CAPÍTULO 23

La noche se fragmentó en mil pedazos, nada en comparación con los millares de piezas rotas que conformaban su corazón.

Una maraña de zigzagueantes líneas azuladas, brotaban de las nubes, con violencia inusitada, aterrizaban en la tierra y devastaban con su furia los desafortunados troncos que encontraba en su camino. Jamás había presenciado una tormenta como aquella.

Caminaban a buen paso, empapados hasta los huesos y atemorizados por los elementos, que sin duda se habían confabulado contra ellos. Yarmun la ayudaba a descender aquellos endiablados montículos rocosos, a sortear los charcos más profundos y, a cada paso, la interrogaba con la mirada.

Jimena, cada tanto, contemplaba el paisaje ante ella, buscaba con desesperación algo que despertara sus recuerdos. Debía atravesar las líneas enemigas, algo fácil, pues la acompañaba uno de sus generales, pero arriesgado a la vez, pues en su fuero interno sospechaba que Yarmun, tenía otros planes.

Lo único que se le ocurrió fue encaminarse a la villa de Alarcos y, desde allí, prestar absoluta atención a su alrededor. El cobertizo ya no existía, pero recordaba, un árbol en particular. Una encina, de grandes dimensiones y tronco extrañamente retorcido, donde su madre y ella habían descansado bajo su sombra, el cobertizo quedaba a pocos pasos de allí.

Se acercaban al campamento almohade. Un revuelo inesperado surgió ante ellos. Los soldados corrían de un lado para otro, en busca de algo. Se gritaban entre ellos, y parecían nerviosos y alterados.

Yarmun frunció el ceño con preocupación.

—No podemos cruzar la línea como fugitivos, están demasiado alerta y, si nos descubren, ni tiempo tendré de revelarles mi identidad. Hemos de ser cautos y presentarnos ante ellos con las manos en alto en señal de rendición. Después, no habrá problema.

Jimena tragó saliva, no confiaba en él, se detuvo.

Yarmun sonrió, su blanca dentadura resaltó en la penumbra que la capucha confería a su rostro.

—Lo juré por el profeta —le recordó—. Aunque no me será fácil escabullirme del califa, habrás de ser paciente. Mientras tanto, me temo que tendrás que permanecer como mi invitada.

—¡No! —tronó Jimena con voz estrangulada—. Mencia corre peligro, he de regresar cuanto antes. Si algo le pasa yo…

No pudo continuar. El miedo la atenazaba con una cadena helada y pesada en torno a su pecho que la apretaba inmisericorde a cada instante. Aquella nota hundió sus esperanzas, cambió radicalmente sus planes. Al diablo con todo, el blasón, su promesa, su misión. Nada le importaba. Tan solo recuperar a Mencia sana y salva, huir de allí tan lejos como pudiera y empezar una nueva vida.

Una meta lejana y llena de obstáculos, al parecer. Debía cumplir a rajatabla, lo dictado en aquella caligrafía alargada y escalofriante. Regresaría con el maldito cofre, lo entregaría y pelearía por su vida y la de su segunda madre. Y esta vez, no fallaría.

—Confía en mí. Ahora mismo he de presentarme ante mi califa, explicarle que me has ayudado y entregarle estos presentes.

Sacudió la bolsa que cargaba sobre su hombro y de nuevo sonrió, esta vez más abiertamente.

En la cámara de tesoro, ambos habían expoliado a la Iglesia. Ella había sustraído sus ansiados evangelios secretos, que escondió sabiamente al fondo de la biblioteca de Guillén. Yarmun, por su parte, había cargado con todo el oro que pudo reunir: en forma de cálices, cetros, hisopos enjoyados, medallones y sellos reales. Los tesoros de mayor tamaño permanecían en su lugar.

—Explícaselo después —exigió furiosa.

—Preciosa, no pienso recorrer la comarca cargado con todo esto.

Su voz, melosa y confiada le puso los pelos de punta. Se le antojaba un gato confiado y travieso jugando con su presa.

—Además —continuó—, no es la noche ideal para buscar nada, excepto el calor de otro cuerpo. —Sus ojos brillaron taimados bajo la capucha—. Mañana, con las primeras luces del alba, partiremos bien equipados.

—No —insistió Jimena—. Concedo que hables con el califa, y le entregues el botín. Pero partiremos esta misma noche; no pienso descansar aquí.

El hombre inclinó ligeramente la cabeza y chasqueó la lengua, la miró burlón y acarició sutilmente la mejilla de la mujer.

—Eres difícil de convencer —murmuró—. Tal vez cuando veas la comodidad de mi tienda…

Jimena retiró asqueada la cabeza y se alejó unos pasos de él.

—Preferiría dormir a la intemperie, seguro que estos relámpagos son menos peligrosos que tú.

Yarmun estalló en carcajadas.

—Eso, preciosa, ni lo dudes.

Escucharon pasos acercarse.

—¡A mí la guardia! —gritó en árabe.

Al instante apareció un grupo reducido de soldados que los apuntaron con sus afiladas lanzas.

Ambos alzaron las manos y se pusieron de rodillas. Yarmun se quitó la capa y habló con rapidez.

—Soy el general Yarmun ibn Riyah, general de los ejércitos del califa Muhammad al-Nasir. Me apresaron hace dos semanas, y hoy he logrado escapar. Exijo que me llevéis ante mi señor.

Los levantaron bruscamente y los escoltaron como prisioneros. La tienda del califa, era amplia, escarlata y ostentosa. Jimena, maniatada, permaneció en la entrada, bajo la atenta mirada de los guardias, que recorrían su cuerpo con evidente interés. Nerviosa, pero agradecida de hallarse bajo cubierta, observó con atención la opulencia que la rodeaba. Hermosos candiles dorados iluminaban la estancia. Sobre el suelo alfombrado, decenas de cojines forrados en sedas se amontonaban en torno a una hermosa mesa baja, ricamente labrada. Más allá, velos de colores intensos dejaban translucir una grandiosa cama. Al fondo otra mesa baja, pero más larga, también rodeada de mullidos y elegantes cojines.

Allí, el califa que atendía a Yarmun ojeaba en dirección a Jimena, al tiempo que escuchaba en silencio el relato de su general. Ella no podía oír la conversación, pero la mirada inquisidora y curiosa del gran califa al-Nasir puso en su pecho un mal presentimiento.

Empezaba a tiritar, sus ropas empapadas resultaban demasiado pesadas, y la impaciencia comenzó a aguijonearla. Poco después, Yarmun se acercó a ella y la sacó agarrada del brazo.

—Todo va bien, está contento, el oro suele ejercer ese efecto en los hombres.

—Pues no lo parecía —opinó ella, incrédula.

—Es un hombre reservado. —Salieron de nuevo a la lluvia—. Quiere conocerte y hacerte algunas preguntas.

Llamó a uno de los guardias y le susurró algo al oído.

—¿Y por qué no me has presentado?

Yarmun contempló sus ropas con una media sonrisa sardónica.

—Estás empapada, encanto. Y, aunque a mis ojos sigues pareciendo una diosa, comprenderás que no estás presentable para conocer a un califa. Habrás de secarte y cambiarte. Las mujeres te prepararán adecuadamente, no creo que te opongas a eso, ¿no? Te estoy salvando de una pulmonía.

Confundida, se dejó arrastrar por él.

—De acuerdo —aceptó—, pero cuando conteste sus preguntas nos marcharemos.

Yarmun no respondió, solo le regaló una sonrisa turbia que le erizó la piel.

Cuando salió de la tienda de las mujeres, se sintió extraña, envuelta en una hermosa túnica de suave seda azul añil, con bordados en hilo de plata en el escote en «v» y en ambas mangas. Y sobre ella, una capa a juego con una gran capucha.

Fue llevada de nuevo a la tienda principal.

Yarmun, que conversaba con varios hombres, se volvió con una sonrisa que se congeló en su rostro. Sus ojos brillaron, su expresión se tornó en asombrada admiración.

—Sublime —musitó ensimismado.

Avanzó hacia ella y la tomó de la mano. Jimena guardó silencio, su incomodidad creció cuando el califa posó sus ojos en ella.

Muhammad al-Nasir, cuarto califa de la dinastía almohade, era joven y parecía tímido. Sus rasgos físicos resultaban exóticos en un hombre musulmán, pues poseía unos brillantes ojos azules, tez clara y cabellos y barba rubios, claramente heredados de su madre, una esclava cristiana llamada Zaida.

—Un ejemplar soberbio, sin duda —coincidió al-Nasir.

—Si desea preguntarme algo, apresúrese; no tengo tiempo que perder —intervino ella, impaciente.

El califa abrió los ojos como si le hubieran golpeado en el estómago y permaneció así hasta que las comisuras de los labios comenzaron a ensanchársele para formar lo que pareció una sonrisa contenida. Finalmente, y para el asombro de todos, estalló en una abrupta y larga carcajada.

—Conque no tenéis tiempo para mí… —dijo entre risas—. Jamás me habían dicho algo así.

Jimena se cruzó de brazos y aguardó visiblemente malhumorada.

—Poseéis coraje además de belleza.

—Lo que no poseo es tiempo —objetó de nuevo.

El califa de rostro cetrino, huesos finos, nariz aguileña y barba acabada en punta sacudía la cabeza de un lado a otro y reía a mandíbula batiente.

—Por el profeta, sois única en vuestro género, os lo aseguro. Un descubrimiento de tal calibre no puede evaporarse ante mis ojos.

—Vuestro general juró por ese mismo profeta ayudarme en mi cometido. Y, dadas las circunstancias, no querréis contrariarlo.

—Deslenguada y atrevida, me sorprende que hayáis gozado entre cristianos de la libertad necesaria para forjar el carácter que mostráis.

—Todavía no me habéis formulado ninguna pregunta.

—Sin embargo, ya he conseguido uno de mis deseos: conoceros. En cuanto a las preguntas, me bastará con una sola.

—Adelante.

—¿Por qué renegáis de vuestra religión?

—Porque nunca lo fue, jamás anidó en mi corazón, y es a él al que debo serle fiel.

—Un corazón indómito, a mi parecer.

—Es el único que tengo.

El califa rio nuevamente, se atusó la barba y la miró claramente complacido.

—¡Formidable! Si la mitad de mis hombres poseyera vuestro talante, esta península hace tiempo que estaría en nuestro poder.

—Solicito permiso para retirarme —adujo hastiada.

—Retiraos, debéis de estar agotada —concedió e inclinó cortésmente la cabeza.

Jimena prefirió no replicar, bajó la mirada a modo de despedida, giró y encontró los ojos enigmáticos de Yarmun.

El califa alzó la mano, y Yarmun acudió raudo. Conversaron en susurros y, tras asentir con gravedad, el sarraceno hizo una reverencia y la sacó de allí.

—Lo has impresionado gratamente —musitó con semblante adusto.

A Jimena le extrañó el desagrado de Yarmun.

—¿Y eso es malo?

—Me temo que sí.

La condujo entre tiendas hasta llegar a la suya. Un soldado se cuadró ante él y se retiró para permitirle el paso. Jimena se detuvo y lo miró acusadora.

—Solo voy a buscar algunas cosas que necesitaré —se defendió.

—Bien, te esperaré aquí —objetó ella.

—¿Prefieres estar expuesta a la lascivia de mis hombres? No todos controlan sus necesidades tanto como yo.

Jimena lo fulminó con la mirada y lo siguió al interior.

Observó cómo el hombre llenaba un saco con algo de comida y tomaba una especie de mapa y algunos enseres. Después se dirigió a un cofre, lo abrió y sacó un odre de piel. De un rincón aparecieron dos copas de metal, que él llenó con un líquido morado y denso.

—El mejor vino de todo el al-Andalus; hemos de entrar en calor.

—Yo ya estoy caliente —replicó ella.

El hombre le dedicó una sonrisa seductora y le ofreció una copa.

—No lo suficiente todavía. Jamás pude borrar de mi memoria tu ardor, mi señora.

Jimena enrojeció, aquello estaba tomando un cariz peligroso. Le arrebató la copa con brusquedad y se la bebió apresurada. Sintió el líquido descenderle por la garganta, terso y delicioso. Comenzó a caldearle el interior y soliviantó parcialmente el desasosiego que le pendía en el pecho.

—¿Satisfecho?

Yarmun apuró la copa de un solo trago y la miró con intensidad.

—Francamente, no.

Y, de improviso, se abalanzó sobre ella, la estrechó entre sus brazos y la besó con pasión. Jimena se debatió con furia; el sorpresivo ataque logró que la lengua del hombre penetrara en su boca en busca de pasión. Ella gruñó y empujó sin resultado alguno. Logró retroceder con él pegado a su cuerpo hasta que tropezó con algo. Ambos cayeron sobre la alfombra. Con él convenientemente encima, ella se vio atrapada. Decidió simular su rendición y dejó de pelear.

—Ahora, mi pequeña fiera indomable, reanudaremos lo que nunca debió terminar.

—¿A pesar de saber a quién pertenece mi corazón?

—A pesar de eso, sí. Soy un hombre paciente; además, me debes un gran favor.

Jimena arqueó las cejas, inquisitiva.

—El gran califa ha sucumbido a tu ingenio, ya barruntaba la idea de quedarse con vos. Un robo por otro, dijo. Yo lo convencí de que una rebelde en el harén solo traería sinsabores a su vida.

—¿Un robo por otro?

—Esta noche, nuestro querido templario y tres de sus hombres entraron en mis dominios, robaron parte de mis víveres, mataron a dos de mis guardias e incendiaron el almacén. Si no hubiera sido por la lluvia, nos habríamos quedado sin provisiones. Por eso estaban tan alterados cuando nos encontraron.

Jimena cerró los ojos. El dolor del pecho se le agudizó al instante; pensar en él la desgarraba.

—Ese monje tiene el valor de un demonio. He de confesar que siento admiración por él. —La mirada de ónix del apuesto musulmán la sobrecogió—. Y envidia —agregó con voz ronca.

De nuevo se cernió sobre ella. Jimena, veloz, apartó el rostro.

—Seré tuya —aceptó—. Pero cuando Mencia este junto a mí. Comprenderás que mi ardor se apague ante tal preocupación.

Yarmun la contempló largamente. Finalmente, asintió.

—¿Acabas de empeñar vuestra palabra como yo empeñé la mía? —inquirió con astucia.

No tuvo otro remedio que asentir. Habría usado las tretas y los artificios que fueran necesarios para reconducir aquella situación nuevamente a su favor. Estaba en su campo, bajo su autoridad, completamente a expensas de él. Tan solo podía esgrimir el juramento de Yarmun apelando a su honor y a sus propias mentiras.

—De acuerdo, partamos entonces.

Y, así, salieron del campamento a caballo. Ella en la misma montura que Yarmun, abrazada a su cintura para afianzar su posición ante el acelerado galope del corcel. Un solo pensamiento flotaba funesto ante ella: el bienestar de Mencia.

Álvar había seguido las huellas hasta el campamento enemigo. Su primer escollo había sido atravesarlo y, para eso, tuvo que dar un gran rodeo hacia la parte sur, donde la montaña en la cual se alzaba el castillo se fraccionaba en un estrecho desfiladero. Cabalgó durante toda la noche. Sabía a dónde se dirigían.

El condenado blasón, esa endemoniada obsesión por encontrarlo la llevaba a cometer una locura tras otra. Ya era hora de detenerla, de entregárselo para que pusiera fin a aquel despropósito. Y solo él podría ayudarla, pues no tenía ninguna duda de que Yarmun se lo arrebataría para su señor. Una vez más, confiaba en la persona equivocada. Si hubiera esperado, no estarían arriesgando la vida por un motivo tan vacuo y estúpido.

Atravesó una zona boscosa, un rodal de altos cipreses y añejos nogales que se abrían a una hermosa ladera. No estaba lejos del antiguo cobertizo. Cuando el sarraceno lo mencionó, supo al instante dónde se encontraba.

Se trataba de una decrépita cabaña donde se guardaban los aperos de labranza. Al trasladarse al interior del castillo de Alarcos, dejó de usarse y fue desmontada en su totalidad.

Espoleó al caballo para aumentar el ritmo, el rodeo lo había retrasado inevitablemente, y podría correr el riesgo de perderlos. Saberla junto al ladino Yarmun lo enfurecía. Habían sido amantes. Él de seguro querría reconquistarla y para lograr su propósito utilizaría cualquier infame artimaña. Los celos, la ira y una honda decepción lo corroían.

Ella le había confesado que lo amaba, parecía genuinamente sincera. Pudo sentirlo, lo vio en su mirada y, sin embargo, lo engañaba y huía de él. Ahora comprendía sus confusas palabras, el mensaje soterrado tras ellas. Le habían sonado a despedida, y en realidad lo eran. No entendía nada; después de abrir su corazón, ella cerraba el suyo, ¿por qué? Si de algo estaba seguro, era de que lo averiguaría.

De repente, la montura se inquietó. Resopló y olfateó el aire. Tiró de las riendas y detuvo la marcha. Después de la tormenta, la tierra se había convertido en barro, y persistía el olor a humedad y a pino fresco. Aquello amortiguaba los cascos del caballo. Avanzó con precaución y oteó entre los árboles antes de aventurarse a campo abierto. Y entonces los vio.

Habían atado la montura a la gran encina y caminaban con la mirada al suelo. Observó complacido que la dirección que tomaban no era la correcta. Le habría gustado haberse adelantado, pero, puesto que era completamente imposible comenzar a cavar a ciegas sin que ellos lo vieran, decidió galopar hacia donde se encontraban.

Al principio no repararon en él, pero, cuando Yarmun levantó la vista y lo descubrió, desenfundó la espada y se puso en posición de ataque. Álvar imitó el gesto, pues se encontraba a pocos pasos. Se fijó en Jimena, que lo contemplaba horrorizada.

Entonces, detuvo al caballo y se apeó de un salto. Un hombre que montaba estaba en superioridad de condiciones, y aquella tenía que ser una lucha justa.

Enarboló la espada frente al pecho, hacia arriba en línea recta, y caminó con paso decidido sin apartar la vista de su oponente. Ya se había enfrentado a él; era un buen espadachín, pero, en terreno abierto, las cosas cambiarían.

Las últimas zancadas fueron casi a la carrera. Yarmun lo recibió con el acero en alto. Álvar frenó la acometida con dureza. Las espadas entrechocaron, rechinaron de dolor, ambos sopesaron sus fuerzas y se miraron a los ojos. Finalmente, el templario giró la muñeca con habilidad y liberó el arma.

Yarmun atacó de nuevo. Embestidas rápidas y precisas, que Álvar detuvo una y otra vez, mientras observaba la técnica de su rival. Su mente fría le permitía estudiar cada movimiento y anticiparse con bastante rapidez, mientras se defendía con holgura.

Tras otra feroz arremetida del general, Álvar logró apartarse y el sarraceno se desestabilizó. Le fue fácil lanzarle una patada y derribarlo.

En la caída perdió la espada, así que el templario lanzó la suya y se cernió sobre él, que ya se levantaba cuando recibió un tremendo puñetazo que lo hundió en el fango. Yarmun no tuvo ninguna posibilidad en el cuerpo a cuerpo. A Álvar le habría sido fácil destrozarlo a golpes, sin embargo, lo tomó por el pelo, le alzó la cabeza y siseó:

—Puedo partirte el cuello ahora mismo o puedo dejarte vivir si contestas algunas preguntas. ¿Qué decides?

—Hoy me encuentras con ganas de hablar.

Álvar contuvo una sonrisa.

—Lo imaginaba, eres un hombre sensato.

—No en lo que a mujeres se refiere, aunque me temo que compartimos esa particularidad.

Ambos repararon en la presencia de Jimena a unos pasos de allí, temblorosa y asustada. Álvar posó los ojos en la hermosa túnica árabe que llevaba y que le realzaba las voluptuosas curvas, una prenda sin duda regalada por Yarmun. Los celos lo corroyeron.

Lo levantó del suelo con brusquedad y lo llevó a empujones a la enorme encina en la que habían amarrado el caballo. Tomó una soga de las alforjas y le ató las muñecas a la espalda.

Silbó y su imponente caballo negro, investido con el manto templario, sacudió las crines, relinchó y acudió a su encuentro. Después miró gravemente a Jimena.

Ella apenas si pudo aguantar la dureza de aquella mirada; bajó la cabeza durante un instante, respiró hondo y de nuevo se atrevió a enfrentarlo. Álvar sintió deseos de correr hacia ella y estrecharla entre los brazos, pero también de ponérsela sobre las rodillas y azotarla. No hizo ninguna de las dos cosas, ni siquiera le dirigió la palabra.

Rebuscó entre los talegos de la montura y sacó la pala que había guardado. Fue directo hacia donde antaño se alzaba el cobertizo y se decidió por cavar en el centro. Plantó una rodilla en tierra y clavó la herramienta con decisión. Tras cavar un hoyo considerable, se desplazó un par de pasos y repitió el proceso. Tan concentrado estaba en el trabajo, que no se percató de que Jimena le tocaba el hombro. Inmediatamente se detuvo.

—Mi madre lo enterró al fondo, en una de las esquinas.

La miró, las lágrimas le abotargaban los bellos ojos azules. Endureció la mirada, aunque el corazón se le debilitó. Se puso de pie y observó con atención. Acto seguido se encaminó hacia lo que consideró el fondo y se dirigió hacia una esquina. Debía de serlo, pues, poco más allá, unas rocas impedían cualquier construcción.

Cavó y cavó, hasta que la punta metálica de la herramienta levantó un extraño bulto. Parecía un pequeño saco de sarga. Lo tomó entre las manos, le sacudió con delicadeza la tierra adherida y lo abrió.

Ahí, frente a él, se presentó un hermoso medallón finamente labrado y con un rubí en el centro. Debió de haber pertenecido a un cardenal o a un arzobispo. Lo dio vuelta y observó la parte trasera; una presilla aseguraba la tapa.

Miró a Jimena, que tenía una mano apoyada en el pecho, presa de una intensa emoción. Ella abrió la boca impresionada, tal vez por el blasón en sí, tal vez por los recuerdos. Álvar también recordó. Aquel fatídico día había poblado sus sueños en demasiadas ocasiones.

Se puso en pie frente a ella; el deseo por consolarla lo desgarró, pero la desconfianza lo detuvo. La miró a los ojos y vio el dolor que la sacudía. Le asió la muñeca y tiró de ella hasta alargar el brazo. Le depositó el blasón en la palma de la mano. Entonces, Jimena se derrumbó. Álvar la tomó en los brazos a tiempo. Se la pegó al pecho y la acunó. Ella sollozaba para liberar cuanto sentía. Se descubrió besándole el cabello, le limpió las lágrimas, la apretó contra sí como siempre había querido hacer. Protegerla de todo y de todos, anidarla en su pecho, entregarle el alma y todo el amor que reventaba dentro de sí. La condujo bajo un árbol cercano, se sentó, y a ella sobre el regazo.

—¿No me odias? —inquirió en apenas un susurro.

—Si pudiera, tal vez esto sería más fácil. Pero odiarte, sería odiarme a mí mismo, pues estás tan dentro de mi pecho que antepondría tu bienestar al mío, tu vida a la mía. Tu felicidad y tus deseos a los míos.

Ella lo abrazó con fuerza.

—Tuve que hacerlo, la vida de Mencia depende de este medallón.

Álvar abrió los ojos con asombro, aquello sí lo desconcertó.

—¡Cuéntamelo!

Jimena asintió, sin embargo se abrazó largamente a su cuello y profirió:

—Te amo, templario, con toda la fuerza de mi alma inmortal, con toda la pasión de este cuerpo mortal y vulnerable, y con toda la intensidad de un corazón indómito.

Álvar cerró los ojos para contener la emoción. El miedo a perderla brotaba ahora, la angustia, los celos, la desconfianza. Y supo que, pasara lo que pasara, sus destinos se habían sellado para siempre. Entonces, Jimena logró detallarle lo ocurrido.

Se cobijó en aquel cálido y amplio pecho, ese era su lugar, él era su destino. Álvar le acariciaba la espalda con almibarada ternura, pero casi podía escuchar los resortes de sus pensamientos. Cavilaba meditabundo, asimilaba la información y buscaba soluciones, pero también masticaba la decepción por su comportamiento.

—Es un hombre muy peligroso, siniestro e inteligente —comenzó con voz pausada—. No se detendrá hasta alcanzar su menta, sea cual sea. También es culto y de rango alto, lo que descarta a casi toda la población del castillo, la mayoría obreros y labriegos analfabetos. Eso reduce considerablemente la lista de sospechosos, de manera que solo nos quedan los nobles, los caballeros y los clérigos.

—Entonces el culpable es una persona que frecuento o que veo a diario.

—Indudablemente —ratificó Álvar.

Un escalofrío la recorrió.

—Puede que hasta compartas cama con él —añadió.

Jimena lo miró boquiabierta.

—No pensarás que…

—Siempre sospeché de él —afirmó—. Sabe demasiadas cosas que no están al alcance de cualquiera. Es un hombre extremadamente inteligente e ilustrado, que se ha esforzado por pasar desapercibido; denota un carácter reservado y sombrío. Sin embargo, en sus ojos brilla una chispa de inquina hacia el prójimo.

—Pero si siempre lo manejé a mi antojo…

Álvar la censuró con la mirada.

—Porque él te lo permitió; dejó que todos pensaran que era un hombre pueril y sin carácter. Yo mismo me sorprendí ante su flemática conducta. Pero después fui descubriendo a otro hombre. De lo que no tengo ninguna duda es de que esconde algo. Además tengo en mi poder una nota incriminatoria que lo posiciona en el primer lugar de mi lista. La noche del segundo crimen, él salió sin su compañero obligatorio.

—Eso no significa que haya matado a Isabel.

—No, pero tampoco hallo explicación para muchos de sus comportamientos y comentarios.

—Creo que sabe lo nuestro. Él me avisó al respecto y…

Como un relámpago fugaz, el recuerdo de aquella conversación la llenó de desazón. Guillén le había dicho que como enemigo no tenía rival. Esa amenaza ahora cobraba sentido. Pero no, no podía ser. Guillén, el abnegado esposo, paciente y complaciente, se volvía contra ella. Su extraño comportamiento podía haberse debido solo a los celos, nada más.

—Intuye lo que siento por ti, está celoso y resentido, eso es todo.

—¿Y su conocimiento sobre pentáculos, nigromancia, sobre lenguas muertas, sobre la historia de mi Orden, sobre plantas tóxicas?

—¿Plantas tóxicas? —repitió ella—. Guillén no tiene idea de eso. Las pócimas se las prepara el boticario, que tampoco tiene ni idea de nada, ¡si hasta desconoce las propiedades de la adormidera!

—¿Qué te hace suponer eso?

—Guillén sufre de insomnio, lo escuchaba caminar por los corredores hasta altas horas de la madrugada. Una vez le pidió al boticario que le preparara un brebaje, y ni aun así… —Se detuvo algo incómoda por lo que iba a decir, pero se decidió a continuar—. En muchas ocasiones, cuando acudía a mi lecho, le cambiaba el brebaje por uno de adormidera que sí surtía efecto.

Los plateados ojos del hombre se posaron en ella con inquietud.

—El hecho de que dejara de acudir a tu cama no significa que durmiera en la suya.

—¿Y qué crees que hacía por las noches?

—Invocar a Adonay —contestó.

Álvar le confesó el descubrimiento de la sala circular y del libro que allí había descubierto.

—¿Qué has hecho con él?

—Esa misma noche, me escurrí hasta la biblioteca de Guillén con el libro en la mano. Quería saber si entre aquellas filas de ordenados tomos había un hueco de su tamaño. Pero no; habría sido demasiado fácil. No obstante, revisé el contenido de otros libros. Para mi asombro, descubrí algunos volúmenes de hechicería y de plantas dañinas.

—Posee ejemplares de géneros muy diversos; eso no lo convierte en…

—No fueron los libros lo que me alertó —interrumpió él—, sino una flor.

Jimena frunció el ceño.

—Una pequeña y morada, con frutos negruzcos y olor nauseabundo.

—Belladona —adivinó ella.

Él asintió.

—Cuando saqué el volumen de hechicería y magia negra, descubrí al fondo del estante una bolsa repleta de estas flores. Encontré una en la cámara donde asesinaron a Isabel.

—Aun así, me cuesta tanto creer eso —musitó contrita.

—Desde luego, no son pruebas concluyentes. A veces, indicios que parecen claramente condenatorios encuentran una explicación lógica que los exime.

Jimena asintió y observó largamente el blasón que todavía apretaba en la mano. Los recuerdos de su madre la masacraron implacables. Respiró hondo e intentó alejar aquel dolor. Ahora no podía lidiar con él, ni lamentarse; ahora había que enfrentarse al mal y derrotarlo.

—Encontremos ese cofre y liberemos a Mencia.

Álvar asintió, ella hizo ademán de levantarse, pero él la detuvo. Su semblante adquirió gravedad.

—¿Por qué no confiaste en mí?

—Porque pensé que me encerrarías en una habitación.

Álvar entonces sonrió, lo que aligeró su ceño.

—Lo habría hecho —admitió—. Pero me habría encargado yo del problema.

—Entonces todo se habría ido al traste; ese hombre me vigilaba de cerca, por eso supo mis planes de huir, y Mencia habría pagado las consecuencias.

El ceño volvió a surgir, esta vez más pronunciado.

—Si no hubiera capturado a Mencia, habrías huido lejos de aquí y de mí.

Permaneció en silencio. Aquella decisión había sido la más dura de su vida.

—Pensé que sería lo mejor para ti. Para ambos. Todo nos separaba: tú tienes una misión, yo otra. Me asusté, me rendí, eso es todo. Pero habría huido con la esperanza de que tal vez, algún día, me siguieras.

Álvar le tomó el rostro entre las manos y le clavó una mirada airada.

—Si ahora estamos juntos, es porque yo sí creí en ti. Cuando supe que te habías ido con tu examante, no pensé que huías por él, sino por ese condenado blasón.

Jimena tragó saliva, se perdió en la plata bruñida de aquellos ojos y se sintió incomprendida y frustrada.

—Me vi acorralada —se defendió con indignación—. Mencia es mi segunda madre; si algo le pasara por mi culpa, nunca me lo perdonaría. Creo que mi decisión fue la más sensata que pude tomar teniendo en cuenta las consecuencias. Ese hombre quiere mi vida, lo sé. Suelo ser imprudente, pero no estúpida.

Álvar relajó la expresión, desplazó distraído un pulgar por la superficie de sus labios. Un cosquilleo la recorrió. Se sorprendió deseando un beso.

—He de confesar que, aunque realmente hubiera dudado de ti, te habría seguido, atrapado y encerrado en una habitación conmigo dentro.

Jimena tomó la iniciativa, enredó las manos en la nuca del hombre y lo atrajo hacia su boca. Álvar apenas tuvo tiempo de dejar escapar un gemido sorprendido, pero enseguida permitió que ella lo explorara.

El beso fue largo e intenso, una sensual demostración que afianzaba sus sentimientos y alejaba cualquier atisbo de duda. Luego, se separó y dejó a Álvar todavía obnubilado por la pasión. Le sonrió con vanidad y se puso en pie.

—¡Vamos, templario, tenemos un mapa que leer!