CAPÍTULO 31

Abandonaron la fortaleza cabizbajos, derrotados y exhaustos. Tan solo sesenta caballeros de la orgullosa Orden de Calatrava podrían contar aquella hazaña. Habían resistido bravamente el asedio musulmán, una proeza estoica que hablaba del valor y tesón de aquellos hombres para defender su cruz, su tierra y a sus hermanos con fervor.

Contempló la fila de capas blancas que ondulaban delante de él en formación sobre las monturas. Los hombros caídos, las cabezas inclinadas, tristes y pensativas huían hacia el castillo de Zurita. Abandonaban la sede, Salvatierra, de la que habían adoptado el nombre cuando se había perdido Alarcos. Álvar giró la cabeza, la mirada húmeda por lo que sus ojos contemplaban. En los torreones, los estandartes con la Santa Cruz habían sido sustituidos por la media luna. La daga cristiana clavada en el corazón almohade, como se conocía Salvatierra, por fin había sido arrancada y convertía los estratégicos campos toledanos en reinos del invasor. El califa estaría pletórico.

Cabalgaba lentamente, sentía el peso del mundo sobre los hombros, su particular cruzada todavía no había terminado. Debía enfrentarse a su maestre, aceptar el castigo y decidir su futuro. Ante esto último suspiró. Jimena dormitaba apoyada en su pecho. Verla en aquel lamentable estado le encogía el alma. El miedo a perderla todavía palpitaba y se negaba a abandonarlo del todo. La amaba con una fuerza arrolladora y, sin embargo, su sentido del deber, la lealtad hacia sus hermanos le impedían entregarse completamente al sentimiento que le reventaba en el pecho. No podía iniciar una relación sin zanjar el compromiso con la Orden.

Por otro lado, ella cargaba su propio fardo de responsabilidad: una misión que debía finalizar. Habían podido salvar los legajos de la recién descubierta apóstol María Magdalena, el apóstol amado, y Jimena debía partir de inmediato a Trujillo para decidir su propio destino. Y, si algo tenía meridianamente claro, era que no permitiría que ella corriera más peligros. Si él renunciaba a todo, exigiría el mismo favor. Así, pues, el futuro de ambos flotaba en una nube de incertidumbre inconclusa y pesada. Debía exorcizar sus demonios, hallar la paz consigo mismo, limpiar cualquier rastro de culpa o, al menos, lograr vivir con las secuelas. Entonces estaría preparado para ella, no antes.

El ocaso emergió esplendoroso con sugerentes púrpuras, tenues rosados y brillantes naranjas; una línea de fuego evanescente conformaba el horizonte. Aquel abanico de embriagadores colores teñía los campos castellanos y los convertía en un paraje místico e irreal. Llegaron a destino en plena noche cerrada. Las puertas de Zurita se abrieron para recibirlos. En un revelador silencio sepulcral, cargado de lamentos y pesadumbre, los caballeros castellanos inclinaron las cabezas en señal de respeto, en una especie de pésame unánime, pero también de admiración y reconocimiento. Fueron instalados para pasar la noche; Jimena se alejó de él con una mirada anhelante, de la mano de la ya recuperada Mencia.

Los hombres pasaron la noche al raso en la explanada del patio de armas. A él, como capitán, le fue dada una habitación que en principio rechazó, pero ante la insistencia del anfitrión, tuvo que aceptar. Allí parado, en el umbral de la puerta, observó aquella mullida cama como si se tratase de un pasaje al cielo; inclinó la cabeza y dejó que unas amargas lágrimas le rodaran por las mejillas. La tristeza, la angustia, la incertidumbre por fin emergían y le aligeraban el pecho. Su hermano, Durán, permanecía todavía inconsciente, y nadie era capaz de adivinar su suerte.

Abatido, se dirigió a la cama, se desprendió del cinto, besó la empuñadura de su fiel espada y la depositó solemnemente en un aparador. Suspiró y se tumbó en el camastro. Cerró los ojos dispuesto a repetir mentalmente sus oraciones, pero la imagen de un rostro interrumpió las silenciosas letanías.

Respiró hondo y se preguntó cómo haría para despedirse de ella. No podía prometerle nada, pues ignoraba su destino y, desde luego, por nada del mundo la mantendría esperándolo bajo la posibilidad de un regreso. Lo único que podía hacer era liberarla de él, y el destino dispondría. Caía en los brazos de Morfeo cuando unos suaves golpes en la puerta lo envararon. Álvar se precipitó, pues temía malas noticias sobre la salud de Durán y, con el corazón en un puño, abrió el postigo. Ante él apareció Jimena.

—Te necesito —gimió ella.

Álvar la hizo entrar, le tomó el hermoso rostro, cincelado por un ángel, entre sus grandes y toscas manos y le clavó los ojos en el profundo océano turquesa de su mirada.

—Y yo a ti —confesó en un hilo de voz rota—. Pero ambos debemos aprender a vivir separados.

—No —negó con vehemencia—. Me amas, y yo a ti; nada se interpone entre nosotros.

—Sí —objetó él—. Se interponen nuestros destinos.

Jimena, dolida, se separó de él y caminó alterada hacia la ventana. La luna, ya alta, desplegaba un brillante manto sobre los campos y los vestía con un toque espectral, con un aura sobrenatural y cautivadora que atrapaba en su influjo a los seres de la noche que permanecían subyugados por su encanto. Las nubes, también hipnotizadas por su fría belleza, se le acercaban calmas, ansiosas por irradiar en su desdibujado contorno aquella luz mágica que las iluminaba y compartir humildemente su protagonismo.

—Debes marchar a Trujillo.

Álvar se acercó a ella, se detuvo a tan solo un paso para admirar cómo el reflejo nacarado refulgía en los rizos negros de su larga melena y le remarcaba las deliciosas ondas del pelo.

—Pensé que me acompañarías —musitó apesadumbrada—. Creí que tu corazón no albergaba dudas.

—Debo regresar con mis hermanos, enfrentar a mi maestre y redimir mis pecados.

Entonces, Jimena se volvió y se encaró con él; una tormenta se le formó en el rostro.

—¿Soy yo un pecado? —increpó furibunda.

Álvar le sostuvo la grave mirada, deseaba borrar aquella furia con besos.

—El mejor de ellos, del que jamás me arrepentiré.

—Ese es el problema —espetó—. Sigues pensando como ellos. Amar no es un pecado, maldito templario, amar es un don, un privilegio, un regalo que ahora pienso que no mereces.

Sus bellos ojos refulgían indignados. Álvar apretó los puños para contener las emociones. Estaba tan arrebatadoramente hermosa, con la luna en el cabello y fuego en la mirada, que el único pensamiento que podía mantener era el de tomarla hasta desfallecer.

—He consagrado toda mi vida a la Iglesia y, aunque sí he dudado de sus cánones y preceptos, sus enseñanzas y mandamientos han calado hondo en mí. Por mucho que ahora sepa que la mayoría son falacias, no puedes reprocharme que me sienta un traidor. Necesito tiempo —manifestó con suavidad.

El agitado pecho de Jimena subía y bajaba desacompasadamente, su rostro mostraba una honda decepción teñida de ira y frustración.

—Si es tiempo, estoy dispuesta a…

—No —la interrumpió—. Sigue con tu vida sin esperar nada, no estoy en posición de prometer, pues desconozco mi futuro.

Desolada, cerró los ojos. Sus aristocráticas facciones se tensaron, sus opulentos labios se estiraron en un mohín contenido. Álvar deseó estrecharla entre los brazos, acunarla, besarla, pero supo que eso solo la confundiría más. Asintió lentamente, en un movimiento largo y pausado, como si aquella leve flexión de su cabeza resultara un arduo y pesaroso esfuerzo.

—No voy a insistir; tu decisión nos destroza a ambos, pero por tu expresión veo que nada de lo que pueda decir calará en ti.

La voz se le debilitó, la postura se le ablandó: había capitulado.

—Solo quiero que sepas que te amaré por el resto de mi vida —aseveró—. No sé qué será de mí, ni si lograré casarme de nuevo, ni si tendré hijos, ni si moriré triste y sola. Sea cual sea mi destino, no habrá más hombre en mi corazón que tú.

Hizo una pausa en la que inhaló aire con dolor y agregó:

—He asumido muchas pérdidas en mi vida; de hecho, creo que no he tenido otra cosa, pero a ti no te perderé porque estás dentro de mí. Solo me queda agradecerte todo lo que has hecho por mí.

Una gruesa lágrima se le deslizó sinuosa por la mejilla. Desvió la vista e hizo ademán de alcanzar la puerta antes de derrumbarse por completo. Debió dejarla marchar, pero algo en su interior lo obligó a detenerla cuando pasaba por su lado.

—¡Suéltame! —siseó con rencor.

Álvar la estrechó contra el pecho, le sujetó firmemente la mandíbula con una mano para inmovilizarle la cabeza y derramó sobre ella todo lo que de su corazón brotaba.

—¿Acaso crees que es fácil para mí asimilar que tengo que vivir sin corazón? ¿Imaginar que otro hombre te haga suya? ¿Saber el hondo rencor con que me recordarás?

Le dobló el brazo tras la espalda y la pegó a él cuando ella intentó apartarlo.

—No, no será fácil. Ahora mismo me siento desgarrado por dos sentimientos que tiran de mí en sentidos opuestos y me quiebran el alma. Estoy roto, Jimena. No tenerte… —Su voz sonó ronca y afectada, la pasión que lo sacudía amenazaba con descontrolarse inmisericorde—. No tenerte será la penitencia más dura que tendré que soportar.

—Una penitencia que te has impuesto tú, condenado templario —recriminó con resentimiento.

—Más bien mi condenado sentido del deber —concedió.

—Pues al cuerno tú y tu maldito sentido del deber.

Se revolvió como una gata furiosa, lo que derribó la fina línea de contención que lo separaba del abrasador incendio que ella le provocaba en los sentidos. Hundió los dedos en la tersa piel de sus mejillas para afianzar la postura de su cabeza y cayó voraz sobre su boca. Invadió aquel reino suave, cálido y húmedo con la fiera determinación de un conquistador, como Julio César cuando arrasó la Galia o Alejandro Magno cuando invadió Persia, mientras asolaba con ansiedad y avidez cuanto encontraba a su paso. Ella se rebeló, se retorció, le negaba el néctar aterciopelado de su lengua, le mordía los labios. Pero él, estoico, aguantó aquella ofensiva, pues se sentía cerca de la victoria. Percibía su latente respuesta con cada caricia, pasaba la lengua contra la de ella, la frotaba insistente para tentarla a colaborar, le lamía los labios, tiraba del inferior juguetón, la confundía, la sometía. Cuando ella gimió ardiente, saqueó su boca de nuevo Y succionó aquella bendita lengua con hambre desatada. Su sabor le caló los huesos.

Era suya en cuerpo y alma, y supo que jamás se perdonaría renunciar a aquella bendición. Algo que lamentaría, sin duda, pero, por desgracia, todavía era soldado y monje por añadidura, dos capas de las que debía despojarse si quería aspirar a tenerla; solo un hombre libre podía tener algo que ofrecer.

Jimena le prodigaba los oídos con gemidos anhelantes, se le frotaba contra el cuerpo, y el templario continuaba besándola febril. Su cálida y agitada respiración se mezclaba con la de ella, sus cuerpos se ceñían hambrientos, desesperados por fusionarse en uno solo. Álvar emitió un gruñido sordo parecido al de un animal cuando la alzó en brazos y cayó con ella sobre la cama. La deseaba tanto que le dolía hasta el alma. Sobre ella, cegado por la pasión, le aflojó el escote y le liberó los firmes pechos. Los tomó con la boca y pasó de uno a otro con una voracidad casi agonizante. Succionaba aquellas rosadas cumbres que se elevaban orgullosas. Mientras degustaba extasiado aquel dulce manjar, con una de las manos le subió la túnica y acarició la sedosa piel de sus largas y torneadas piernas. Ella las abrió invitadora, lo que le facilitó el acceso hacia la parte interna de los muslos. Cerró los ojos con deleite por aquella piel que rivalizaba con el terciopelo.

Jimena le enredó los crispados dedos en la nuca, se arqueó y se tensó ansiosa y expectante. Álvar aún le mordisqueaba los tersos y altivos senos que suplicaban su atención, cuando sus dedos encontraron lo que anhelaban. La húmeda hendidura de la mujer, resbaladiza y exigente, tensó la ya abultada protuberancia que le reventaba las calzas, fiel emblema del feroz deseo que lo obnubilaba. Abotargado, luchó por contener sus propios instintos en favor de la mujer que amaba más que a su vida. Acarició los íntimos pétalos de su deseo, frotó el inflamado botón de su exigencia y le provocó jadeos entrecortados. El cuerpo de ella ondeaba bajo él, pedía, rogaba, agonizaba convulso, se retorció en una serie de espasmos que la hicieron gritar liberada. De ella brotó un torrente de cristalinos y deliciosos fluidos que le empaparon la palma de la mano. Siguió acariciándola hasta enloquecerla, disfrutaba de su apasionada respuesta. Una y otra vez se liberó extasiada. Cada jadeo era un regalo que sus oídos memorizaban; cada caricia, un premio que en su recuerdo atesoraba. Saber que podía ser la última vez que la tenía entre los brazos acentuaba la necesidad de alargar el encuentro, por mucho que sufriera los estragos de la dura contención.

Besó, lamió, acarició, agasajó y adoró hasta que temió perder la cordura. En un último y durísimo esfuerzo por no perder el escaso control que le quedaba, logró desnudarla completamente. Luego, salió de la cama y se quitó la ropa con premura. Verla arrobada, sin ropa que cubriera aquel cuerpo majestuoso, entregada e impaciente fue demasiado para él. La lujuria lo poseyó con la fuerza de un huracán. Se cernió sobre ella, se coló entre sus piernas y la penetró con toda la lentitud de la que fue capaz. Ella, inflamada pero ansiosa, lo miró lasciva y alzó las caderas para profundizar la embestida.

Cada acometida fue más violenta que la anterior, y lo llevaba a un estadio de locura devastadora. Jimena acompañaba sus movimientos y lo urgía a dejarse llevar al delirio. Acompasados, desesperados y unidos hasta más allá de lo tangible, se miraron a los ojos con una intensidad abrasadora. Calaba en sus almas el amor que se profesaban: un amor puro, ardiente e imperecedero. En un último y profundo embate, gruñó sumido en un placer sublime al tiempo que se derramaba en ella y liberaba su agonía. Ella se tensó, arqueó bruscamente la espalda, sorprendida en un violento clímax. Álvar le tomó la boca para absorber hasta el último de sus gemidos.

Plenos, laxos y satisfechos, él permaneció dentro de ella con la cabeza ladeada sobre la almohada. Frente al rostro de la mujer, las miradas tiernamente engarzadas expresaban la magnitud que los embargaba. Álvar delineó con la punta de los dedos el contorno ovalado de su cara, se detuvo en la barbilla y fijó los ojos en su generosa boca de labios plenos y exquisitamente perfilados, hechos para besar y ser besados.

—Recordaré cada detalle hasta con el último aliento de vida —murmuró él.

—Y renuncias a esto por voluntad propia, créeme que intento entenderte, pero no lo consigo.

—No puedo explicarte algo que ni yo mismo comprendo, digamos que siento que debo limpiar mi alma. Más que una razón, es un sentimiento que me impele a convencerme de que no actúo mal, ni traiciono a los míos. Porque no se trata de la Iglesia en sí como institución, sino de los hombres que han compartido mi vida como hermanos, unidos por la adversidad por el tesón y por la fe. Yo… siento que les he fallado, que Durán está al borde de la muerte porque mi corazón se impuso a la razón, a mi fidelidad hacia ellos. Cuando luchas contra el enemigo, contra la muerte, contra la hambruna, creas un vínculo irrompible con los hombres con los que compartes tantas vivencias.

—Y te mortifica que yo lo haya roto, mejor dicho, te culpas por tu debilidad —adivinó ella.

—Algo así —confesó.

—Así que tú mismo te impones un castigo, solo que me arrastras a mí, ¿te parece justo? —objetó.

—No —admitió—. Sin embargo, tampoco me parecería justo para ti cargar con un hombre con ese peso sobre los hombros, una carga que de seguro sombrearía tu felicidad.

Jimena bajó la mirada, el semblante se le nubló.

—Yo empecé esto por puro egoísmo, caí en mis propias redes y ahora recojo los frutos.

—No, tú no tienes la culpa de nada, tú eres lo mejor que me ha pasado.

Ella no contestó, lo miró con una expresión indescifrable, le besó fugazmente la boca y salió de debajo de él. Se levantó, se vistió en un silencio tenso y de un bolsillo oculto en su sobre túnica sacó un objeto. Álvar abrió los ojos mudo de asombro. Era el blasón de la Orden.

—Ya que has decidido regresar con los tuyos, tal vez esto ayude a calmar los ánimos de tu maestre. De todas maneras, pertenece por derecho a los templarios.

Lo lanzó sobre la cama. Se dirigió a la puerta. El corazón de Álvar sangró, se contrajo dolorosamente, el cuerpo se le envaró y el estómago se le agitó incómodo. Se sentía físicamente enfermo; la perdía. Temió moverse, pues sabía que si accionaba cualquiera de sus músculos, sería para cerrarle el paso.

—Que Dios te guarde, Álvar de Villar y Honrubia de la casa de Villadiego. Jamás te olvidaré, noble caballero.

Tragó saliva cuando la puerta se cerró tras ella. Cerró los ojos y se entregó al llanto.

El alba asomó tímido entre las ondulantes colinas, despertó a los campos con el rocío de la mañana, alejó a las criaturas de la noche, espantó las sombras y doró levemente el contorno de árboles y arbustos, las flexibles puntas de la hierba alta y la rugosa superficie de los peñascos.

Jimena suspiró y se abrazó para reprimir un escalofrío: estaba agotada. Observó con envidia el sereno semblante de Mencia, perdida en el sueño. No sabía cuándo podría dormir así de plácida. En el pecho le latía una opresiva angustia, una lacerante punzada continua y persistente que amenazaba con sumirla en una abrumadora oscuridad. Solo un ademán la tranquilizaba: acariciarse el vientre. Estiró la boca en una temblorosa sonrisa.

Durante el triste trayecto hacia Zurita, Jimena no durmió. Había comprendido que el motivo de su atenazante angustia, las constantes náuseas, la debilidad, el hambre continua solo eran síntomas. Pronto el cuerpo le cambiaría, pleno de vida. La sola idea de tener un hijo del hombre que amaba era suficiente para fortalecer su maltrecho ánimo. Durante aquella cabalgada sobre el negro alazán de Álvar, había caído en la cuenta de que no había sangrado el día indicado, y su ciclo era infalible. Sonrió, el dolor comenzaba a ser soportable. Como ya le dijo a él, nunca la abandonaría, pues estaba dentro de ella, en el sentido más literal de la palabra, un sentido que él jamás adivinaría ya.

La pena pesó menos: su nueva misión en la vida tardaría pocos meses en llegar. Cuando tuviera a su hijo en brazos, la piedra que ahora le colgaba del pecho se aligeraría lo suficiente para poder vivir sin un pedazo de corazón. No importaba, pues sabía que lo que le quedaba rebosaría de amor por el ser que albergaba en las entrañas.

Mencia se desperezó indolente, se rascó la barriga y se frotó los ojos en mitad de un largo bostezo.

—Niña, ¿no has dormido?

Su voz, matizada de reproche, sonó ronca y quebradiza.

—Tenía mucho sobre lo que pensar.

—Dormir también ayuda a eso, se ve todo mucho más claro después de un buen descanso.

Jimena le sonrió, se alisó el vestido y lamentó no tener uno de recambio. Su aspecto debía de ser desastroso.

—Espero al menos que puedas hacer algo con este endiablado pelo —se quejó al estirar sus rizos torpemente—. Partiremos de inmediato para Trujillo.

—¿Solas?

Se mordió el labio inferior y desvió la mirada.

—Sí.

No pensaba confesarle todavía su estado a Mencia, pues de seguro la obligaría a contárselo a Álvar. Y por nada del mundo deseaba atarlo con un compromiso. Él había tomado una decisión y debía seguir su camino.

—Yo pensé… —titubeó la doncella.

Jimena chasqueó la lengua, como quitando importancia al asunto, aunque en su interior se sintiera desfallecer.

—Álvar se debe a su Orden, y hemos de respetar su decisión.

La mujer la miró boquiabierta, maravillada ante tanta serenidad.

—Pero él te quiere, sus ojos no mienten.

—Parece que no lo suficiente, su lealtad es con creces más fuerte.

Mencia refunfuñó y sacudió incrédula la cabeza. Se levantó y se acercó a ella con los brazos en jarra.

—¿Puede saberse dónde has escondido a mi Jimena?

Se obligó a sonreír. La mujer se abalanzó hacia ella y la estrujó entre sus generosos pechos.

—Conmigo no tienes que hacerte la dura, pequeña.

Contuvo las lágrimas, cerró los ojos y se dejó acunar.

—No es eso, es solo que de nada sirve lamentarse; cuanto menos piense en ello, mejor.

—Muchacha, no seré yo quien te lo recuerde. Has madurado, y no sabes cuánto lamento que haya sido a base de golpes. Sin embargo, los sabios aprenden de cada tropiezo; los necios sucumben a ellos.

—Mi amor por Álvar no es un tropiezo, es un regalo que permanecerá siempre vivo en mí. No me arrepiento de nada, tan solo acepto de la mejor forma posible las consecuencias de mis actos.

Mencia respiró hondo y le acarició el cabello con dulzura; a la mente de Jimena acudió su madre con aquella sempiterna sonrisa y enternecida mirada. Sintió un nudo en la garganta y brasas tras los ojos.

—Péiname, Mencia, tenemos un largo viaje por delante.