CAPÍTULO 5

Jimena sintió una arcada convulsionarle el lastimado cuerpo. Ver a su madre laxa balancearse suavemente ya y comprender las torturas a las que había sido, una vez más, sometida fue demasiado para ella.

Tenía el cuerpo lleno de moretones; el río, piadoso, la había arrastrado hacia uno de sus meandros arenosos para devolverla a una vida que ya no quería. Cuando despertó en la orilla, un solo pensamiento la alentó a levantarse y a caminar a pesar del cansancio y el dolor que la sacudían: salvar a su madre.

No sabía cómo había logrado atravesar el páramo y entrar subrepticiamente en el castillo, ni cómo había conseguido encontrar la cocina y caer desplomada justo a los pies de la buena de Mencia. Solo le había quedado fuerza y terquedad para convencer a la doncella de presenciar la ejecución. De despedir a su madre, aunque aquello supusiera quebrar su alma. Quiso morir con ella y, sin duda, lo habría hecho si no hubiera tenido un cometido, una razón que la mantendría con vida hasta que lo cumpliera. En realidad, eran dos: cumplir el último deseo de su madre, y su propia venganza.

Rezó al Cristo que su madre decía que anidaba en el interior de toda persona buena. Y no en el interior de las iglesias, ni en imágenes inventadas, ni en las palabras pronunciadas en un púlpito, ni en los versículos tergiversados de los apóstoles. Y pidió por el castigo de todos y cada uno de los hombres implicados en el sufrimiento de su familia. Ella se encargaría, sí, eso la mantendría con vida.

Se volvió cuando bajaban el cuerpo inerte de su madre y, como en trance, comenzó a acercarse a ella. Necesitaba tocarla por última vez, besar su mano, su rostro. Se desasió de Mencia cuando intentó detenerla y aceleró el paso. Tenía que llegar hasta ella antes de que la subieran a la carreta.

Apartaba a empellones a la gente, debía darse prisa o no llegaría. La alcanzó justo cuando la zarandeaban para lanzarla al interior del carro. Rozó su mano, se arrodilló y la besó. El hombre que sujetaba el cuerpo por los brazos la miró extrañado. Jimena cerró los ojos y derramó lágrimas amargas, al tiempo que sentía cómo su corazón roto sangraba sin remisión. Con ella partía la inocencia, la despreocupación, el refugio, el calor maternal, los consejos, las enseñanzas, las miradas cómplices, las reprimendas suavizadas con besos, el hombro sobre el que llorar un golpe o una frustración, en definitiva, el amor incondicional e incomparable que solo puede brindar una madre. Con ella también partió la niña que fue y que pudo ser.

De repente una mano la tomó del brazo y la arrancó de allí. Jimena, aún sumida en el dolor no reaccionó a tiempo. Se vio arrastrada lejos de la plaza hacia una de las salidas abovedadas que se abrían sobre la muralla este.

—¡Soltadme! —exigió.

—Solo quiero ayudar. Si te reconocen, estarás perdida —susurró una voz masculina.

Alzó la vista y lo vio. Abrió los ojos desmesuradamente. Era él, su eterno perseguidor. Se debatió con fuerza, pero el muchacho la sujetaba con puños de hierro.

—¡Shh! Silencio —musitó—. No debemos llamar la atención. Voy a ayudarte a escapar.

Jimena lo escudriñó recelosa y, como el día anterior, sintió que podía confiar en él a pesar de que era uno de ellos. Pero ¿debía fiarse de su instinto?

—¿Por qué me ayudas? Eres uno de ellos.

El joven le dedicó una mirada paternalista que la convenció antes de responder.

—Llámalo piedad, justicia, altruismo. Solo sé que mi corazón me lo exige y tengo por costumbre obedecerlo.

—Pero eres monje —alegó como si esa sola condición fuera sinónimo de maldad.

Álvar sonrió y sacudió la cabeza.

—No todos los monjes somos iguales, por fortuna.

De forma impulsiva, alargó la mano y se limpió todo rastro de lágrimas de las mejillas.

—¿Tienes adónde ir? ¿Algún pariente que pueda acogerte?

La pequeña negó con la cabeza. Dudó de si decirle que pensaba ir a Trujillo; podía ser su perdición. El joven vio la duda impresa en la expresión de la niña.

—Puedes confiar en mí. Mi nombre es Álvar Villar de Honrubia, noble de la casa de Villadiego. ¿Tu cómo te llamas?

—Jimena de Castro.

Cobijado en la arcada de la puerta, miró a ambos lados, inquieto, y de nuevo a la niña.

—¿Tienes parentesco con la casa de Castro? ¿Eres familiar de El Castellano?

Ante la confusión de la jovencita, Álvar volvió a preguntar con inquietud.

—De Pedro Fernández de Castro —añadió.

—Mi padre se llamaba Fernando de Castro.

Álvar negó con la cabeza. No podía ser que aquella pequeña perteneciera a esa estirpe. Era un clan poderoso que poseía el infantado de León. El Castellano había roto sus vínculos de vasallaje con Alfonso VIII y se había unido a las huestes almohades como antaño había hecho su padre. Un traidor a su pueblo y a su religión.

—Es cuanto sé —murmuró aturdida.

—Pero sabes a dónde has de ir. Y, si quieres que te ayude a llegar a tu destino, necesito que confíes en mí. No voy a preguntarte si conoces la ubicación del blasón. Prefiero no saberlo; esa es la prueba de confianza que te ofrezco.

Jimena indagó en el gris de sus ojos y vio transparencia, sinceridad.

—He de llegar a Trujillo.

El muchacho la miró y frunció el ceño; su mirada se oscureció.

—El Castellano es el señor de Trujillo. ¿Tu madre te dijo que lo buscaras?

Negó con la cabeza, aunque ese nombre empezó a traerle recuerdos.

—No quieres hablar de ello, ¿verdad? —Chasqueó la lengua—. Está bien, no me digas nada. Te ayudaré a llegar a Trujillo. Yo no puedo abandonar ahora el castillo, pero conseguiré a alguien que te acompañe a tu destino.

En ese instante, la carreta con el maltrecho cuerpo de su madre pasó junto a ellos. Jimena sintió que las rodillas le flaqueaban. Álvar la tomó en brazos antes de que cayera al suelo.

—Esa ya no es tu madre, no la mires. Tu madre está aquí, a tu lado, sonriéndote.

Jimena escondió el rostro en su hombro y sollozó desconsolada. Abrazó con fuerza al joven escudero y descargó su pena. Por su cabeza pasaron miles de recuerdos, de imágenes, de palabras, de sonrisas. Y cada uno de ellos se grabó a fuego en su mente. Él le acarició el cabello, la meció, le susurró palabras tiernas y le prodigó mimos y consuelo.

Finalmente, la pequeña lo miró. Álvar le sostuvo la mirada y algo en él se removió; como una pieza que encajaba en algún lugar oculto y recóndito. Dispondría todo para su marcha y, con toda seguridad, no volvería a verla. Y, a pesar de que ayudarla aplacaba un poco la inquietud que lo embargaba, verla desaparecer para siempre le oprimía el pecho. Sintió como si lo uniera a ella un vínculo extraño y fuerte que no podía comprender. Jimena pareció leerle los pensamientos.

—¿Volveremos a vernos?

Álvar recordó la batalla y supo que la muerte también lanzaría su guadaña contra él.

—No lo sé, el destino dispondrá.

Ella se arrebujó más contra él y musitó apenada:

—Gracias de corazón, Álvar Villar de Honrubia, de la casa de Villadiego; nunca te olvidaré.

Él esbozó una sonrisa. No era una niña corriente.

—Ni yo, Jimena de Castro, de la casa de Castro; que Dios guíe tus pasos.

La muchacha lo miró con gravedad y negó con la cabeza.

—No, a partir de hoy, solo los guiaré yo.

Álvar vio una determinación apabullante en la azulada mirada de la niña, un coraje inaudito y una inteligencia prodigiosa. Dios había dejado escapar de su redil un alma valiosa; rezó para que el diablo no aprovechara la oportunidad.

La escondió en un almacén, a la espera de que cayera la noche. Convenció a unos mercaderes que huían de la batalla para que la llevaran a Trujillo a cambio de una buena bolsa repleta de maravedíes de plata. Y consiguió que la leal Mencia la acompañara en lo que el destino le deparara.

La luna presidía el cielo como un gran orbe mágico y nacarado que alejaba las sombras y azulaba el ondulado relieve de los campos de Calatrava, plenos de encinas, pinos, alamedas. De páramos y colinas, de llanuras labradas y campos de trigo. Álvar contempló el paisaje meditabundo y apenado. La carreta traqueteaba por el plateado sendero, removía el polvo del camino a su paso. Jimena partía y, por aquel inexplicable y profundo vínculo, parte de él marchó con ella. Miró al cielo estrellado, a la luna, y pidió por ella. Y por volver a verla. Aquella necesidad surgió de improviso y se arraigó en él. La luna le contestó.