CAPÍTULO 27
Vislumbraron las murallas cuando el velo de la noche se deslizaba lánguido hacia su guarida. Jimena apenas se tenía en pie: se encontraba en un estado físico y anímico lamentable, en cambio, Álvar mostraba una fortaleza y tesón admirables, a pesar de que debía de encontrarse extenuado y dolorido.
Lograron alcanzar el peñasco de la muralla este, por donde había descendido con Yarmun. A esas horas era arriesgado alcanzar la cima, pero Álvar debía dejarse ver por la guardia de las almenas. Era la única manera de que les abrieran el portillo.
Cuando alcanzaron la cumbre, Álvar miró hacia el campamento almohade. Abrió los ojos con asombro, se quitó la capa con premura y la agitó sobre la cabeza con una mano mientras silbaba con fuerza. La urgencia hizo que Jimena mirara hacia atrás. Contuvo el aliento cuando atisbó un nutrido grupo de jinetes musulmanes que se dirigía hacia ellos.
—¡Dios mío, nos han descubierto! —exclamó asustada.
—Por fortuna no son los únicos. —Álvar le tendió la mano para ayudarla a descender—. Sé que estás agotada, pero tendrás que correr como nunca lo has hecho.
Jimena asintió temblorosa.
El templario le pasó fugazmente la punta de los dedos por la mejilla y forzó una sonrisa.
—Eres mi igual, no lo olvides.
Y, como si un ejército de demonios hambrientos los persiguieran, corrieron veloces forzando sus cuerpos hasta lo indecible. Sentía los pulmones como dos brasas candentes, los músculos restallaban en punzadas dolorosas con cada zancada, el corazón bombeaba a un ritmo alocado y les golpeteaba violentamente en el pecho. Parecía que la muralla nunca acababa, como si el maldito portillo hubiera desaparecido como por arte de magia.
Los acelerados cascos de unos caballos se aproximaron peligrosamente. Apretó los dientes, pegó los codos a los costados e imprimió velocidad a las piernas. Álvar, que ganaba terreno, se volvía constantemente a mirarla con preocupación.
Silbidos cortantes surcaron el aire; supo que la guardia los cubría disparando flechas con las ballestas. De repente, Álvar frenó de golpe, la tomó de la mano y la impulsó hacia delante casi tirando de ella.
Por fin, llegaron al portillo. Martín, su hombre de confianza, abrió la puerta. Un último empujón, y entraron en tromba al castillo. Álvar se tiró al suelo, ahogado en jadeos; ella se agachó en cuclillas con la boca abierta para intentar llenar los pulmones de aire.
—Estás convirtiendo en una costumbre esto de entrar a la carrera —bromeó Martín divertido.
—Solo que, esta vez, tendrás que ayudarme a levantarme —repuso con la voz entrecortada.
Bañada en sudor, sofocada pero aliviada, Jimena se incorporó y exhaló profundas bocanadas de aire mientras cerraba los ojos y pensaba en Mencia. Alzó la mirada; desde allí no veía la torre del homenaje. A su mente acudieron las indicaciones del nigromante. Debía atar un pañuelo a la ventana ese día al cernirse el ocaso.
—No lo harás sola.
Álvar, que parecía leerle los pensamientos, se incorporó con esfuerzo.
—Si te entrometes, todo puede malograrse.
Se acercó a ella con decisión; aquella mirada felina amenazaba tormenta.
—Pues le haremos creer que estoy al margen.
—Es demasiado peligroso —replicó ella.
—Lo peligroso es aceptar sus condiciones cuando sabemos que quiere tu vida. ¿O piensas ofrecérsela?
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿he de suponer que tienes un plan?
Jimena se mordió el labio y desvió la mirada.
—Bien, veo que no. Me necesitas y lo sabes.
Martín carraspeó forzadamente. Ambos lo ignoraron.
—Pero él… —insistió ella.
—No hay peros, hemos de trazar un plan. ¿Cuáles fueron sus indicaciones?
Jimena respiró hondo.
—Solo mencionó que atara un pañuelo a mi ventana al ocaso y que lo aguardara en los sótanos.
Martín, que los miraba con extrañeza, alzó una mano para interrumpirlos.
—Creo que debo informaros de algo.
Ambos lo miraron con fijeza. Álvar alzó las cejas expectante.
—Hemos capturado al nigromante.
Jimena abrió la boca con incredulidad; Álvar exhaló un suspiro sorpresivo.
—¡Por Cristo Redentor! ¿Quién es? —inquirió el templario.
—No lo creerás.
—¡Habla! —urgió ella.
—Guillén de Montcada.
Jimena se llevó la mano al pecho.
—¿Cómo… qué… ha pasado?
—Hace dos noches hubo otro asesinato —respondió—. Lo descubrimos al salir de las bodegas con las manos ensangrentadas.
—¡Santo Dios! —murmuró Álvar boquiabierto.
Jimena, trémula, se acercó a Martín; estrujaba las faldas entre las manos.
—¿Qui… quién es la víctima? —tartamudeó con terror mientras trataba de contener la respiración.
—Petronila —contestó—; su esposo está destrozado.
Jimena soltó el aire a pesar de la devastadora noticia. Petronila era una mujer joven y dulce; lamentó aquella pérdida y compadeció al pobre Marcial. Álvar ya cruzaba la arcada que llevaba al patio de armas cuando la mano de Martín se le cerró en el brazo.
—Hay… algo más.
Ambos contuvieron nuevamente la respiración. Jimena sintió que el corazón le comenzaba a galopar en el pecho con tanta fuerza, que temió que se le escapase.
—Cuando se supo, el pueblo se sublevó, montó en cólera, y quisieron ajusticiar a Guillén. Tuvimos un enfrentamiento bastante lamentable. Desde entonces, todas las almas del castillo se han aglutinado en la capilla. Creen que los señores del castillo han sido enviados por Satanás, que conspiran contra Dios mediante rituales de magia negra. —Miró con preocupación a Jimena—. Te creen cómplice de tu esposo, están soliviantados y aterrados. Deberías permanecer oculta para tu protección.
Jimena intentaba asimilar la información al tiempo que el estómago se le revolvía y amenazaba con contraerse en espasmos.
—Pero, ¿y Mencia? ¿Ha sido encontrada?
Martín la miró con asombro.
—¿Mencia?
Jimena se abalanzó sobre él y lo tomó por los hombros.
—Dime que está bien, dime que me espera. —Su voz adquirió un tono agudo alarmante, el pavor la sacudió y le secó la garganta.
—Yo… no sé… No la he visto. Imagino que estará en la capilla con los demás.
Álvar la tomó de la cintura y la volvió hacia él.
—Calma, estará bien.
—Ve a buscarla y dime que está bien.
—Lo haré si prometes esconderte.
Jimena asintió; temió perder el control y decidió calmarse; nada solucionaba al dejarse arrastrar por la histeria.
—El problema es: ¿dónde?
Álvar miró a Martín con el ceño fruncido, intentaba solventar el problema.
—En mi celda —anunció. Martín lo miró reprobatorio—. Yo dormiré en la contigua —agregó.
—Debéis aprovechar el cambio de la guardia para adentraros en las dependencias militares sin ser vistos —aconsejó Martín.
Álvar la tomó de la mano y la arrastró con velocidad, aunque furtivamente, por el patio hasta la escalinata del nivel superior. Pasaron dos arcadas y giraron a la derecha. Allí estaba el establo, pero en su lugar había un amasijo de maderos y paja. De pronto, como un fugaz relámpago que abre los cielos, acudió a su memoria su hermosa yegua. Miró inquisitiva a Álvar, y él negó con la cabeza. Adoraba a ese caballo, lo había criado y lo había domado personalmente; sintió como si le hubieran arrebatado un ser querido; de hecho, lo era.
Subrepticiamente accedieron al edificio anexo, el de la guardia. Escuchó lamentos, toses y ronquidos, también oraciones susurradas, seguramente plegarias. Por fin, llegaron a la celda de Álvar.
Decir que era austera era decir mucho. Tan solo un camastro, un cofre y un crucifijo la adornaban. No había ventanas. Una temblorosa vela apenas los iluminaba.
Jimena se sentó en el camastro y, entonces, pareció como si el peso del mundo le hubiera caído sobre los hombros. A sus pies se abría un abismo que amenazaba con tragarla sin piedad. Cerró los ojos en un fútil intento por contener la congoja. El llanto llegó, y lo dejó correr, deseó que con las lágrimas partiera algo de la pesadumbre que sentía. Álvar se arrodilló frente a ella, le tomó el rostro entre sus grandes y callosas manos y la obligó a mirarlo.
—No permitiré que nada te ocurra —susurró con infinita ternura—. Saldremos de aquí, te lo prometo; te sacaré de este infierno si en algo estimo mi valía.
Se sumergió en la plateada y penetrante mirada del hombre que amaba y se vio correspondida en la misma medida. Su corazón se encogió más si cabía.
—Aquellos a quienes amo terminan por dejarme. La fatalidad los arranca de mi lado, como si me persiguiera una maldición. Temo amar como temo a la soledad y, sin embargo, no hay nada que pueda hacer excepto alejarlos de mi lado.
—En verdad —comenzó Álvar con expresión dulcificada y voz cálida y melodiosa—, tu destino ha sido ingrato, pero no cargues además con toda la culpa.
Le pasó los dedos por la mejilla con una delicadeza y dedicación estremecedoras.
—Como bien sabes, podría haber obrado de distinto modo.
Los ojos de Álvar se posaron en sus labios, que parecieron despertar en reclamo de alivio. Un hormigueo los recorrió, los humedeció casi sin darse cuenta, y la mirada del hombre brilló.
—Ciertamente —convino—, pero errar es humano, y en el arrepentimiento se halla el perdón. Además —hizo una pausa en la que se deslizó la mano tras la nuca para enredarse los dedos en la melena—, haber sido objeto de tu amor bien merece las penurias venideras.
—Álvar… —gimió ella, presa de un anhelo que la flagelaba.
—Shh… sé lo que quieres, es lo mismo que me desgarra a mí.
Y entonces le apresó con fuerza la nuca y la atrajo hacia su boca abierta. El beso fue brutal, como dos tormentas deseosas de descargar su furia. El hambre acumulada, el miedo a perderse, el dolor, la frustración por reprimir aquello que sentían los sepultó bajo la losa de una pasión huracanada.
Álvar la devoraba, le exploraba la boca, le succionaba la lengua, le mordía los labios y ella otorgaba el mismo favor con la misma desesperación. Parecían no saciarse nunca, por el contrario, el hambre crecía. Jimena atrapó los largos y suaves cabellos del hombre entre las manos y los apretó con fuerza. Álvar la abrazaba y manoseaba hoscamente.
Ella se apretaba sinuosa contra él, deseaba fundirse en su cuerpo, solo así encontraba solaz: al ser parte integrante de sí misma. No solo era atracción física, no; era algo más vital, más primario, era como si su alma incompleta hubiera hallado un soporte, una razón, un final, todo. La tormenta declinó, y lograron separarse. Jadeantes se miraron arrebolados y casi asustados por lo que sentían.
—Me temo que es inútil luchar contra esto —comenzó él— mientras te tenga cerca.
—¿Crees que la distancia nos ayudará?
Pareció meditar un instante y, a continuación, musitó:
—No lo sé, rezaré para que así sea.
—Tus rezos serán vanos —vaticinó.
Álvar le dedicó una media sonrisa arrebatadora. El hoyuelo se le expandió, los gatunos ojos grises centellearon.
—Si lo son, te buscaré hasta en el más recóndito lugar de este mundo.
—No dejes que me vaya entonces.
—Tenerte cerca obnubila y abotarga mis sentidos, señora mía; apenas soy capaz de discernir si es de día o de noche.
Fue ella la que sonrió.
—No soy la única culpable de eso, templario; el cansancio que sientes te confunde, sin duda.
Álvar sacudió la cabeza con energía, le costaba tener los ojos abiertos.
—Duerme mientras yo me ocupo de todo, te mantendré al tanto.
Jimena le acarició la mejilla.
—Lo intentaré, mas eres tú quien debe entregarse a los brazos de Morfeo; apenas te mantienes en pie, mi ángel guardián.
—¿Sabes? Desde la primera vez que te vi, me inspiraste un fuerte instinto de protección. Mi destino, sin duda, es este.
—Y, el mío, amarte.
Álvar la miró largamente; la emoción lo embargó. Se puso en pie y salió de la celda.
Tras dormitar algo, se puso en pie y se frotó la cara con energía. Le dolía hasta el alma. Salió al patio y se lavó someramente con agua fría. Algo más reanimado, fue a buscar un contundente almuerzo que silenciara las ruidosas exigencias de su estómago. Comió con voracidad bajo la atenta mirada de sus hombres.
—A este paso, nos obligará a salir otra vez de excursión —murmuró Bernardo con sarcasmo.
—Ni hablar, prefiero comer piedras antes que salir ahí fuera.
Los hombres rieron jocosos.
—No quedan piedras, se las hemos lanzado a los almohades; tendrás que darle bocados a los muros —bromeó Durán.
—En ese caso, rendiré el castillo en favor de mi dentadura.
—Tendrás que rendirlo de todos modos —intervino Martín—, la situación es ya insostenible.
—Ya lo había pensado, y lo haré —admitió Álvar—, pero cuando todo esto se aclare. He de interrogar a Guillén y calmar las aguas.
—Ambas cosas te serán difíciles, hermano mío: ni Guillén quiere hablar, ni las aguas se calmarán; más bien, al contrario. Ese condenado clérigo se dedica a caldear los ánimos con infames letanías.
—¡Maldito Ambrosio! Ese hombre está trastornado; ha estado incordiando desde que llegamos, hay que poner en su sitio a ese fanático.
—Todo tuyo, yo solo tengo ganas de pegarle un puñetazo —confesó Martín.
—Bien. —Álvar se sacudió las migas y se puso en pie—. Primero interrogaré a Guillén, luego me ocuparé del padre Ambrosio.
—Tal vez, si lo entregamos al pueblo, se apacigüe el ánimo popular —aventuró Durán—. Lo que le hizo a esa pobre muchacha no tiene nombre.
—Imagino que fue similar a lo de Isabel —musitó Álvar.
—Fue peor, se cebaron con ella, tuvimos que enterrarla deprisa. No permitimos que nadie la viera, excepto su esposo, no pudimos detenerlo. El pobre Marcial perdió la cabeza. Nunca vi un hombre tan roto.
Álvar tragó saliva. A pesar de sospechar de Guillén, todavía le costaba aceptar que fuera capaz de semejante atrocidad.
—No hay tiempo que perder.
Salió rumbo a los calabozos. Lo encontró tumbado en el jergón, boca arriba, con las manos cruzadas sobre el pecho como los antiguos faraones egipcios. Miraba al techo, imperturbable, ausente por completo de cuanto lo rodeaba, perdido en su propio mundo.
Álvar lo llamó, no obtuvo respuesta. Alcanzó la llave y abrió la reja. No le dejaba otra opción. Se inclinó sobre él, lo alzó de la pechera de la chaqueta y lo sacudió como si fuera un muñeco de trapo.
—¡Maldita bestia inmunda!
Le propinó un tremendo puñetazo; se habría desplomado si lo hubiera soltado.
—Confiesa o te entregaré a la plebe. ¿Qué pretendías? ¿Para que querías el cofre? —amenazó.
Guillén pareció despertar del letargo, lo miró con extrañeza y se pasó la lengua por la ensangrentada comisura de la boca.
—¿Dónde está mi esposa?
—Lejos de aquí, a salvo de tu locura.
—Gracias a Dios.
Álvar lo sacudió de nuevo.
—¡Habla, miserable!
—No fui yo, me tendieron una trampa.
El templario pegó la frente a la del hombre y lo fulminó con la mirada.
—Tenías las manos ensangrentadas, te sorprendieron cuando escapabas.
Guillén negó frenético con la cabeza, su rubio y lacio cabello le cayó descuidado sobre los asustados ojos.
—¿Has preguntado a tus hombres qué hacían allí? —inquirió trémulo—. Estoy seguro de que fueron alertados por la misma persona que me citó en la bodega.
Álvar lo soltó, Guillén se derrumbó sobre el camastro; estaba pálido y temblaba.
—¿Conservas la nota?
—Yo… creo que la dejé en mi biblioteca. Dios… —Hundió el rostro entre las manos, sus hombros se agitaban—. Aquella mujer… —Hizo una pausa, parecía realmente afectado—. Le arrancaron los párpados… Yo solo quería cubrirle la cara, tropecé y ¡Dios mío! Caí sobre ella. —Ahogó un sollozo, se pasó las manos por la alborotada melena y cerró los ojos para recomponerse—. Toda esa sangre, yo nunca imaginé…
—¡Basta! —exclamó Álvar—. No hay pruebas que puedan salvarte el pellejo, incluso, si hallamos la nota, no será suficiente para exculparte. Siempre sospeché de ti.
Guillén abrió los ojos sin poder salir del asombro.
—De lo único que soy culpable es de estar casado con la mujer que deseas.
Álvar le sostuvo la acusadora mirada, los vidriosos ojos verdes de Guillén chispearon con furia.
—Sí, qué conveniente quitarme de en medio, ¿verdad? —escupió con el rostro desfigurado en una mueca de amargura—. Y, mientras tanto, un peligroso asesino campa a sus anchas por el castillo. Fuisteis vosotros quienes saqueasteis tumbas en Tierra Santa más allá de los grandes desiertos de Oriente. Vosotros trajisteis ese libro de Antioquía y la garra de Jerusalén, despertasteis el mal que ocultaba. El Grimorio de San Cipriano está repleto de invocaciones para despertar al mal: solo necesita la garra para completar el hechizo.
Álvar sintió como si lo hubieran golpeado.
—¿La garra?
Guillén volvió a hundir el rostro en sus manos ahuecadas. Los hombros hundidos mostraban su aflicción, su terrible abatimiento.
—¿Cómo demonios sabéis todo eso?
—Colecciono viejos manuscritos, tratados y libros de todo el mundo. Hace unos años, durante uno de mis viajes a Wessex, adquirí los tratados médicos de Galeno e Hipócrates. El mercader me ofreció un ajado diario que había pertenecido a un templario prófugo. En él, narraba el descubrimiento de aquel libro y contaba cuanto sabía de él, parecía muy versado en magia negra. También mencionaba el vínculo con una garra que había sido propiedad del rey Saúl, convertido en una bestia, y que ambos elementos eran necesarios para la invocación de Adonay. Por eso, supe interpretar el pentáculo, pero el inverso. Solo soy culpable de mi sed de conocimiento y de mi hambrienta curiosidad. Acabo de aclarar todas tus sospechas.
Aquello explicaba prácticamente todas sus suspicacias, excepto una.
—¿Por qué permanecías despierto todas las noches hasta altas horas?
Guillén lo miró con dolor. La implicación de aquella pregunta mostraba con claridad el grado de complicidad que tenía con Jimena. Los labios le dibujaron una sonrisa cínica en el rostro.
—Nunca bebí esos brebajes. Conozco a la perfección las propiedades de las plantas. Mi dulce esposa creía engañarme, y yo la dejaba pensar que era más inteligente que yo. —Hizo una pausa en la que se contempló los largos dedos de la mano mientras los abría y cerraba—. Pude haberla matado innumerables veces y no lo hice. Aunque he de confesar que, en ocasiones, ganas no me faltaron. Sin embargo, el corazón se impuso a pesar de conocer sus defectos, su fría manipulación, aquella estúpida misión. La dejé hacer, pues no me molestaba en mis coqueteos con la alquimia. —Entornó los pequeños y tristes ojos apagados y de nuevo sonrió con acritud—. Practico la alquimia, eso hacía por las noches.
Álvar creyó escuchar los resortes de su cerebro colocar las piezas en los lugares correctos. Escudriñó el rostro del hombre y, de algún modo, supo que no mentía.
—Creo que tienes un serio problema, monje, aunque sin duda menos grave que el mío.
Ya se marchaba, cuando Guillén lo detuvo en seco con una pregunta inesperada:
—¿La amas?
Álvar se volvió a mirarlo, pero no contestó.
—¿La amas lo suficiente como para dejar la Orden, abandonar tus creencias, entregar incluso la vida por ella?
Guillén clavó sus acuosos ojos en él como intentando indagar en su alma.
—Vaya, veo que tenemos algo en común, con una salvedad a tu favor; que te corresponden.
Álvar sintió su amargura, su decepción y su desesperanza. Fiel reflejo del hombre que camina al cadalso con el convencimiento de una muerte pronta y agónica. Lo compadeció. Siempre pensó que cada hombre elegía su destino, no obstante ahora comprobaba que también el destino elegía a los hombres, otorgaba gracias y arrebataba bondades.
—No te apenes por mí —murmuró cuando leyó con acierto su rostro—. Un hombre no puede perder lo que nunca tuvo.
—Si descubro que eres inocente, te liberaré.
—Siempre temí este final para mí. ¿Qué otro destino puede aguardar a una vida llena de ocultismo y experimentación? Vivir al otro lado de la sociedad y la religión no es fácil, y conlleva un precio. Lo que resulta irónico es pagarlo por algo tan inesperado.
Álvar abandonó las mazmorras como si el corazón se le hubiera emplomado. Sentía su peso tirando de él ominosamente hacia un pozo inmundo y maloliente. La sensación de angustia se acrecentaba a cada paso. Nunca había estado tan perdido y necesitado de consejo.
Había un verdugo entre ellos, un nigromante depredador desesperado por completar un ritual maléfico. Y no tenía la más mínima idea de quién podía ser. Deseó poseer el don de la clarividencia, deseó ser iluminado por el Creador hacia una señal indicativa, una pista, algo que lo sacara de la negrura que lo invadía. Jimena estaba en grave peligro, y solo se le ocurría una cosa. Él tenía lo que ese hombre ambicionaba; entonces, sería ese el cebo para encontrarlo.
Maduró aquel pensamiento mientras caminaba meditabundo hacia la capilla. Mucho antes de llegar, acudieron a sus oídos decenas de voces que susurraban al unísono con una cadencia rítmica y tono sombrío, como el arrullo lejano de una ola que avisa de su llegada inminente. Por algún motivo sintió un escalofrío, apretó los puños y atravesó los portalones. El arrullo creció y rompió en la arena bajo los pies.
Ver a casi toda la congregación en actitud oratoria, repetir salmo tras salmo, inclinar la cabeza en una siniestra sincronía, como una marea que se alza peligrosamente contra un abrupto acantilado, le puso los pelos de punta.
La marea creció en intensidad y violencia ante los vociferados rezos del infame acólito que los incitaba. Ambrosio de Nimes estaba en trance. Sus vacuos ojos, de un azul tan pálido que parecía desprovisto de color, parecían mirar dentro de sí, preso de un paroxismo febril.
Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, los brazos estirados hacia el techo, y de sus finos y arrugados labios emanaban siniestras y horripilantes frases que evocaban el infierno y a las almas que allí se retorcían presas de torturas escalofriantes. Luego mencionaba una plegaria a Dios y de nuevo regresaba con perversidad a aquellas aterradoras descripciones del averno.
Álvar, completamente anonadado, indignado y asqueado, avanzó con decisión hacia el altar para enfrentarse con el clérigo.
—¡Deteneos! —gritó colérico—. Parad esta infamia, esta absurda locura.
Entonces el anciano recuperó la consciencia y lo taladró con la mirada. Le pareció percibir una débil y triunfal sonrisa en su semblante, lo que lo desconcertó. De pronto se sintió en peligro; su instinto no solía fallar. Se puso alerta y empuñó con cautela la espada.
—¿Locura decís? —comenzó el padre—. ¿Consideráis locura rezar al Creador, pedir por nuestros pecados, cobijarse en la casa de Dios en busca de consuelo? —Desvió su airada mirada hacia la congregación y se dirigió a ellos—. Pero ¿qué podemos esperar de un sacrílego inmoral, un monje profano que traiciona vilmente las vestiduras, incapaz de controlar la lujuria?
Álvar observó a la gente que asistía y fruncía los ceños con disgusto. Estaba consiguiendo su propósito: indisponerlos contra él.
—¿Estáis dispuestos a pagar los pecados de los señores que os gobiernan, o los detendréis en favor de la salvación de vuestras almas?
La muchedumbre comenzó a alzarse con cólera. Los susurros eran ya quejas y exabruptos agraviados. Varios hombres rudos, de dimensiones importantes, salieron al pasillo para interceptarle el paso.
—Hay que arrancar al mal de raíz, hijos míos, sin contemplaciones ni miramientos, sino enérgicamente y con decisión. Ellos son la mala hierba que ha emponzoñado una tierra pura y fértil, una tierra que tenemos que sanar, Dios os lo pide.
Álvar retrocedió hacia el altar, desenfundó la espada y la alzó a modo de protección.
—¡Callaos, Dios no pide la sangre de nadie! —gritó a pleno pulmón.
Pero Ambrosio de Nimes continuaba en el púlpito con un único objetivo: él.
—Dios está colérico ante vuestra pasividad —gritó enardecido—. Mirad a vuestro alrededor, os manda tragedia tras tragedia. ¿Qué más necesitáis para despertar? Tan solo hay dos caminos en la vida de un hombre: consentir la maldad o enfrentarla. Satán reina en este castillo, ellos le abrieron las puertas, es hora de luchar y de expulsar el mal.
El primer hombre saltó sobre él seguido del resto. Álvar lanzó una patada y lo golpeó en el pecho. Del impulso hacia atrás derribó a sus compañeros, que cayeron uno tras otro sobre las losas del pasillo. Las mujeres gritaron, los niños lloraron y la totalidad de los hombres allí reunidos saltó frenéticamente sobre él. El lugar se convirtió en un pandemónium enloquecedor.
No quería derramar la sangre de nadie y, al ver que su espada no amedrentaba a ninguno de los presentes, la enfundó y comenzó a retroceder mientras golpeaba a diestra y siniestra para quitarse a los hombres de encima. Caminaba hacia atrás de forma progresiva, esquivaba golpes y también los propinaba, pero, a pesar de su bravura y experiencia, fue rodeado y derribado.
Lo superaban en número de manera bastante desequilibrada a su parecer, casi una veintena de hombres enloquecidos lo golpearon y patearon con violencia, como poseídos por una ira aterradora que les enrojecía los rostros y les desfiguraba las facciones; si había algún demonio en el castillo, sin duda, se encontraba dentro de ellos.
Estallidos de dolor continuo le recorrieron el cuerpo, tensó cada uno de los músculos y apretó los dientes. Se enroscó de costado, se protegió la cabeza con los brazos cuando escuchó varios gritos que provenían de la entrada. Milagrosamente los golpes cesaron.
La maraña de cuerpos que había sobre él se diluyó, y Álvar logró mirar por debajo del codo izquierdo. El pasillo se abrió ante él y vio a Martín espada en mano que avanzaba con paso decidido como Moisés con su vara abriendo las aguas del Mar Rojo para que pasara el pueblo de Israel. Álvar suspiró aliviado y se puso de pie; a ese ritmo su cuerpo entero rivalizaría en tono con una ciruela madura.
—Entre extenuantes carreras y continuas palizas, vas a conseguir convertirte en el mártir de la Orden.
Martín le sonrió sin dejo de diversión en la mirada.
—En mártir, no sé; pero en víctima, te aseguro que lo intentan.
Tras él, un numeroso contingente de guerreros templarios apuntaron las espadas contra la muchedumbre amansada. Álvar miró en derredor para comprobar lo que suponía: Ambrosio había desaparecido.
—¿Bloqueasteis el portillo de su celda?
—Clavamos maderos a él. Nadie puede entrar ni salir de esos pasadizos.
—Tenemos que capturar a ese condenado clérigo.
Martín asintió y observó a la gente arremolinada en la entrada contra los muros. La enajenación se había tornado miedo.
—Será mejor encerrarlos por grupos en las celdas, también por su protección —propuso.
—De acuerdo —convino Álvar—, pero que sean atendidos decentemente, pon varios guardias a su cargo.
—Ahora busquemos a Ambrosio, entreguemos este castillo y larguémonos tan lejos como podamos de esta pesadilla.
Álvar negó con la cabeza con expresión circunspecta.
—Esto no ha acabado —susurró—, el nigromante sigue libre.
Martín abrió los ojos con asombro, tragó saliva e inclinó la cabeza hacia arriba. Contempló los arcos de medio punto que sujetaban las bóvedas sobre sus cabezas, cerró los ojos y resopló con hastío.
—De todos los infiernos que hemos compartido, este empieza a preocuparme.
Esta vez fue Álvar quien rio.
—¿A ti? Pero si este es mi infierno particular —replicó con mordacidad.
Martín le echó el brazo por encima del hombro y lo sacudió animoso.
—Allí donde tú estés, hermano mío, estaré yo. Y, ahora, cuéntame tu conversación con Don Guillén de Montcada. No te preocupes por ese viejo loco, sin rebaño que manejar, el pastor pierde su mando.
—Aun así, no subestimes una semilla seca; con tan solo una gota de lluvia, puede revitalizarse lo suficiente para convertirse en una planta monstruosa.
—La única gota que va a recibir será la de la extremaunción.
—Mencia no está entre ellos —comentó Álvar—. Debemos registrar hasta el último rincón del castillo y encontrarla. Maldita sea, no puede haber desaparecido.
—Puede que sí, ya todo es posible.