregarnos el cofre?
—Anoche estuve rodeado de tesoros magníficos y, a pesar de haber sustraído unos pocos, el oro ha surtido en mí un efecto bastante comprensible: la adicción.
—¿De qué demonios estáis hablando? —tronó Álvar.
Jimena palideció, el sarraceno sonrió gatuno y se humedeció los labios mientras disfrutaba del momento.
—Tu querida señora me llevó anoche a la cámara de los tesoros y me dejó elegir entre ellos. Ella tampoco salió con las manos vacías, he de confesar.
Álvar giró hacia ella, estupefacto. La alarma le pintó las facciones, abrió la boca ligeramente, los ojos parecieron salírsele de las órbitas. Ella instintivamente se llevó la mano al cuello para buscar el colgante que aún llevaba en el zurrón. En ese instante, deseó que se la tragase la tierra. La expresión dolida del hombre que amaba la taladró.
Se sintió traicionado, decepcionado y desilusionado y, a pesar del variopinto y funesto abanico de emociones que en ese momento le pasaba por el rostro, logró mantener la compostura y dirigirse al prisionero, ignorándola a ella.
—Si no entregué el castillo, fue precisamente por esa cámara.
—Entonces ríndelo y tendrás el cofre.
Álvar bajó la mirada, el viento le acarició los negros cabellos sin conseguir llevarse la honda tristeza que lo asaltaba.
—Sé razonable —continuó Yarmun—, no resistirás nuestro asedio mucho más tiempo. Podríamos derribar el castillo si quisiéramos, pero lo deseamos intacto. Salvatierra está llamada a ser nuestra. El rey no acudirá en vuestra ayuda: se halla inmerso en una batalla en el norte. Estás acorralado y lo sabes.
Álvar apretó los dientes, pero no dijo nada. Giró y se alejó de ellos. Jimena, llorosa, lo dejó alejarse; supo que él necesitaba meditar sobre aquello y liberar su angustia. Aquel hermoso hombre justo y bueno, leal y generoso, se tambaleaba por el golpe.
De nuevo debía justificarse; sin embargo, su temor empezaba a hacerse realidad a juzgar por la mirada que le había dirigido. Sus acciones podrían tornar el amor en odio, y eso la destrozaba, pues aquello no era sino fruto del infortunio y del nigromante camuflado entre ellos. Álvar apoyó las palmas en un árbol e inclinó la cabeza.
—Lo has herido de muerte, jamás confiará en ti.
Jimena deseó lanzarse al cuello de Yarmun; la furia y el miedo la sacudían. Sus actos, atinados o no, eran cuanto podía hacer en un momento de desesperación.
—De hecho, me asombraría que alguien lograra hacerlo; recoges los frutos de tu carácter manipulador e interesado. Usas a los hombres a tu capricho y por eso perderás al único que realmente te importa.
—¡Cállate, maldito!
La impaciencia la carcomía. Prefería mil veces la ira y los reproches a aquel silencio desgarrador y sufriente. Decidida a recibir su merecido, se acercó a Álvar, que continuaba cogitabundo y pensativo.
—Tuve que hacerlo.
No contestó, ni siquiera la miró. El miedo creció en ella como la madreselva que ascendía por el tronco de un árbol, que, con sus ramificaciones, lo ocupaba todo y cegaba la esperanza. Tragó saliva, luchaba por contener el llanto.
—No aspiro a tu perdón, pero sí a tu comprensión.
Entonces el hombre se giró hacia ella y le dejó ver las ruinas de su corazón. Su mirada oscura, húmeda y apagada le anticipó sus palabras.
—No obtendrás ninguna.
Jimena no pudo soportar mirarlo, la piedra en su pecho tiró de ella hacia un abismo negro y frío.
—¿Sabes qué es lo peor de todo esto?
Ella negó con la cabeza sin levantar la vista.
—Que, si me hubieras pedido el colgante, te lo habría dado.
Ahogó un sollozo, apretó los puños y finalmente lo miró.
—Yo… —No pudo continuar.
—¡Basta! —rugió él—. Basta de excusas, de cargar tus culpas al destino, a cualquiera menos a ti. Las situaciones más difíciles nos oprimen para obligarnos a actuar con rapidez, pero la decisión final de nuestros actos es solo nuestra. Y siempre hay más de un camino a elegir.
Se le rompió la voz, sacudió la cabeza con vehemencia. Los ojos le destellaron furibundos.
—Y el camino que has elegido es el que tendrás que seguir.
—Vas a marcharte, ¿verdad? —logró pronunciar.
Álvar la contempló con una mirada fría y decidida. El mentón se le tensó; los labios se le apretaron, envaró el cuerpo.
—Renuncié a mi fe por ti, a mis hermanos, incluso a mi vida. Cerré mis ojos para abrir mi corazón, pero ahora de nuevo los abro y ante mí veo a una mujer en la que no puedo confiar. Ni siquiera estoy seguro de si el amor que dices profesarme está teñido de dobles intenciones. En este momento, solo creo en dos cosas que has dicho: que no eres la mujer que merezco, si acaso merezco alguna, y que el destino nos separa, un destino que también manejas tú.
—Aceptaré lo que dispongas —asumió con las escasas fuerzas que le quedaban. Solo le restaba algo de dignidad para evitar echarse a llorar a sus pies.
—Mi ceguera, como ves, asumo mi culpa, me lleva a donde estoy ahora. Y, aun así, se abren ante mí dos opciones: dejarte aquí con él y regresar a mi lugar, e intentar salvar el castillo, mis votos, y mi honor. O ayudarte. Y elijo la segunda opción, pero no por ti, no, ya no. Sino por Mencia y por atrapar a un asesino.
—Por ella haría esto y mucho más —replicó y Álvar retrocedió como si lo hubieran golpeado.
—¿Seducirme? ¿Utilizarme? ¿Engañarme? ¿Ella y tus reveladores evangelios lo valen todo?
—Mis sentimientos son verdaderos.
—Ahora no importan. Ahora sé que no vales mi renuncia.
—¡Maldita sea! —gritó exasperada—. Puede que no haya tomado el camino correcto, debí haberte confesado la amenaza que pendía sobre mí, pero, aunque lo hubiera hecho, ¿en qué habrían cambiado las cosas?
Álvar, colérico, la sujetó por los brazos y la sacudió para descargar su ofuscación.
—Lo había cambiado todo. Habríamos podido tenderle una trampa, ahora he de entregar el castillo. Un alto precio por mi necedad. Un precio que pagaré por el resto de mi vida.
La soltó y miró al prisionero, sus pensamientos parecieron perderse en el horizonte.
—Mi maestre me previno, y yo lo ignoré. Creí poder reconducirte, pretenciosamente me erigí como tu guardián y conversor; ahora, mi vanidad se estrella en mi cara.
Jimena abrió la boca, Álvar alzó una mano para detenerla.
—Es inútil seguir hablando, no requisaré lo que robaste. Adelante, ábrele los ojos al mundo, tu vanidad también te cobrará su precio.
Jimena liberó su dolor, las lágrimas brotaron incontenibles.
—Cuando creíste que te amaba, perdonaste mi desconfianza —musitó ella con amargura—, ahora decides valorar mis actos y no mi corazón. ¿Y sabes qué es lo peor de todo? —Utilizó sus propias palabras como golpe de efecto—. Que probablemente volvería a hacer lo mismo. Ese hombre amenazó con matarte si te interponías nuevamente en su camino y, francamente, prefiero perder tu corazón a tu vida.
Álvar permanecía envarado y distante. Nada de lo que ella pudiera decir lo haría cambiar de opinión. Todo había acabado entre ellos. En su fuero interno, siempre supo que sus destinos, aunque paralelos, continuarían separados.
—Antepusiste tu misión a todo lo demás y pasaste por encima mío; los tesoros que saqueaste así lo dicen. Tu ambición fue más fuerte que tus sentimientos si es que los hubo. En realidad creo que has vivido tanto tiempo inmersa en tus propias confabulaciones que ya no distingues cuando algo es real o, tal vez, no lo valoras lo suficiente.
Asintió con antipatía. Nada podía hacer ya, excepto soportar estoicamente el dolor.
—Cuando termine esta pesadilla, desapareceré para siempre —concluyó Jimena.
Álvar la contempló contenido, se esforzaba por controlar sus emociones. Finalmente, asintió y se dirigió hacia el prisionero. Ella solo deseaba caer de rodillas y sollozar hasta quedarse dormida; sin embargo, apeló a todo su arrojo y fue tras él.
El cofre maldito los aguardaba.
Cuando Álvar llegó junto a Yarmun, puso lo brazos en jarra y lo miró con suspicacia.
—Rendiré el castillo a cambio del cofre —prometió—, pero solo si juras por tu honor que dejarás libre a los que moran en él.
En el semblante de Yarmun el triunfo se dejó traslucir.
—Tienes mi palabra.
Si para alguien salían bien las cosas, desde luego era para él. Jimena se acomodó por enésima vez en la silla. La montura cabalgaba a buen ritmo, el traqueteo forzaba un constante contacto con el hombre que se envaraba molesto cada vez que ella le apoyaba la espalda contra él.
Álvar y ella compartían caballo, Yarmun galopaba delante, pues dirigía la comitiva. Sentir tras ella la calidez de aquel pecho sin poder cobijarse en él; contemplar las grandes y fuertes manos que sujetaban las riendas pero que no rodeaban su cintura; aspirar aquella fragancia sin poder sumergir el rostro en su cuello resultó un suplicio difícilmente soportable.
Lo había perdido, y esa dura constancia le arrebataba cualquier posibilidad de ser feliz. Tan solo aspiraba a evocar su recuerdo cuando estuviera lejos de él; cerrar los ojos y revivir los pocos momentos compartidos. La aguardaba una vida anodina, oscura, cargada de culpa y aterradoramente vacía. Y, a pesar de que su corazón sangraba, sus sentidos dolorosamente alertas grababan cada sensación, cada detalle de su compañía, como una hacendosa hormiga almacena alimento en su afán por sobrevivir a un largo y crudo invierno.
Se detuvieron para almorzar. Jimena no probó bocado; en mitad de un tenso silencio, se dedicó a acariciar el blasón que ahora le colgaba del cuello. Y la duda que siempre había estado latente en su interior surgía ahora con renovado brío. ¿Merecía la pena? ¿La muerte de sus padres realmente había tenido algún sentido? ¿La humanidad agradecería conocer la verdad? ¿La aceptaría? Y la peor pregunta de todas flotó ante ella como un tétrico velo mortuorio: ¿esa verdad estaría a la altura de los sacrificios ofrecidos?
Álvar aguardó a que ella subiera al alazán. Y acto seguido se encaramó con presteza a la grupa y se inclinó sobre ella para buscar las riendas. Jimena las tomó y se las entregó, sus manos se rozaron, y sus miradas se cruzaron. La agonía velaba los ojos del hombre; y el anhelo, los de ella. Álvar tragó saliva, apartó la vista y recompuso el semblante con la fría máscara de indiferencia que había decidido adoptar.
Llegaron con el ocaso. Una bruma densa flotaba en lontananza. Violetas, bermellones, rosas y oro se entretejían en el cielo y despedían con aquella sobrecogedora belleza a un sol perezoso que indolente se sumergía en el horizonte y cedía sus dorados páramos a la luna. Convertían aquella impresionante transición en el momento más hermoso del día. Ante ellos y recortado contra un atardecer moribundo, surgió altivo el castillo de Calatrava. Se detuvieron en la falda de una colina y desmontaron.
—Tu turno —se limitó a decir Álvar al entregarle el plano a Yarmun.
Jimena se acercó al musulmán y se encaró al templario.
—Yo voy con él —informó con decisión—. Ese cofre lo enterró mi padre, yo debo ser la primera en abrirlo.
Álvar bufó con un dejo de desidia, apenas si dibujó una sonrisa displicente y asintió.
—Como deseéis, señora, aseguraos bien de que nadie esquilme vuestro anhelado secreto —dijo con un irónico respeto. El rencor adornó aquellas palabras; sonrió sardónico y se tumbó en la loma—. Deberíais sonreír —agregó con mordacidad—, vuestros sueños se cumplen por fin. Que la devastación que dejáis a vuestras espaldas no ensombrezca vuestro ánimo —profirió cáustico.
—Eres tremendamente injusto, templario, precisamente entrego ese sueño en favor de alguien a quien amo.
—Sabiamente atesoras otras cosas para reemplazar las que perderás —mencionó despectivo, en referencia a los evangelios sustraídos. Ella deseó tenerlos encima para abofetearlo con ellos.
—Está anocheciendo, hemos de apresurarnos o no podré presentarme antes de que bajen el rastrillo —apremió Yarmun—. Podéis continuar vuestra agradable disertación a la vuelta —se mofó.
Ambos lo fulminaron con la mirada. Jimena se envolvió en la capa y permitió que la ayudara a montar. No miró atrás, por lo que no pudo ver la preocupación en los ojos de Álvar.
Yarmun ingenió una visita para solicitar refuerzos y abastecimiento. Y la presentó como una aliada poderosa. Cenaron en la gran sala, rodeados de la opulencia y vistosidad que los musulmanes sabían dar a sus estancias, nada que ver con la parca sobriedad de los cristianos.
A pesar de las modificaciones y mejoras realizadas en el castillo, ella todavía recordaba aquella sala por la que solía corretear de pequeña cuando nadie la vigilaba. A su memoria acudió la imagen de su madre de rodillas restregando las duras losas del solado junto a un cubo de agua sucia. También recordó cuando arrancaba hierbajos del huerto y cantaba canciones mientras lavaba los hábitos de los monjes del convento. Su presencia la rodeó e instaló en ella una nostalgia desgarradora.
Se obligó a comer. Afortunadamente, los manjares eran suculentos, ricos en especias y texturas. La diversidad de platos sobre la mesa le agudizó el apetito. Algo que le encantaba de los almohades era la caprichosa mezcla de sabores. Lo mismo endulzaban el cordero con salsas de miel y pasas, como sazonaban guisos de dátiles y cereales con frutos secos. O especiaban el vino con canela, pimienta y piel de naranja y lo servían caliente.
Comió, encontró solaz en los alimentos, disfrutó de ellos como si de su última comida se tratara, ahogó la pena en el delicioso vino que tanto la reconfortaba. Vio por el rabillo del ojo cómo Yarmun la contemplaba pensativo. No se fiaba de él y, sin embargo, debía hacerlo.
Los hombres conversaban animadamente. La suave cadencia de sus voces, de timbres cálidos y melódicos, la envolvieron en un halo hipnótico y relajante. El sopor la invadió. Hacía dos noches que no dormía, y el cansancio la sepultó bajo su yugo.
Se dormitó sobre la mesa con el rostro entre las manos mientras fingía escuchar la conversación. Eso sí, con los ojos cerrados. Tan solo era capaz de abrirlos cuando alguno de los soldados reía estentóreamente, entonces se sobresaltaba, daba un respingo, miraba alrededor y de nuevo sus pesados párpados ganaban la batalla.
Una mano le sacudió el hombro. Se sobresaltó y abrió los ojos desmesuradamente.
—Nos han preparado una habitación. Será mejor que descansemos un poco. Estás exhausta; en mitad de la noche te despertaré y nos filtraremos en el convento.
Jimena asintió aturdida, dejó que el hombre la tomara por la cintura y la condujera por largos y fríos pasillos. Ascendieron una escalinata curva, de suave y desgastada piedra gris, bastante desigual, y siguieron otro corredor iluminado por hermosas lucernas.
La alcoba era amplia y suntuosa, los ojos se le posaron admirados en la gran cama de la que pendían velos de color azafrán intenso. Aquel mullido colchón ejerció alguna especie de influjo sobre ella, pues se encontró avanzando hacia allí, atraída por promesas de sueños placenteros.
Se tumbó en la gran cama y descubrió que la comodidad aún superaba la apariencia. Entonces, cerró los ojos. Apenas notó cómo la cama se hundía bajo el peso de otro cuerpo, y cómo una mano le retiraba el cabello del rostro. Tampoco fue plenamente consciente del aliento de otra boca junto a la suya.
—Eres tan embriagadora, tan sensual…
Aquella voz…
Sintió unos labios rozando los suyos, apenas una ligera caricia. En su mente vio a Álvar sobre ella, y se estremeció. Recordó cómo esa mañana los había encontrado; cómo se había bajado con fiereza del caballo, tan terriblemente apuesto que cortaba el aliento; cómo se había enfrentado a Yarmun con esa subyugante aura de poder que desprendía una masculinidad apabullante que le asaltaba los sentidos y despuntaba sus más íntimos deseos.
Se vio asaltada por la intensidad de aquellos rasgados ojos grises, deseó devorarle la boca amplia y generosa, pasearle la lengua por el travieso hoyuelo de la barbilla. Casi gritaba la necesidad de poseerlo, de enredar los dedos en su largo cabello oscuro, de morderle el cuello y perderse en sus caricias.
Encontró unos suaves labios, y su hambre se desató. La violenta incursión de una lengua la sobrecogió; dejó que le explorara la boca y respondió a cada ataque. El hombre gimió enardecido, unas manos le recorrían el cuerpo con pasión desatada.
—Te he echado tanto de menos, ninguna mujer pudo igualarte. Te deseo tanto…
Aquella voz…
Una boca le lamió el cuello, le mordisqueó la oreja, sin embargo, sintió algo parecido a un desasosiego incómodo.
—Volverás a ser mía…
Alarmada abrió los ojos, el rostro que vio frente a ella le alejó el aturdimiento de un plumazo.
—¡Aléjate de mí! —gritó furiosa.
Empujó a Yarmun con todas sus fuerzas, logró separarlo lo justo para doblar ambas rodillas y apartarlo de una fuerte patada. Él lanzó un quejido justo antes de alcanzar el suelo. Jimena rebuscó en su cinto la daga que llevaba oculta y la esgrimió veloz al tiempo que saltaba de la cama y lo amenazaba.
—Ya te advertí, maldito canalla; sal de este cuarto si no quieres que te rebane el pescuezo.
La indecisión de Yarmun la llevó a acercarse con el puñal en alto.
—Tranquila; me iré, pero antes te diré algo. Yo nunca te juzgaría, ni te censuraría. Te aceptaría tal como eres, te idolatraría. Sería tu compañero, tu amigo, tu amante, tu secuaz; cuanto me pidieras lo pondría a tu alcance. Piénsalo.
Yarmun esperó alguna reacción.
—No tengo nada que pensar. Tal vez la antigua Jimena habría aceptado tu propuesta, pero la que tienes frente a ti nunca lo hará. Ahora me guía el corazón, pero no creas que no lo lamento, porque duele y mucho. No obstante, para desgracia de ambos, la mujer que un día conociste murió.
Desilusionado, se encogió de hombros; aquel gesto fútil no aligeró la gravedad de su semblante.
—Tu asesino duerme a la intemperie mientras lucha con sus propios demonios, ¿me equivoco?
—No te molestes en atormentarme, ahora déjame descansar un rato.
—Tenía que intentarlo —musitó con pesar.
—Hoy ya has conseguido un castillo; tu suerte acaba ahí, no abuses de ella —recriminó con desprecio.
A la hora convenida, Jimena se incorporó como un resorte y prácticamente saltó de la cama, luego salió del cuarto para unirse a Yarmun.
La luna llena era un enorme orbe nacarado que asomaba imponente sobre las nubes, su blanquecino resplandor plateaba lápidas, alargaba sombras y confería un toque siniestro al lugar.
Un búho ululaba en un árbol cercano, susurros extraños de hojas, ramas quebradizas y el silbido cortante del viento otorgaban al ya tétrico entorno un halo de ultratumba bastante acorde, que conseguía aumentarle los latidos; hasta le pareció escuchar los quejidos de algún alma condenada.
Gracias al plenilunio, se podían leer las inscripciones de las tumbas con bastante claridad. El lugar no era muy extenso, no obstante, estaba bastante abarrotado. Decidieron empezar cada uno por un extremo. Ya se encontraban casi en el centro cuando el sarraceno la llamó con urgencia.
—¡Aquí está!
Era una lápida pequeña, torcida y casi oculta por una hiedra. Occulta veritas. Pasó los dedos por la piedra y apartó el espeso arbusto.
—Casi no reparé en ella.
Jimena se agachó, sacó la daga y empezó a cavar. Yarmun la imitó. Al cabo, las puntas de sus cuchillos rasparon un duro objeto. El corazón de Jimena se aceleró.
Con delicadeza apartó la tierra con las manos hasta palpar un rectángulo de esquinas redondeadas. Excavó hasta que logró liberarlo. Él se limitó a observarla y a vigilar la entrada del camposanto abandonado. Obviamente, el convento había perdido su uso, tan solo el interior de la capilla era utilizado los viernes para la lectura del Corán.
Limpió meticulosamente la tapa abovedada del cofre. Parecía madera de nogal con adornos dorados. Era más grande de lo que había imaginado.
Yarmun empujó la tierra con el pie para rellenar el hueco y a continuación la pisó para allanarla.
—Vamos —urgió—. Este sitio me pone los pelos de punta, me ha parecido ver un monje bajo aquella galería.
—Eso es del todo imposible.
—No me refería a un cuerpo real —interpuso él.
Jimena lo miró incrédula. No esperaba que un general almohade creyera en esas cosas.
—Bajo nosotros, yacen cuerpos sin vida reducidos a ceniza, las almas, sobre todo las afligidas, moran inquietas sobre la tierra y recorren los lugares que frecuentaban. Hubo mucha aflicción en este lugar, puedo sentirlo.
—Sobre todo la de mi madre —murmuró contrita.
Imaginó los abusos que había sufrido a manos del hermano Osorio, rememoró el horror de aquella noche, y un gélido escalofrío la sacudió. Se envaró y miró a su alrededor.
—Yo maté al hermano Osorio porque maltrataba a mi madre —confesó.
Yarmun la contempló petrificado.
—Era una niña, puede que su alma recorra estos pasillos, incluso puede que ahora me esté mirando.
El hombre, aterrado, miró en derredor con ojos desorbitados.
—Y, si lo hace —continuó—, le diré que me gustaría verlo, tenerlo frente a mí para poder matarlo de nuevo.
Yarmun la tomó del brazo y la arrastró entre matojos y tumbas olvidadas.
—¡Calla, insensata! Se ha de respetar a los muertos si quieres recibir el mismo trato.
—Dudo de que los muertos tengan ya algún poder.
—Acabas de hacer una invocación, y en un camposanto para colmo de males. Salgamos de aquí, y reza a tu dios para que te guarde de ese tal Osorio.
Jimena se dejó arrastrar fuera del convento mientras lo miraba ceñuda.
—Puede que lo haga, pero para que me guarde de los vivos.
—Hay un versículo en el Corán en el que el profeta Muhammad dice: «El valor de este mundo comparado con el del más allá es como lo que vuestro dedo saca del mar cuando lo introducís en él y cuando lo sacáis». La vida terrenal es apenas una gota comparada con el océano que nos aguarda en la otra vida. No subestimes lo que pasa allí, ni a los que moran allí.
Yarmun le entregó un saco, y ella introdujo el cofre a pesar de que las puntas de los dedos le picaban por las ganas de abrirlo.
Se deslizaron entre las tumbas, caminaron bajo la penumbrosa arcada de la galería que conducía a la salida y, ya fuera del convento, entraron al patio de armas cuando un inesperado revuelo los sorprendió.
El rastrillo descendió quejumbroso tras dejar pasar una veintena de jinetes; el último arrastraba un prisionero que caminaba dando traspiés. Ahí estaba el quejido que antes había escuchado. Se escondieron presurosos tras una columna y atisbaron subrepticiamente la comitiva.
El grupo se detuvo, los jinetes desmontaron; el de mayor rango se acercó al capitán del castillo. Hablaron mientras miraban al prisionero, que se había desplomado.
Cuando Jimena posó los ojos en aquel desdichado, el corazón se le detuvo. La capa blanca con la inconfundible cruz roja en el centro: era su templario.
Yarmun la sujetó temeroso de que cometiera alguna imprudencia.
—Hemos de filtrarnos en el castillo antes de que descubran nuestra ausencia; de seguro querrán interrogarlo y requerirán mi presencia.
Jimena asintió, un miedo primario la invadió. El hombre pareció notar su angustia. La tomó por la barbilla y la miró a los ojos.
—No temas por él —la tranquilizó—. Lo sacaré de aquí.
Corrieron pegados a los muros, sumergidos en las sombras. Entraron por las cocinas y, aunque el hogar permanecía encendido, nadie parecía vigilarlo. Ascendieron la escalera de servicio y recorrieron los laberínticos pasillos hasta la alcoba justo cuando unos acelerados pasos resonaron tras ellos.
Entraron en el dormitorio con el corazón en la boca. Yarmun comenzó a desvestirse con premura.
—¡Rápido, ocúltate!
Jimena se metió en la cama y se tapó hasta el cuello. El musulmán, en camisa, se despeinó y la miró inquieto. En ese instante, golpearon sucintamente la puerta. Dejó pasar un tiempo prudencial y la abrió simulando un bostezo.
—¡General, el capitán lo necesita en el salón principal!
Yarmun se volvió hacia ella intencionadamente para permitir que el soldado, algo ruborizado, la contemplara en la cama.
—Debes disculparme, querida, pero he de marcharme; prometo regresar antes de que se enfríen las sabanas.
Recogió sus ropas y salió.