CAPÍTULO 12
En la soledad de su celda, en los subterráneos de la capilla del castillo, Álvar se despojó de sus pesados ropajes. Extendió la cota de malla sobre el camastro, la túnica de la Orden, el cinto, la espada, las calzas y las botas de piel. Completamente desnudo, a excepción del crucifijo de madera que siempre pendía de su cuello, se acercó al reclinatorio. Tomó una cuerda de lino trenzado que colgaba de un gancho y se arrodilló cabizbajo. Rezó sus oraciones con devoción, recitó el salmo «Miserere» susurrando cada pasaje, suplicó perdón y clamó su arrepentimiento, limpió la mente de cualquier pensamiento terrenal. Cuando terminó, empuñó la cuerda trenzada y la descargó con violencia sobre su hombro izquierdo.
Un dolor lacerante le recorrió la espalda. Una y otra vez repitió aquel movimiento; la lujuria había mancillado su virtud, y el único acto de contrición que podía purificarlo de nuevo era el dolor; un castigo en la carne que se grababa en la mente. Un recordatorio de lo insignificante y pecaminoso que era el cuerpo. Con cada golpe arrastraba su debilidad, lo que le recordaba que Dios elevaba su espíritu, que su vida terrenal era tan solo una prueba, un sendero escarpado y pedregoso lleno de curvas y desvíos. Y que su mísero cuerpo era gobernado por Satán con tentaciones y placeres que debía combatir día a día. Y, de todas las tentaciones soportadas, de todos los avatares que ponían a prueba su fe, la lujuria que lo había enloquecido esa mañana era sin duda la más vergonzosa y lamentable.
Ella había cegado su razón. Pero no la culpaba. Era tan solo una mujer gobernada por sus más bajos y viles instintos. Rendida al lado oscuro, un alma perdida entre las sombras. Víctima de un destino cruel, huérfana de padres y de principios, y presa del rencor hacia un dios que creía injusto. Pero Dios no la había olvidado. Álvar sentía que todavía podía recuperarla. La pregunta era cómo hacerlo cuando había estado a punto de claudicar ante ella. Recordó vívidamente la sensación de tenerla entre sus brazos, de besar aquellos dulces labios, de acariciar sus voluptuosas curvas. Y, de nuevo, sintió la punzada del deseo asomar su negro aguijón. La habría tomado en aquella torre si no hubiera descubierto aquel cilindro entre sus pechos.
Aquella revelación lo mortificaba más si cabía, apretó los dientes e imprimió, furibundo, más intensidad a los azotes. No los contó. El dolor se mezcló con un fuego arrasador que se le extendía por toda la columna. De pronto, notó un líquido espeso que se le deslizaba por la piel. Se detuvo jadeando. Juntó las manos en actitud oratoria e inclinó la frente sudorosa para elevar una última plegaria.
—¡Dame fuerzas, Señor, para cumplir tu voluntad! En ti confío, mi Dios, con toda la fuerza de mi alma; por eso te pido que bendigas, ilumines y guíes mis pasos y me otorgues la fortaleza necesaria para resistir los envites del mal. El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes prados me hace reposar y donde brota agua fresca me conduce. Amén.
Se levantó y se tumbó boca abajo en el jergón. Debía aguardar a que las heridas secaran antes de vestirse. Pensó en Jimena, en el modo de reconducirla. De alguna forma, supo que sus destinos estaban unidos. Ya, desde niños, sus caminos se habían cruzado y, en honor a la verdad, nunca había dejado de pensar en ella, de imaginar su vida y de rezar por su bienestar. Pero nada lo había preparado para el impacto que había causado en sus sentidos. El deseo de protección que le había provocado cuando tan solo era una niña había resurgido igual de imperioso y apremiante. Entonces, la había salvado de los hombres; ahora, eran las garras del demonio las que la aprisionaban. Y, sin la ayuda de Dios, esa batalla estaría perdida.
Tras un breve descanso, decidió visitarla en las mazmorras. La noticia de que la propia señora del castillo confabulaba con los herejes había impactado negativamente sobre la gente que había comenzado a mostrarse temerosa. El padre Ambrosio acentuaba ese sentimiento con sermones grotescos sobre la ira de Dios. La capilla, normalmente vacía, estaba ahora abarrotada de feligreses devotos que pedían por el perdón de sus pecados. Álvar detestaba que se utilizara el temor como herramienta de acercamiento a Dios. Y no comulgaba con las mañas del sacerdote, pero no tenía tiempo de hablar con él, otros menesteres más urgentes reclamaban su atención.
Otro detalle rondaba por su cabeza sembrando más incertidumbre. El hierático Guillén de Montcada no abogó en defensa de su señora. Ni siquiera pareció asombrado, como si esas actividades fueran usuales en ella y él transigiera puerilmente con ellas. Cosa que, de ser cierta, lo convertía en cómplice de traición a la corona de Aragón. Tendría con él una conversación con visos de interrogatorio velado. Descendió el último tramo de escalones y accedió a un pasadizo abovedado y lóbrego. Un carcelero se envaró y reclinó la cabeza.
—¡Abrid la puerta! ¡He de hablar con la prisionera! —ordenó.
Álvar fue conducido hacia la celda del fondo, la más oscura y húmeda. El guardián rebuscó entre un gran manojo de llaves y eligió una que introdujo en la cerradura de la puerta enrejada. El sonido metálico reverberó entre los muros de piedra; entonó un eco alargado y tétrico. La antorcha del pasillo apenas iluminaba la entrada y alejaba débilmente las sombras. Sin embargo, en el interior del cubículo la oscuridad era total. Álvar maldijo entre dientes; a pesar de todo, aquella mujer no merecía un trato tan ignominioso.
Tomó la antorcha del pasillo y se adentró en la celda. Jimena, acurrucada en una esquina, alzó un rostro perlado de lágrimas. Parpadeó repetidas veces hasta adaptarse a la luz y lo miró con semblante inexpresivo. No había camastro, ni siquiera un sucio jergón en el que cobijarse de la inmundicia del suelo. Las ratas correteaban a su alrededor con curiosidad. Un par de ellas yacían inertes y ensangrentadas a sus pies.
—¿Qué deseas de mí, monje? —inquirió despectiva—. No pienso retractarme de mis actos, ya te lo adelanto.
Álvar, a pesar de sí mismo, admiró su valentía. Incluso en su posición, irradiaba determinación y coraje. No pedía clemencia ni suplicaba, por contrario, le dedicaba una mirada desafiante y altiva.
—Vengo a ofrecer un trato —comenzó.
—Nada que venga de ti puede ya interesarme —alegó con firmeza.
Álvar buscó en la pared un anclaje para la antorcha y la depositó sin dejar de mirarla. Se acuclilló frente a ella y observó su expresión desdeñosa. Tenía el pelo revuelto, el vestido sucio y arrugado y el rostro tiznado de mugre. Se preguntó qué habría estado haciendo para tener ese aspecto tan lamentable en las pocas horas que llevaba ahí. Y, aun así, su belleza cortaba la respiración.
—Esto te interesará, te lo aseguro; de tu decisión dependerá tu futuro.
Ella lo contempló con evidente interés.
—Habla —musitó.
—Quiero que traiciones a tu amante.
Jimena entrecerró los ojos y negó con la cabeza.
—No haré tal cosa.
Álvar suspiró y clavó los ojos en ella.
—En cambio, no tienes reparos en traicionar a tu gente y a tu Dios.
Ella soltó una abrupta carcajada carente de diversión y se encaró con él.
—«Mi Dios» —repitió mordaz—, «mi gente». A ellos me debo, templario. Y, si para salvar sus vidas tuviera que aliarme con el mismísimo demonio, te juro que lo haría. Y Dios es uno, da igual el nombre que le otorguen. Mi dios, como dices, es compasivo y bondadoso, vive en mí, y no necesito de un clérigo retrógrado que me imponga normas estúpidas, que me obligue a cumplir bajo amenaza de excomunión. El único infierno mora en la Tierra, y los demonios llevan sotana y conducen a sus gentes a la guerra, a la pobreza y a la muerte. Esa es tu religión, la que idolatras y a la que sirves.
—¡Basta de sacrilegios! —exclamó Álvar—. No perderé el tiempo en convencerte de tu error, pero tampoco consentiré una ofensa más. El trato es que me entregues a Yarmun, e intercederé a tu favor ante el rey.
Jimena le sonrió sardónica; en sus grandes ojos llameó el desprecio.
—Ya te di mi respuesta, monje —respondió tajante.
Álvar sacudió la cabeza con impaciencia. Su mente trabajaba a una velocidad vertiginosa, buscaba la manera de manipular la decisión de la mujer. De repente, en su cabeza surgió una idea.
—Bien, como quieras; en tal caso, mañana al alba sí se desatará el infierno, pero dentro de estas murallas. Acabo de recibir un mensaje del alto mando almohade; nos dan plazo hasta mañana para rendir el castillo. Si no lo hacemos, nos atacarán; y advierten que no harán prisioneros.
La contempló con gravedad, rogaba en su interior que aquella mentira obrara el milagro. Vio la duda en ese hermoso rostro, lo escrutó con la mirada, y Álvar la sostuvo con plasmada preocupación en su expresión.
—Que se rinda, entonces, el castillo —musitó.
—Sabes mejor que nadie por qué no puedo hacer tal cosa.
Jimena abrió los ojos con asombro, supo al instante que se refería a los tesoros ocultos. Visiblemente aturdida por saberse descubierta, bajó la cabeza y contempló ensimismada un bordado de su falda.
—Tu sagacidad me abruma, monje. Lástima que la desperdicies como simple subalterno de la ambición papal.
Él supo que había vencido y reprimió una sonrisa triunfal.
—Todavía aguardo una respuesta sensata.
Jimena lo atravesó con la mirada y torció disgustada el gesto. Antes de contestar, se acomodó un largo mechón oscuro tras la oreja y se humedeció los labios, un gesto que lo desconcentró. Aquella maldita boca ejercía alguna especie de hechizo sobre él. Se obligó a apartar la mirada y la fijó de nuevo en aquellos bellísimos ojos azules. Podría pasarse la eternidad mirándola. Aquel pensamiento lo irritó.
—¿Piensas tenerme aquí hasta mañana?
Ella frunció el ceño y le dedicó una mirada traviesa.
—Seguro que sería más divertido pelear contigo que con las ratas.
La imagen de ambos enlazados en el suelo lo asaltó de improviso. Se le secó la garganta. Carraspeó incómodo. Jimena se le acercó peligrosamente. Álvar, alerta, retrocedió y tambaleó. En su posición de cuclillas, apoyó una mano tras él para evitar caer sentado.
—Piensas que soy el mismísimo demonio, ¿no?
—¿Lo eres?
Ella volvió a su posición, sentada con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en el muro.
—Tal vez —respondió esa vez con abatimiento.
La tristeza que le tiñó el semblante arrancó de sus entrañas la necesidad de abrazarla y confortarla. Apretó los puños para reprimir aquel impulso feroz.
—No pienso eso de ti —logró articular.
Ella lo observó con seriedad.
—¿Y qué piensas de mí?
Pensó que desearía convertirla en un pájaro y cobijarla en su pecho a salvo de todo y de todos. En cambio, musitó:
—Tan solo vagas perdida en un mundo de sombras a la espera de hallar una luz lo suficientemente brillante para lograr alejarte de las tinieblas.
La sombra incipiente de una sonrisa iluminó el rostro de la mujer.
—Y esa luz eres tú, o eso pretendes. ¿Me equivoco?
—Esa luz es tu Padre y Creador. Yo tan solo pretendo conseguir que abráis los ojos a él.
Álvar captó un atisbo de condescendencia en su expresión.
—Hazlo —sugirió—. Ábreme los ojos y permíteme gozar del mismo privilegio.
—Mis ojos llevan mucho tiempo abiertos —replicó Álvar, algo confuso.
Ella, esa vez, le sonrió abiertamente. Una sonrisa franca y luminosa que lo desarmó.
—Tus ojos están más cerrados que los míos —le espetó—. ¿Cuánto tiempo hace que no miras en tu corazón? Temes hacerlo porque intuyes lo que puedes encontrar, y yo, templario, te reto a que lo hagas. Indaga dentro de él. No hay verdad más pura que la que alberga nuestro pecho.
La intensidad de su mirada lo obligó a apartar la vista.
—Ya una vez te dejaste guiar por el corazón —continuó—, en contra de tu dogma, de los mandatos de tu Orden, y salvaste a una niña de un aciago destino.
Hizo una pausa, sus claros ojos brillaban emocionados, y agregó:
—Ahora sé que dudaste de tus superiores, de las leyes eclesiásticas que rigen la vida de los cristianos. Pero tu fe soportó la prueba. Imagino que has vivido más crisis a lo largo de tu vida en las que te habrás planteado si hacías lo correcto, si masacrar a un pueblo en nombre de tu dios era realmente necesario para ensalzar a Cristo. Y una parte de ti, tal vez, muy oculta, es consciente de que la sangre que has derramado tan solo favorece intereses políticos, ambición y poder. Dios solo es la excusa.
Álvar se levantó y se dirigió a la puerta. Una emoción extraña, incómoda y palpitante lo oprimía.
—¿Derramarás la sangre de los tuyos por proteger a un hereje?
—Creo que ya te he dicho de lo que soy capaz por ellos; y tú, sabiamente, has utilizado esa baza. Te entregaré a Yarmun, pues no tengo modo de saber si dices la verdad y no pienso arriesgarme. Pero has de saber algo, templario, más te vale que tus tretas impidan una batalla, porque, de lo contrario, no solo caerá sobre tus hombros mi ira, también la de tu Dios.
Salió de las mazmorras con un anhelo inquietante que le remolineaba en la cabeza. Se debatía entre sus convicciones y lo que ella despertaba en él. Y, lo peor de todo, era lo que había visto en sus ojos: una seguridad tan apabullante que minaba la suya propia con dudas sepultadas concienzudamente. Sí, aceptó, había tenido crisis de fe, sobre todo cuando contemplaba un campo lleno de cadáveres, una aldea arrasada, saqueos y torturas indiscriminadas. Tantas veces se había preguntado qué sentido tenía reconquistar Tierra Santa para teñirla de sangre y vergüenza. Y la respuesta había sido la misma que había salido de los labios de Jimena: poder y ambición.
¿Quién descifraba los designios de Dios? ¿Las Escrituras? Pero las Escrituras eran interpretadas por los hombres, y cada individuo tenía su particular prisma enfocado de diferente modo hacia la visión de las cosas. Entonces, ¿qué esperaba realmente Dios de sus siervos? Y aquella no era la única verdad que había salido de su boca. ¿Cuánto tiempo hacía que no miraba en su corazón? ¡Qué cómodo resultaba obedecer sin cuestionar nada convencido de obrar en nombre de Dios! Y, ahora, aquella endiablada mujer horadaba sus muros con preguntas y retos, despertaba sensaciones inquietantes y perturbadoras. Se negó a seguir pensando en ello. No cuando de su actuación dependían tantas vidas. Tenía un mensaje que enviar.
Sacó el cilindro de su pecho. Había vuelto a enrollar el largo rizo de la mujer. Olía a jazmín y a azahar, exactamente igual que el pañuelo que ocultaba bajo el camastro. El mensaje, cuidadosamente escrito, era la clave para que su plan funcionase. Un cebo jugoso que no podía fallar. ¿Qué comandante musulmán no querría tener en su poder el Santo Sudario? ¿O el Cáliz Sagrado? Sí, se dijo, Yarmun iría. Inmerso en sus pensamientos, pulía cada cabo de su plan; volvió sobre sus pasos y llamó al guardián de la mazmorra.
—Libérala de esa celda inmunda y reclúyela en sus aposentos. Quiero dos hombres apostados en su puerta día y noche.
Jimena fue trasladada a su alcoba para alegría de sus compañeras peludas. Su estancia en aquella inmunda celda había sido de todo menos tranquila. Cuando las ratas tomaron confianza, iniciaron una serie de ataques cortos y rápidos para tantearla, y ella les había demostrado a lo que se enfrentaban: había matado a dos a pisotones al tiempo que palpaba los muros en busca de una corriente de aire para intentar escapar. Estaba en esa faena cuando había irrumpido el templario.
Todavía podía ver aquellos suspicaces ojos grises clavados en ella y aquella media sonrisa cínica que le acentuaba el caprichoso hoyuelo de la barbilla. La sola presencia del hombre la agitaba con impulsos casi irrefrenables. Había estado tentada de lanzarse a sus brazos casi todo el tiempo, por no mencionar que se moría por otro beso. El fuego que él había despertado en ella durante el breve encuentro en el torreón todavía le devoraba las entrañas con un deseo no satisfecho. Y ese anhelo crecía peligrosamente al mismo ritmo que la admiración y en igual medida que la precaución.
Era extremadamente inteligente, noble y valeroso: cualidades poco comunes en un clérigo. Pero sus defectos también eran notables y se reducían a uno solo: desgraciadamente era una oveja sumisa y obediente dentro de un rebaño regido por un pastor codicioso. Inmersa en sus cavilaciones, no escuchó abrirse la puerta y dio un respingo cuando una mano se posó en su hombro.
—Haces bien en preocuparte, mujer.
El rostro ceñudo de Guillén la hizo retroceder.
—¿Por qué? —inquirió apesadumbrado.
Jimena no fue capaz de sostenerle la mirada. No sabía si conocía toda la verdad y, aunque Yarmun sí había sido su amante durante un tiempo, desde que se había casado con él, no había mantenido relaciones carnales extramatrimoniales. Y no había sido por respeto a la institución, ni siquiera por respeto a Guillén, sino, por respeto a sí misma. Un respeto que perdía con Álvar. De nuevo aquel maldito monje le socavaba cada pensamiento. Sacudió la cabeza furiosa y se alejó hacia la ventana.
—¿Acaso importa el motivo? —susurró.
Guillén resopló afligido. Lo oyó acercarse. No se volvió, aunque sintió sus verdes ojos clavados en la espalda.
—A mí me importa —confesó en apenas un susurro—. Saber que no era objeto de tu amor no impidió que tú sí lo fuerais del mío. Jimena, he soportado tus desplantes, tus flirteos e incluso tus extraños caprichos por complacerte, aguardaba que en tu corazón surgiera, al menos, un brote de cariño por mí. Pero heme aquí, unido a una mujer que no solo mancillaba mi apellido y mi honor, sino también mi futuro. Tu traición al rey nos ha puesto a los dos en peligro.
Jimena giró hacia él aturdida y lo contempló. Le rompió el alma ver su sufrimiento.
—Nada tienes que ver con esto. Actué por cuenta propia y así lo admitiré.
Guillén negó con la cabeza, su trigueña melena le ocultó parcialmente el rostro. Bajó la cabeza y se miró las manos.
—¿Y piensas que te creerán?
—Tendrán que hacerlo, pues no consentiré tal injusticia, te lo aseguro —replicó con firmeza.
El hombre alzó la vista. Sus pequeños ojos titilaron emocionados, rezumaban la angustia que lo embargaba.
—Caeré contigo, no hay duda alguna —espetó abatido—. En mí recaía tu conducta, fui demasiado permisivo e indulgente, y como único responsable pagaré mi negligencia.
Jimena sintió que las lágrimas le quemaban los ojos. Se abrazó a él con fuerza mientras negaba tozudamente con la cabeza.
—No lo permitiré —profirió furiosa con ella misma—. Te juro que haré lo que sea por ganar tu perdón ante el rey. Negociaré una dispensa. Tengo información suficiente para salvarte y lo haré, créeme. Te lo debo por…
—¿Utilizarme? —interrumpió Guillén con rencor. Se desasió de ella y se dirigió a la puerta—. Subestimaste mi inteligencia, Jimena, siempre supe los motivos de tu inesperado interés en mí. Mi gran error fue posterior a nuestro enlace, cuando estúpidamente sentí la necesidad de ganar algo imposible.
Jimena, desbordada en llanto, lo miró suplicante por un perdón que, sabía, no merecía.
—Creo que, al menos, sí me he ganado el derecho a saber el motivo de mi desgracia —agregó en tono seco y despectivo.
—Por dos deudas adquiridas de niña: una venganza y una promesa.
Aquello despertó la curiosidad del hombre; en lugar de marcharse, se encaminó a la silla de respaldo alto y se sentó expectante.
—Es una historia muy larga —advirtió al tiempo que tomaba asiento en el alféizar de la ventana.
—Si algo nos sobra en nuestra situación, es tiempo.