CAPÍTULO 4
Álvar regresó al castillo envuelto en una congoja extraña. Ver a aquella hermosa niña lanzarse a una muerte segura le había oprimido el alma. Angustiado, todavía veía aquellos bellísimos ojos azules mirarlo con determinación. Una determinación que confundió con rendición. Recordó las últimas palabras que le había dirigido a la pequeña. Unas palabras que lo habían desconcertado incluso a él: «Cuidaré de ti». Y tuvo que reconocer que lo habría hecho.
No supo el motivo, pero aquella muchachita lo había conmovido y había creado en él la necesidad de protegerla. Y ahora… Ahora su cuerpo era tragado por el río. La sensación de pérdida lo abrumó.
Cuando entró en la gran sala, el maestre de la Orden, don Nuño, estaba reunido con los más altos cargos de la hermandad. La mujer, retenida en el calabozo, no portaba encima el blasón ni parecía dispuesta a revelar su paradero. El nerviosismo de los hermanos podía palparse flotando, irreverente, entre aquellos gruesos muros. Todos clavaron los ojos en él con expectación en sus semblantes.
—¿Dónde está la niña? —inquirió fray Anselmo—. Con ella en nuestro poder, la mujer hablará.
Álvar negó con la cabeza. Su mirada translució la pena que sentía. Nadie en la sala supo el verdadero motivo; por el contrario, lo interpretaron como la confesión de su fracaso.
—Se lanzó al río en mitad de la persecución. Ha muerto —confirmó en un hilo de voz.
Los hermanos fruncieron el ceño. No vio ni una expresión entristecida, únicamente fastidio. Aquello lo irritó. Tanto hablar del amor de Dios, de la piedad y la compasión hacia el prójimo, y muerte de una niña no socavaba ni un ápice sus hipócritas corazones.
—No puede ser —intervino don Nuño—. Es primordial encontrar el blasón.
—Muchacho, ¿has encontrado el cuerpo? Puede que lo llevara oculto —alegó su señor, don Hernán.
Álvar tragó saliva. Empezó a preguntarse el porqué de tanta ansiedad por un simple medallón al que rendían culto. Cualquier orfebre podría hacerles una copia y, a pesar de que se lo consideraba un amuleto y la batalla se respiraba próxima, eran el valor y una estrategia adecuada las únicas cosas que ayudarían a la victoria. Eso y la ayuda de Dios, claro.
—Caí sobre ella momentos antes de que se lanzara al río. Y no lo llevaba encima.
—¡Ordenaré que busquen el cuerpo y que rastreen las orillas; que levanten el lecho del río si es necesario, pero el blasón tiene que aparecer! —vociferó el gran maestre con el rostro desfigurado por el horror.
Fray Anselmo compuso una sonrisa maliciosa y dio un paso al frente.
—Sé cómo hacer hablar a la mujer —confesó.
Álvar sintió cómo se le secaba la garganta. Con seguridad pensaban torturarla más. Había visto su lastimado rostro y por primera vez miró a sus hermanos desde otra perspectiva. ¿Estaría él en el lugar correcto? ¿Era aquel el sitio en el que moraba Dios? ¿Todo estaba permitido bajo el amparo de la gracia de Nuestro Señor? ¿Realmente el Creador aprobaría cualquier método para defender la cruz? ¿Se podía promulgar una cosa desde el altar mayor y practicar otra?
—Tiene derecho a un juicio —interrumpió—. Le vi el rostro; sin duda, nuestro hermano Osorio se enajenó y la atacó. Todos conocemos sus excéntricas tendencias.
Lo miraron boquiabiertos, pero Álvar no se amilanó.
—La fe pierde sentido en una mente perturbada.
—¿Dudas de la fe de nuestro suprior? —inquirió fray Enrique, el tesorero—. Osorio era el primero en levantarse y el último en acostarse. Se postraba durante horas bajo la cruz y se imponía los peores castigos. Cualquier pensamiento impuro era limpiado en acto de flagelación, y ayunaba durante más de tres lunas. Jamás le escuché un lamento, una queja, ni un reproche.
Don Hernán se adelantó y miró a su escudero con desaprobación.
—La mujer será sometida a juicio sumarísimo —comenzó—. Será juzgada por la Iglesia. Y, ante la premura a la que nos someten los infieles pertrechados a pocas millas de aquí, la única Iglesia habilitada para tal menester, sin duda, es la nuestra. Así, pues, será juzgada mañana al amanecer y ejecutada por los crímenes cometidos.
Álvar abrió la boca en mudo asombro. No había sido juzgada y ya tenía condena. Otra piedra en su particular arcón de las dudas.
—No irás a creer, muchacho insolente, que iba a quedar sin castigo, ¿no? Ha matado a un hombre de Dios, a tu hermano, ha robado el tesoro más preciado de la congregación: un objeto venerado y bendecido por nuestro papa, Inocencio III. Les ha robado a nuestras tropas el apoyo y la fe tan requeridas en nuestra lucha contra el infiel, contra el enemigo de Cristo.
»En estos tiempos convulsos en los que la fe ha de ponerse a prueba con la espada y el valor, Belcebú manda a una mujer para minar de esta forma tan vil el aguerrido ánimo de nuestros combatientes. La enviada del diablo morirá, y ella elegirá su propia muerte. Rogaremos su confesión por la salvación de su alma perdida. Sí, rezaremos por su alma.
Y, sin más, se disgregaron entre susurros perniciosos y conversaciones soterradas. Álvar permaneció inmóvil con un regusto amargo y bilioso en su gaznate, y un hueco enorme abierto en su alma, por el que se filtraba un viento helado que congelaba todas sus creencias, todas las horas de rezos, todo el fervor por el Creador. Pero, sobre todo, por sus compañeros de fe.
El juicio se celebró antes del alba. Lo que presentaron ante la congregación no era una mujer, una asesina, una enviada del diablo; era tan solo un despojo, un cuerpo que apenas se mantenía en pie, hierático y tembloroso, sin expresión, sin conciencia, sin alma.
Álvar apartó la mirada. Era deleznablemente obvio que la tortura que había sufrido la noche anterior había sido más atroz, si cabía, que la primera. Su rostro, congestionado por los golpes, ni siquiera era reconocible como el de una mujer, apenas como el de un ser humano. Le resultaba increíble que permaneciera en pie. Iban a matar a alguien ya muerto; su mirada vacua así lo decía.
Álvar no rezó por el alma de aquella desdichada; rezó por la suya propia. Y, por primera vez, se sintió mezquino portando el hábito. Se le revolvió el estómago, y un odio comenzó a madurar en su corazón. Tenía que hacer algo, pero ¿qué?
Escuchó los argumentos que la condenaban, las preguntas no contestadas e, incluso, las amenazas espeluznantes sobre la muerte que le aguardaría si no entregaba el blasón. Pero, al igual que él, los jueces y verdugos supieron que nada obtendrían ya de ella. Por último, y después de tanta diatriba, acordaron una muerte compasiva, según ellos. Sería colgada por el cuello en la plaza de armas para escarnio y desánimo de sus congéneres.
Álvar caminó cabizbajo tras sus hermanos rumbo a la plaza. Vio cómo la mujer era arrastrada hacia la plataforma de la que pendía la soga. Y también vio cómo negaba la ayuda del verdugo para subir los peldaños. Y, para sorpresa de todos, habló con una voz enérgica que resonó por todo el castillo.
—Yo, Alodia de Provenza, confieso que maté al hermano Osorio en defensa propia cuando agredía a mi hija. Fui torturada y violada por él no una vez, sino varias, y lo mataría mil veces más. Yo, Alodia de Provenza, me declaro culpable del robo del blasón como pago al robo de la verdad que tan celosamente han custodiado y temido. Y, desde aquí, en la antesala de mi muerte digo que ellos —señaló a la asombrada y empalidecida hilera de monjes entre los que se hallaba Álvar—: no son los mensajeros de Dios en la Tierra, ni siquiera predican su palabra. Son unos farsantes avaros y crueles que se aprovechan de su condición para rendir a la gente a su voluntad mezquina, a su abominable ambición y…
No terminó.
El puño del verdugo la relegó al entarimado. Escupió sangre y se apoyó sobre las palmas de las manos. El verdugo la tomó cruelmente por el cabello pringoso de sangre e inmundicia, la alzó sin misericordia y le colocó la soga al cuello. Apretó el nudo con fuerza ante la exclamación ahogada de la mujer, que ya parecía buscar el aire con ansia, y miró a la plana de monjes en espera de la orden con total naturalidad. Don Nuño asintió sin vacilar, la boca se le había convertido en una fina línea casi azulada; la rabia le desfiguraba las facciones.
—¡Yo os maldigo! —vociferó de nuevo la rea—. ¡Que la plaga de infieles asole vuestras tierras, que el castillo y todos cuantos moran en él caigan en desgracia, que vuestros ritos oscuros salgan a la luz y Baphomet os lleve al infierno de donde no debisteis haber salido!
Álvar, con los ojos desorbitados ante la mención del ídolo secreto que el gran maestre mostraba solo en los ritos de iniciación y que él solo había podido vislumbrar cuando a escondidas se colaba en la sala de oficios, se quedó sin respiración. Miró a ambos lados para comprobar que sus hermanos estaban tan pálidos como él.
La muchedumbre congregada dejó de abuchear para mirarse confundida. Se hizo silencio; en ese preciso instante, el verdugo accionó el rudimentario mecanismo y el portalón se abrió bajo los pies de la condenada. Un solo grito apagado resonó entre la multitud.
Álvar desvió la vista de la pobre mujer que se retorcía como un pez atrapado en la red. Se convulsionaba con movimientos espásticos y atroces, luchando hasta el último aliento. Y, entre las decenas de cabezas que se esforzaban por no perderse ni un instante de aquel siniestro espectáculo, una sombra en una esquina llamó su atención.
La figura llevaba un manto con capucha y, a su lado, la leal Mencia, una mujer robusta, sirvienta del castillo, la sujetaba por los hombros. Unos hombros temblorosos. El muchacho se alzó de puntillas para atisbar mejor. Por el tamaño, dedujo que no era una mujer adulta y unos indomables rizos negros asomaron delatores por el capuchón. Cuando el cuerpo de la rea dejó de sacudirse, la figura encapuchada alzó el rostro. Las sombras ocultaban convenientemente sus facciones, pero el destello azul de sus grandes ojos asomó a la luz desvaída de la aurora.
Álvar contuvo la respiración. No tuvo ninguna duda: era ella. Dentro de él, el alivio le recorrió las venas como la relajante agua de un manantial al surcar los canales de una acequia. Y, como el agua, el frescor de aquel descubrimiento apagó el fuego que devoraba su alma atribulada.
Estaba viva.
Y, con ella, resurgió el deseo de protección. La sacaría de allí, la pondría a salvo, lejos de aquellos a quienes ya no consideraba hermanos. Con ese pensamiento grabado en la mente, se deslizó silenciosamente entre el gentío.