CAPÍTULO 32
—No la acepto, maldición —bramó don Ruy Díaz de Yanguas, VI Maestre de la Orden de Calatrava.
Álvar apretó los labios y le sostuvo la mirada.
—He roto mis votos —insistió furioso—. Y reitero mi renuncia.
Tras él, los hombres en formación acababan de atestiguar por orden expresa de Álvar lo acontecido en Salvatierra sin omitir detalle alguno. Durán, ya recuperado, mantenía una expresión sombría como el resto de sus hermanos.
—Eres el capitán de mi Orden —arguyó Ruy con vehemencia—, y así será hasta que recuperemos la península. Te necesitamos, Álvar, ahora más que nunca. El rey Alfonso y el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, están organizando una ofensiva sin precedentes. Han enviado un emisario a Roma para que el papa Inocencio III proclame una santa cruzada contra los almohades y ordene la unificación de los cinco reinos cristianos. Además, exhortará a todo cruzado extranjero a que se una a nosotros por la salvación de sus almas. Vengaremos Alarcos y Salvatierra; la reconquista es tan solo una cuestión de tiempo.
Álvar apretó los puños.
—Mi fe no es la que era —masculló.
—El papa exonerará todos tus pecados si participas en la batalla, y yo te licenciaré si aún lo deseas. Serás un hombre libre. Además, permaneceremos aquí, en Zurita. Entrenaremos con premura a los novicios para la batalla que se avecina.
Aquella sola frase le conmovió el espíritu. Era cuanto deseaba: la libertad.
—Si sobrevivo —apuntó.
—Incluso si no lo haces. En la vida eterna no hay lazos ni ataduras —apostilló.
Ruy lo observó con expectación con el ceño fruncido y mirada grave. Álvar ya había decidido. Le importaba poco la dispensa papal: era su propio perdón el que necesitaba, y jamás podría otorgárselo si abandonaba a sus hermanos en ese punto crítico. Además, liberar las tierras cristianas de los infieles era algo primordial. La contraofensiva que se gestaba era el golpe de gracia tan necesitado en esos difíciles momentos. Por fin, los cinco reinos se unirían, no podía salir mal, no esta vez.
—De acuerdo, lucharé por la victoria, moriré por ella si es necesario, pero, si regreso con vida…
—Tienes mi palabra —aseveró Ruy.
Se estrecharon la mano, el maestre palmeó complacido la espalda de Álvar.
—Si todos los hombres de la cristiandad poseyeran tu lealtad y tu valor, hace tiempo que nos habríamos librado de los malditos almohades.
Álvar se volvió hacia sus hombres. Aquellos rostros reflejaban alivio y satisfacción. Martín se adelantó.
—La última batalla juntos, hermano.
Le puso la mano en el hombro derecho, a continuación se aproximó Bernardo e hizo lo propio en el hombro de Martín. Finalmente, y para cerrar el cuadrado, Durán aferró el hombro de Bernardo, y Álvar el suyo.
—«Haz lo que puedas con lo que tengas, en donde estés, pero siempre llévanos a la Gloria».
Navas de Tolosa, 16 de julio anno domini 1212.
Amanecía. Una difusa línea resplandeciente quebró la noche. Esa incipiente y tímida luminiscencia fue suficiente para activar el campamento. Ya el día anterior habían sido bendecidos en una misa generalizada, y hombres de diverso rango y condición fueron confesados y perdonados, libres de entregarse al combate sin perjuicio para su alma, a no ser que desertaran.
Las tropas cristianas, por fin, se habían asentado en Mesa del Rey, un prado en los llanos de La Losa, cerca de la villa de Santa Elena al noroeste de Jaén, no sin salvar vicisitudes. El astuto al-Nasir les había cortado el acceso al valle y los había acorralado entre abruptas montañas; una localización imposible para un combate, pues impedía el ataque masivo de las fuerzas cristianas que, anuladas, solo aguardaban la derrota o la retirada. No obstante, un designio divino los favoreció en forma de un pastor local. El hombre, de nombre Martín Alhaja, los condujo a través de una sinuosa senda que los aproximó al enemigo por el oeste. En ese instante, frente a frente, las fuerzas se preparaban para la inminente contienda.
En el cerro de Olivares, las huestes almohades se reagrupaban en distintas formaciones. Álvar se estremeció ante la barahúnda procedente de ambos bandos. Los solemnes cánticos templarios se entremezclaban con los rítmicos tambores almohades y los aullidos de las mujeres bereberes. Ante él, coloridos baluartes, que despertaban sus colores al alba, mostraban la imponencia del ejército de al-Nasir.
Elevó una silenciosa plegaria y respiró hondo. Su destino lo marcaría esa jornada. Todo o nada, no podía ser de otra forma. Miró en derredor, unas sesenta mil almas conformaban las tropas cristianas, frente a ciento veinte mil guerreros de Alá.
Los tres reyes y sus ejércitos se dispusieron con sus mesnadas en tres filas. Por fin, Castilla, Aragón y Navarra unían sus fuerzas.
Frente a él, la facción de don Diego López de Haro y su hijo Lope Díaz comenzó la ofensiva. Atacó frontalmente con miles de aguerridos jinetes. El choque con las líneas enemigas fue brutal, la vanguardia almohade sufrió la fiereza cristiana. Sin embargo, Álvar comprobó con desasosiego que la caballería ligera almohade envolvía los flancos castellanos y reducía con lanzas y alfanjes las tropas de Cristo. Apretó la empuñadura de la espada y respiró hondo. Alfonso VIII mandó a la segunda línea: en ella se encontraban los templarios calatravos, de Santiago y las milicias.
A su mente acudió un rostro, el mismo que lo acompañaba cada noche. Si moría, lo haría con ella en su pensamiento y en el corazón. Pues, a pesar de los meses pasados, casi un año ya, sus sentimientos, en lugar de doblegarse y morir, o al menos languidecer presos de la ausencia, yermos por falta de atención y contacto, habían crecido de manera alarmante, tan frescos y vívidos que casi parecía que se hubiera despertado con el sabor de sus besos. Recordaba de manera tan intensa el sabor de aquella mujer, el tacto de su piel, el brillo de esos ojos, que el alma se le encogía ante la necesidad opresiva de tenerla entre los brazos. Y esa sería su recompensa si sobrevivía a esa batalla. Buscarla y luchar por ella; consagraría su vida a encontrarla y a ganarla de nuevo si acaso merecía tal honor.
Cabalgó veloz entre gritos de guerra y piafadas de caballos. Una polvorienta neblina los envolvió. Enarboló la espada y la descargó ante el primer jinete almohade que encontró. El infierno se desató. Miembros seccionados, cuerpos inertes, alaridos agónicos. Su montura trastabillaba, sorteaba dificultosamente los numerosos cadáveres que poblaban el páramo. La sangre emponzoñó el aire, la densa humedad enfangó la tierra seca en charcos pegajosos.
Actuaba por instinto, descargaba mandobles feroces, esquivaba estocadas, arreaba a su caballo por un mar de muerte y penurias. Una saeta le atravesó el hombro como aquella primera vez en Alarcos, aquel recuerdo encendió su ya exaltado ánimo. Apretó los dientes, gritó y luchó con renovado ahínco.
No supo cuánto tiempo pasó. Solo supo que las cosas se complicaban. Los almohades ganaban terreno, y las bajas cristianas se sucedían. La cruenta batalla tomaba un cariz oscuro. No podía creer que sufrieran la misma suerte una tercera vez; gritó de frustración y redobló sus esfuerzos.
Cuando parecía que la batalla estaba perdida, los tres reyes cristianos, Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra, avanzaron al frente de sus ejércitos, todos a un tiempo. Traspasaron la segunda línea enemiga con enconada saña, luego sobrepasaron la tercera. La furia y la desesperación les teñían los semblantes. Dios los guiaba a la victoria, pudo ver la superioridad de sus huestes, el impresionante arrojo de sus líderes, el enardecido coraje de los milicianos. Arrasaron el campamento almohade y aniquilaron al enemigo.
Casi culminaba la cumbre del cerro de Olivares cuando un alfanje se le clavó en el costado. Miró hacia abajo, decidido a sacarlo de su cuerpo. Tiró con fuerza y logró extraerlo tras un continuo flujo espeso y cálido. Al instante se mareó. Perdía mucha sangre, la visión se le nubló y sucumbió al dolor. Se inclinó sobre la montura, se agarró al cuello de su alazán. Aguantó hasta llegar a la cima, logró ver cómo incendiaban la esplendorosa tienda roja del califa y sonrió.
La reconquista había comenzado. Débil y tembloroso cayó del caballo. Vio el amado rostro de Jimena antes de que la negrura lo envolviera.