CAPÍTULO 25
El dolor punzante de su cabeza era como el molesto picoteo de un pájaro carpintero que le horadaba incansable el cerebro. Lo habían encontrado desprevenido.
El solo hecho de no percibir a aquel nutrido grupo de soldados suponía una indignante humillación para él, un guerrero con muchas guardias a su espalda. Sin embargo, sus capacidades se hallaban bastante mermadas. No solo se encontraba físicamente exhausto, sino también emocionalmente derrotado. Aquello afectaba tanto a su capacidad de concentración como a la de reacción, además de a su ánimo.
El destino parecía querer arrebatárselo todo: la mujer que amaba, el honor, la fe, el castillo a su cargo y ahora la libertad.
El primer golpe fue en la cabeza, y el objetivo era dejarlo inconsciente, no obstante, no fue así. Aturdido y dolorido peleó como un demonio. Logró abatir a seis hombres hasta que lo derribaron y patearon con violencia.
Aun así, vapuleado, continuó consciente mientras lo interrogaban. Con las manos atadas a la espalda y sujetado por dos hombres, recibía puñetazos en el estómago por cada pregunta no respondida. Su mutismo decidió a los hombres a llevarlo al castillo.
De rodillas y cabizbajo, aguardó otro interrogatorio. Se preguntaba cuándo aparecería el maldito Yarmun hasta que escuchó unos pasos acercarse.
—¿Me sacáis de entre los brazos de mi amante para contemplar a un templario inmundo?
Álvar alzó el rostro, clavó en el general una mirada asesina.
—Disculpad, pero lo encontraron tus hombres, traían una misiva del gran califa. Creen que fue uno de los templarios que atacaron el campamento. Lo que no logramos entender es qué hacía a las puertas de nuestro castillo.
El musulmán pareció estudiarlo atentamente.
—Imagino que os habréis asegurado de que estaba solo, ¿no?
El capitán asintió con decisión.
—Por supuesto, temíamos que planearan una incursión al castillo. Hemos intentado averiguar qué era lo que se proponía, pero no conseguimos sacarle nada.
El infame Yarmun lo contempló meditabundo mientras se rascaba la barbilla.
—Ponedlo de pie.
Cuando tiraron de él, apretó los dientes. Le dolían todos los huesos del cuerpo.
Se plantó frente a él, alzó la cabeza para sostener su amenazante mirada, sonrió y, súbitamente, le hundió el puño en el vientre.
Álvar gimió y se dobló en dos.
—Te lo debía —le susurró al oído.
—¡Malnacido! —siseó sin aliento.
Yarmun se cruzó de brazos y frunció el ceño en mitad de alguna cavilación.
—La tortura obra milagros en la locuacidad de los prisioneros. Mañana partiré de vuelta con él, allí el califa decidirá su suerte.
Uno de sus hombres se adelantó y le entregó a Yarmun una misiva. La sonrisa del general se le congeló en el rostro mientras leía la nota. Cuando alzó la mirada, se podía ver la inquietud que reflejaba su semblante.
—¿Malas noticias, mi general?
Tragó saliva, visiblemente preocupado.
—Nada que no pueda solucionar —murmuró un tanto ausente.
De nuevo, Yarmun le prestó toda su atención al prisionero, los ojos se le oscurecieron, sus labios formaron una pálida línea tensa y blanquecina.
—Llevadlo a las mazmorras; partiremos al alba.
Le dedicó una sonrisa maliciosa y añadió:
—Espero que no volváis a arrancarme de los brazos de mi dama, la imagino sola y muy necesitada de mi calor. Ahora tendré que avivar nuevamente su fuego.
Los soldados estallaron en carcajadas.
—Alá os bendice con hermosas mujeres; y a mí, con prisioneros recalcitrantes. No hallo justicia en eso —replicó mordaz el capitán.
Yarmun rio complacido, le palmeó la espalda y contestó:
—Ciertamente, no para vos; algún día puede que seáis general.
—Con semejante recompensa, os aseguro que ardo en deseos de serlo.
Rieron de nuevo.
La furia de Álvar crecía en llamaradas ascendentes. No quería creer en aquellas fanfarronerías, no obstante, la sola idea de verlos a los dos yacer juntos lo consumía.
—Cuando os vi con semejante hermosura, ordené preparar la alcoba más fastuosa; espero que sea de vuestro agrado.
—Lo que en realidad me agrada es lo que me espera entre las sábanas.
Álvar gruñó colérico e hizo el intento de abalanzarse sobre él. Lo sujetaron con fuerza entre cuatro hombres.
—Este condenado monje tiene la fuerza de un buey, tendremos que amansar ese genio.
Yarmun asintió, giró y desapareció con paso ágil.
Cuando Yarmun entró en la habitación, Jimena casi saltó sobre él, ávida de noticias.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo está?
El hombre parecía malhumorado y la miraba con intensidad, lo que avivó su desasosiego.
—Todo está bien —contestó conciso.
Jimena lo agarró por la pechera de la túnica, la ansiedad la dominaba.
—¿Dónde está ahora?
—En los calabozos. Mañana partiremos al alba, él vendrá con nosotros. Cuando lleguemos al campamento, me las ingeniaré para liberaros a ambos.
—¿A ambos?
—El califa ha ordenado apresaros.
Jimena abrió la boca anonadada.
—¿Por… por qué?
—Según dice la orden, por espía, pero el motivo es otro. Os quiere en su harén.
Negó con la cabeza, todavía asimilando aquello. Las cosas se complicaban por momentos; no podía creer el cariz que estaban tomando los acontecimientos.
—También quiere el cofre —añadió.
—¿Se lo contaste? —inquirió pasmada.
Yarmun se pasó las manos por el cabello en un gesto impaciente.
—¿Qué querías que le dijera? No tenía pensado ser acusado de desertor, encanto, y menos por alguien tan arisco. —Frunció disgustado el ceño—. Le conté que empeñé mi palabra en recuperar un cofre de gran valor y solicité su favor para poder hacerlo; lo obtuve, pero a cambio de entregarle primero el cofre a él para que lo inspeccionara.
—¡Me traicionaste! —gritó ella colérica.
—No, solo quiere inspeccionarlo. Será fácil cambiar el contenido por algo que no le llame la atención, y nos lo devolverá. Tan solo quiere asegurarse de que no es nada importante.
Jimena se puso de rodillas y estiró la mano bajo la cama para agarrar el extremo del saco.
—Hemos de saber qué hay dentro.
Sacó el cofre casi con gesto ceremonial y se lo puso sobre el regazo. Respiró hondo, puso los dedos en el borde de la tapa y lo abrió. Lo que allí había los dejó paralizados.
Parecía el esqueleto de una mano, seguramente la reliquia de algún mártir, pero un tanto extraña: el extremo de las falanges exteriores acababa en puntas asombrosamente afiladas, un detalle peculiar que le arrebataba la condición de humana.
—Parece una garra —musitó Yarmun con extrañeza—, pero la más extraña que jamás haya visto. Soy incapaz de identificar al espécimen. Parece humana, a excepción de las terminaciones, claro.
—Tal vez exista algún animal similar a los humanos que tenga este tipo de falanges —aventuró Jimena—. Sin embargo, ¿qué sentido tiene meter una garra en un cofre y esconderlo tan concienzudamente?
Yarmun sacudió la cabeza y encogió los hombros, totalmente desconcertado.
Entonces Jimena vislumbró una especie de cilindro junto a las bisagras. Hizo ademán de retirar la curiosa osamenta, pero aprensiva retiró la mano y buscó el puñal para maniobrar. El musulmán le ahorró el trabajo. Levantó algunas falanges y sacó cuidadosamente el cilindro. Se lo entregó.
Jimena sintió una especie de escalofrío premonitorio. Con gesto reverencial, sacó un pliego de pergamino enrollado y lo desplegó con los nervios a flor de piel. Supo al instante que se trataba de la verdad oculta.
Polvoriento, ajado y amarillento, aquel documento estaba escrito en un idioma extraño, pero habían añadido en la parte inferior un nombre en latín.
María de Betania. O María de Magdala, como se conocía a la vilipendiada María Magdalena.
Se llevó la mano al pecho, contuvo el aliento y cerró los ojos. El contenido de ese evangelio secreto, codiciado por unos y odiado por otros, era la piedra angular de su vida, su misión heredada, la verdad que aguardaba ser revelada. El verdadero y auténtico mensaje de Jesús.
Se le humedecieron los ojos.
—¿Tan importante es ese documento?
Ella asintió trémula con el legajo entre las manos, tan frágil que temió que se volatilizara entre ellas.
—Es la verdadera palabra de Cristo, algo que estoy segura de que removerá los pilares de la Iglesia.
—Sin embargo, habrás de entregarlo a ese hombre —recordó.
—No hay más remedio, ya ha muerto suficiente gente por él, no obstante, me gustaría poder leerlo si encontrara a alguien que pudiera traducirlo.
—El tiempo no está de tu parte —musitó—, nadie aquí sabe copto, a no ser que…
A Jimena le brillaron un instante los ojos antes de apagarse de nuevo. Era del todo imposible obtener su ayuda.
—Tengo entendido que los monjes son hombres ilustrados en variedad de materias —comenzó Yarmun—, la lingüística entre ellas. De seguro conocen las lenguas muertas, pues traducen miles de textos para poder transcribirlos en sus códices. Una vez visité en Sevilla la biblioteca de un monasterio, salí maravillado por cuanto vi. La sapiencia y minuciosidad de los religiosos del scriptorium me dejó sin palabras.
—Me detesta —profirió ella abatida—. Está harto de mis manejos y mentiras. No me ayudará, le repele todo esto. Y, la verdad, no puedo culparlo.
—Yo puedo convencerlo —manifestó él para su asombro.
—No me hagas reír, a vos te detesta aún más —replicó hastiada.
—Tengo mis mañas —confesó orgulloso—. Tranquila —añadió al ver la alarma en su rostro—, no necesito tocarle un pelo.
—¿Y cómo lo conseguirás si puede saberse?
—Lo chantajearé con alguna amenaza efectiva.
Jimena negó con la cabeza, no estaba dispuesta a hacerlo sufrir más. Asumiría la frustración por el fracaso, pisotearía la curiosidad que la embargaba, viviría con honradez en pago por sus infamias. Cualquier cosa por concederle al hombre que amaba la tranquilidad y el sosiego que había perdido por su causa.
—No, ni hablar. Cumple tu palabra, general, devuélvenos al castillo y te será dado. Creo que eso compensará a tu califa por no obtener sus dos demandas.
Incipientes halos dorados lamían la oscuridad con la pereza de un gato en su aseo diario. De manera metódica pero lenta, la luz ganaba terreno y crecía en intensidad. Jimena contemplaba aquel amanecer sumida en sus pensamientos. El sol bostezaba somnoliento entre las colinas, derramaba su bruñida melena en las cimas, doraba la bruma y centelleaba el rocío. La frescura de los campos acentuaba la fragancia de pinos y almendros, la madreselva extendía su perfumado manto y, los rosales, su embriagador aroma. Todo volvía a la vida con renovado brío, todo menos su corazón marchito.
El sentido del deber se oponía flagrantemente a su corazón, que, en un asalto fortuito, había tomado las riendas y gobernaba a su capricho. Sentimientos encontrados la desgarraban inexorablemente. Sentía que fallaba a la memoria de sus padres, a sus principios, a los anteriores custodios de aquel evangelio y, por supuesto, a María de Betania. Eran buenas causas, desde luego, una vida y un amor que se negaba a seguir ultrajando.
Su corazón había hablado, y, en favor de silenciar sus lamentos, sacrificaría todo por lo que hasta ese momento había vivido. Pidió perdón a su madre y rezó para que la entendiera donde fuera que estuviese. Su misión acababa en ese lugar. Su único propósito era liberar a Mencia y escapar lejos, purificar su alma con la esperanza de redimirse y vivir todo lo buenamente que le permitieran los remordimientos.
Yarmun dormía en el suelo frente al moribundo hogar. Ella había terminado la noche tumbada en la cama con los ojos abiertos mientras contenía las ganas de bajar a las mazmorras para verlo, para gritarle cuánto lo amaba. En cambio, liberó su agonía en un silencioso llanto. Se acercó junto al hombre y lo sacudió con la punta del pie. Aturdido, se incorporó y la miró.
—No tienes muy buen aspecto —comentó con voz ronca.
—Si es el reflejo de cómo me siento, debo de estar horrible.
Se puso de pie y se desperezó largamente.
—No te aflijas más. Es absurdo sufrir por algo sin solución. Lávate el rostro con agua fría y regálate un buen desayuno; es cuanto puedes hacer; al menos, te sentirás mucho más animada.
—Buen consejo, sin duda. Mientras me reanimo —subrayó—, baja a los calabozos y ofrécele al templario la misma dispensa.
—Solo porque me lo pides tú; espero que tengas en cuenta este favor.
Le dedicó una media sonrisa seductora, le guiñó un ojo y salió de la alcoba.
Decir que le dolían los huesos dejaba bastante corta la descripción de su estado. Antes de ser encadenado había sido sometido a otra tanda de puñetazos y patadas que, esa vez, sí lo dejaron inconsciente.
Quiso moverse, y el solo intento le arrancó un gemido que se cortó de inmediato por el dolor lacerante que le surgió en los labios. Sacó la lengua con cuidado y notó el sabor ferroso de la sangre reseca. Tenía una considerable brecha en un lado de la boca. Fue palpándose para descubrir más heridas y se guio por el grado de gemido que emitía ante cada presión. Magullado, dolorido y posiblemente con una costilla rota, enumeró en su lista mental.
De todos los males que lo aquejaban, el insistente dolor de cabeza se alzaba con la corona. La frente y un lado de la cara le tiraban por la sangre pegajosa y reseca. Descubrió, maldiciendo entre dientes, otra brecha a un lado del cráneo, más concretamente sobre el oído izquierdo. Tarde o temprano ajustaría cuentas con el maldito general.
Apenas había descansado sobre las frías losas del pavimento. Fue incapaz de encontrar una postura lo suficientemente aceptable como para rendirse a un sueño huidizo y traicionero.
En los breves momentos en que había logrado dormir, las pesadillas lo atormentaron. Veía a Jimena y a Yarmun amancebados en el lecho mientras gozaban y se reían de él. Veía el castillo devastado por las llamas, escuchaba el aullido de los hombres devorados por el fuego, y a aquel hombre siniestro devorar el corazón de un niño. La remembranza de aquellas imágenes le erizaba la piel y le revolvía el estómago.
El eco de unas pisadas reverberó en los húmedos muros. Llegaron dos hombres: uno portaba un cuenco humeante, el otro lo examinó bastante perplejo.
—No sé si habrán amansado vuestro genio, pero indudablemente lo han intentado: parecéis un despojo.
Yarmun asintió al carcelero, que deslizó el cuenco por la reja. Parecían gachas, o quiso creer que lo eran. Después lo despidió y permaneció pensativo al tiempo que observaba cómo devoraba.
—Deberías ejecutar al cocinero —sugirió cuando tragó el último bocado con evidente desagrado.
Yarmun sonrió ante el comentario.
—Lo habría hecho si hubiera presentado semejante bazofia en el comedor.
Álvar sonrió con mordacidad.
—Me temo que la bazofia es la que ocupa las sillas de la sala; en este momento hay una vacante.
El hombre rio divertido.
—Tu agudeza me divierte, templario, pero no he venido a entretenerme.
—Si te metieras conmigo en la celda, te procuraría una verdadera diversión.
El sarraceno, todavía risueño, paseó una mirada compasiva por aquel magullado cuerpo.
—No creo que estés en las mejores condiciones para ofrecerme el disfrute que mencionas: se te ve bastante deteriorado.
—¿Deseas comprobarlo?
—No suelo abusar de prisioneros heridos —replicó.
—Podría destrozarte con las manos atadas a la espalda —se jactó.
—He venido a cumplir un trato y a proponerte otro.
Álvar resopló despectivo, negó con la cabeza y le dio un puntapié al cuenco para deslizarlo hasta los pies del musulmán.
—No quiero nada que venga de ti.
—Voy a liberarte; sin embargo, no puedo hacer lo mismo con Jimena, a menos que obtenga tu colaboración.
El templario se envaró, se removió con incomodidad y se puso dolorosamente de pie. Agarró los barrotes con furia contenida, los nudillos perdieron el color.
—Si osas tenderle una trampa, te juro que te arrancaré el corazón con mis propias manos —farfulló colérico.
—No soy yo quien da la orden, sino el califa. El don de Jimena para atrapar a los hombres la condena a la esclavitud.
—¡Maldito, juraste ayudarla!
—Juré ayudarla a encontrar el cofre y lo he hecho; respecto a dejarla marchar con el califa…
Álvar sacudió con fuerza la reja, preso de una furia convulsa.
—Cálmate, yo tampoco deseo que forme parte del harén del califa; para eso, necesito ofrecerle algo que logre suplir su capricho.
—¡Vas a entregarle un castillo repleto de tesoros!
—Voy a ahorrarle mucho tiempo —aclaró con impaciencia—, y eso supondrá reconocimiento, oro y propiedades para mí. Pero, como ya te dije, la conquista de Salvatierra era un hecho, y él lo sabe. Sin embargo, canjear a Jimena por una información tan valiosa como la que ahora contiene el cofre puede dar resultado.
Álvar decidió calmarse; derrochar su escasa energía no lo ayudaba en nada. Debía recuperar la calma y meditar sobre aquello para jugar sabiamente las cartas.
—¿Qué contiene el cofre?
Yarmun sonrió ante el cambio de actitud.
—Empezamos a entendernos. El cofre guarda un extraña garra y, al parecer, el evangelio secreto de una tal María de Betania, pero necesitamos que alguien lo traduzca.
Contuvo la respiración. Aquel era el evangelio buscado por todo el mundo, el que tanto temía la Iglesia, los textos gnósticos calificados de apócrifos por la Santa Sede.
—¡Tráemelo! —pidió turbado.
El musulmán lo escudriñó con atención.
—Si osas destruirlo, la mataré —amenazó con desconfianza.
—No lo haré —prometió.
Y no lo haría: aquel cofre y su contenido debían antes servir de cebo para el asesino ritual que tenía presa a Mencia. Tenía que atraparlo, poner a salvo a las mujeres, rendir el castillo y entonces, sí, ese evangelio sería destruido. No sabía cómo lograría esa dificultosa lista de hazañas, pero lo haría.
Una exclamación ahogada le desvió la vista. Tras Yarmun, surgió una figura cuyo rostro horrorizado lo contemplaba compasivo. Jimena se acercó a él.
—¡Te han torturado! —exclamó indignada.
Clavó los azules ojos en Yarmun con expresión acusadora.
—Dijiste que estaba bien —reprochó y se encaró a él.
Yarmun pareció incómodo y algo nervioso ante su presencia.
—Y lo estoy —contestó Álvar huraño.
La mujer paseó la mirada por el rostro magullado del hombre, por la sangre reseca en su piel y en sus ropas, en la mirada sufrida de aquellos ojos. Y el rostro se le congestionó ante el esfuerzo por contener el llanto.
Álvar contuvo sus emociones y plasmó un solo pensamiento en la mente: ella era la única culpable de su propia desgracia. En el afán por conseguir su objetivo había arrasado cuanto encontraba a su paso. Ahora comprobaba con pesar la devastación que ella había creado: la ruina que era ahora su corazón, unas ruinas seguramente difíciles de reconstruir y con las que tendría que aprender a vivir.
—Ciertamente, no lo parece —repuso ella apesadumbrada.
Yarmun apresó el brazo de Jimena en ademán posesivo, los ojos de Álvar chispearon con resentimiento.
—Mandaré a mis hombres para que te liberen, partiremos de inmediato.
—Hemos hecho un trato —recordó Álvar, su ojos se entrecerraron suspicaces—. Nos liberarás a ambos cuando lleguemos al campamento.
El sarraceno asintió tenso, parecía desear salir de allí. Antes de que pudiera agregar nada más, giró y se llevó a Jimena con él.
Una molesta sensación le aleteaba inquieta en la mente. Las últimas palabras de Álvar flotaban ante ella en una nube oscura y desconcertante. Un trato. Yarmun tramaba algo; su nerviosa actitud cuando ella había interrumpido así lo decía. Escondía sus propios intereses, utilizaba sus mañas, como él había dicho.
Había conversado con Álvar, le había propuesto algo que ella tenía que descubrir antes de que fuera demasiado tarde. No podía arriesgarse a permitir que los apresara en el campamento sin tener ninguna constancia de que cumpliría con su palabra. Era como meterse en la boca del lobo completamente desarmada.
Yarmun la había dejado de nuevo sola en la habitación para reunirse con sus hombres. Deambulaba agitada de lado a lado mientras se frotaba las manos.
Luego, fijó la vista en el saco que contenía el cofre y presa de un impulso se lo colgó del hombro.
Aguardó a tener el camino despejado y se deslizó subrepticiamente por los corredores hasta alcanzar las escaleras de servicio que habían utilizado la noche anterior.
De nuevo en los calabozos, casi corrió a la celda en la que se hallaba Álvar.
Él apenas si alzó el rostro cuando la vio.
—Escucha, templario, aparta tu rencor por el momento, ambos nos necesitamos.
Siguió sin mirarla, estaba sentado en el suelo, con la espalda pegada al muro, las piernas flexionadas y abrazado a sus rodillas.
—No, tú me necesitas a mí —apostilló—, y yo consiento en eso, hasta que decida lo contrario.
Jimena se acuclilló ante él y se agarró a la reja.
—Creo que Yarmun nos está utilizando.
El hombre profirió una risita desdeñosa.
—Lo hace, sí, como tú.
Tragó saliva y reprimió una punzada de culpabilidad.
—Necesito saber a qué acuerdo habéis llegado; te lo ruego, no tenemos mucho tiempo.
Por fin la miró; las sombras le ocultaban parcialmente el rostro, pero pudo atisbar la tensión en la línea de la mandíbula.
—Me ha dicho que el califa te quiere en su harén; otra víctima de tus encantos —resopló despectivo—, empiezo a compadecer a ese hombre. Y quiere que traduzca tu bendito evangelio para ofrecérselo al califa como moneda de cambio por ti.
—¡Ese traicionero perro infiel! ¡Qué los cuervos le vacíen las cuencas de los ojos y le arranquen la lengua!
—Seré yo quien lo haga —apuntó Álvar—. Ahora dime qué está pasando.
—A mí me dijo que le entregaría el cofre, pero solo porque deseaba inspeccionarlo por si había algo importante; dijo que luego me liberaría, que cambiaríamos el contenido por algo banal para que perdiera el interés.
Álvar bufó con exasperación.
—Es obvio que ofrecerá tres cosas antes de que acabe el día: el evangelio a su señor por quedarse contigo, el castillo para su gloria y mi vida para su descanso. Un tipo ambicioso, sin duda.
—¿Y por qué quiere que se lo traduzcas tú? Podría buscar tranquilamente a otra persona para que lo hiciera.
—Necesita cerciorarse de que el documento es tan importante como parece antes de negociar con él. El califa lo despellejaría vivo si sospechara que intenta engañarlo, y me temo que el único monje a mano en este momento soy yo.
Jimena, abatida, se sentó de lado en el suelo y maldijo entre dientes.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Impedírselo, por supuesto —respondió con apabullante decisión.
Ella sonrió asombrada ante la confianza que demostraba.
—Tu confianza me reconforta.
—Es cuanto me queda.
Sus miradas se enlazaron. La de ella, arrepentida. La de él, entristecida.
—Álvar… yo…
—No —la interrumpió con voz seca—. Ahora, como tú bien has dicho, nos necesitamos. Ambos tenemos una misión que cumplir y, para ello, hemos de colaborar, pero, cuando todo acabe, sé cuál será mi camino.
—Y no me interpondré en él, te lo aseguro; solo desearé que algún día tu alma encuentre el perdón para mí.
—Es difícil perdonar, pero no imposible; y sé que lo lograré, pues comparto parte de esa culpa. En cuanto a olvidar, ya te digo que jamás conseguiré hacerlo, sobre todo porque no permitiré que eso ocurra.
Jimena inclinó abatida la cabeza, le quemaban los ojos.
—Para bien o para mal, Jimena de Castro, eres una persona importante en mi vida. Siempre fue así y moriré con tu recuerdo, imaginaré que tus labios me despiden de este mundo.
Las lágrimas escaparon sin control.
Entonces Álvar se acercó a la reja y pasó una mano por ella para acariciarle el rostro.
—No llores por el pasado; por muy reciente y doloroso que sea, mira al futuro y pelea por el presente.
—Lloro por el futuro que perdí.
Álvar hizo una mueca y, trémulo, se alejó de ella.
—Ahora toma las llaves que penden de ese gancho.
Y, por segunda vez en su vida, Jimena huyó con un prisionero.