CAPÍTULO 18
Habían pasado cinco días de opresivo y desquiciante encierro. Y, entre la barahúnda del combate, el silencioso rencor de Guillén y la ausencia de Álvar, la situación se le hacía insostenible. Si no salía de ese cuarto, acabaría perdiendo el juicio. Eligió un vestido al azar y, en ausencia de Mencia, que preparaba la racionada comida, se vistió y salió rauda de la alcoba.
La torre estaba vacía, a excepción de un grupo de niños que correteaba en un rincón. Salió al patio. Unos hombres trabajaban en una especie de catapulta de torsión, y otros portaban grandes barreños de agua. Varios grupos subían a los adarves de las murallas cargados con fardos de flechas; otros llevaban a su espalda hatillos repletos de piedras. Jimena se dirigió al arco abovedado que cobijaba la escalinata que conducía al nivel inferior; el otro acceso era una rampa por la que subían carros y caballos, demasiado concurrida para lo que tenía en mente.
Lo encontró en el tercer nivel, en el frente oeste. Estaba en el torreón circular; oteaba el horizonte con ceño preocupado. Se embebió de aquella imagen. El viento ondeaba su larga y rebelde melena oscura y despejaba un perfil apolíneo. La marcada línea del mentón, la barbilla levemente abultada y tachonada por un hoyuelo juguetón, la boca amplia de labios perfectos, la nariz recta, los pómulos altos, los ojos rasgados y levemente hundidos, de mirada gatuna, grises como un cielo invernal y frente despejada y orgullosa.
Jimena suspiró. Su primer impulso fue correr hacia él y echarse en sus brazos; el segundo, besarlo apasionadamente; y el tercero, arrastrarlo a su cuarto, encerrarlo y tirar la llave. Respiró hondo, pidió fuerzas al Altísimo y silbó con todas sus fuerzas. Sintió un leve pinchazo en el costado. La herida ya se había secado y le picaba, pero nadie le había retirado el hilo de sutura. Y ella solo deseaba que una persona se ocupara de ese menester. Se llevó los dedos a los labios para silbar de nuevo cuando unas manos le apresaron la cintura y la arrastraron contra la muralla.
—Aquí corréis peligro, señora.
Los pardos ojos de Damián se clavaron en ella. Jimena colocó las palmas de las manos contra el pecho del hombre y, malhumorada por su irrespetuosa proximidad, intentó empujarlo para alejarlo de ella.
—¡Soltadme!
—No hasta que os devuelva a vuestros aposentos. Es una temeridad andar por el patio. No dejan de caer proyectiles; los trabuquetes son muy certeros.
—No necesito ayuda —se quejó.
En ese instante, un proyectil impactó justo encima del techado de cañizo de la herrería frente a ellos. El ensordecedor estruendo los sobresaltó. Damián la cubrió con su cuerpo. Una nube de polvo los envolvió, y pequeños guijarros salieron despedidos en todas direcciones. Jimena, con el corazón en la boca, se arrebujó contra el hombre, temblorosa y asustada. El capitán la tomó de los hombros e inclinó la cabeza; sus bocas estaban demasiado cerca.
—No temáis, os protegeré con mi vida; y lo sabéis.
En su ronca voz resaltaba una emoción evidente. Jimena, incómoda, asintió y de nuevo apoyó las manos en el hombre para separarlo. El contacto pareció enajenarlo y, ante su sorpresa, la estrechó con fuerza y rozó sus labios contra los de ella.
—¡Aparta tus manos de ella! —bramó una voz grave y furiosa.
Damián retrocedió alterado; no le dio tiempo a nada más. El puño de Álvar se estrelló contra su mandíbula. El capitán cayó a plomo contra el suelo. Sin embargo, aunque aturdido, logró ponerse en pie con ligereza y contraatacó colérico. Lanzó un tremendo puñetazo contra Álvar, que supo esquivar y aprovechó el impulso del golpe para agarrar el hombro de Damián y lo estampó contra la muralla. Rápido como el rayo, le sujetó dolorosamente el brazo a la espalda, se pegó a él y le colocó una daga en el cuello. Jimena ahogó una exclamación.
—¡Deteneos! —gritó asustada.
Álvar se detuvo y clavó en ella una mirada iracunda.
—Jamás volváis a enfrentaros a mí —amenazó a Damián—. Ni os acerquéis a ella. No suelo repetir mis advertencias.
Lo soltó con brusquedad y se cernió sobre ella con el rostro contorsionado por la furia que convertía al mitológico Ares en un inocente y dulce querubín en comparación. La agarró por el brazo y la llevó a empellones rumbo a la torre.
—¡Me haces daño, patán! —Jimena se revolvió airada contra él.
No la miró, pero continuó el brusco ascenso por la escalinata con más vehemencia.
—Eres tú la agresora —acusó entre dientes.
Entre jadeos, maldiciones y patadas, Jimena fue arrastrada de manera inclemente. Trastabilló en un par de ocasiones, pero Álvar no redujo la velocidad, muy al contrario, la sacudía con más energía. Jimena, furiosa y jadeante, le pateó la espinilla.
—¡Maldita bestia inmunda! ¡Suéltame! —gritó desesperada.
La mirada de él la taladró; en su plateado iris refulgían rayos y centellas, nubes oscuras y pesadas cargadas de reproches, amenazas y decepción.
—Bestia inmunda, ¿eh? No te parecí muy inmundo la otra noche, perra casquivana sin escrúpulos —increpó fiero.
No llegaron a la torre; la condujo al almacén de grano, abrió violentamente la puerta y la lanzó dentro. La muchacha cayó torpemente sobre un enorme saco de cebada, que derribó en la caída. Álvar cerró la puerta tras él y se cernió sobre ella. Jimena vislumbró con claridad la furia en sus ojos.
—¡No des un paso más o gritaré con todas mis fuerzas! —amenazó temerosa.
—Grita cuanto te plazca, nadie te escuchará, además, pienso amordazar tu boca… —Álvar, rápido y ágil, cayó sobre ella y la inmovilizó contra el suelo. Le aferró las muñecas, las elevó sobre su cabeza y pegó su rostro al de ella—… con la mía.
Y la besó con saña. Fue un beso duro, salvaje, atroz, desesperado. Jimena sintió ganas de llorar; se debatía retorciéndose como una culebra atravesada por una daga. El cuerpo del hombre, pesado como una roca, la fijaba al suelo y la sumía en la frustración y la rabia.
Las manos de Álvar profanaron su cuerpo con brusquedad y hambre. Rasgó enfebrecido el escote de la túnica para hundir el rostro entre sus senos. Con las rodillas le abrió las piernas, y se coló entre ellas.
Jimena se vio sacudida por el terror. Sintió el frío acero de la cota de malla que le rozaba la cara interna de los muslos. A su cabeza acudieron imágenes horrendas. Vio al padre Osorio inclinado sobre su madre, forzándola, torturándola. La repulsa y el odio se apoderaron de ella. No, pensó, así no. Iba a forzarla. Redobló sus esfuerzos por escapar a pesar de saberlos fútiles.
—¡Eres mía, de nadie más! —exclamó perdido ya todo el control—. Y voy a demostrártelo.
—No —rogó ella—. Así no, te lo suplico.
—¡Mía, mía, mía…! —repetía incesante.
Álvar de nuevo le apresó los labios. La besó con violencia desatada, con desesperación, con ansia. Jimena arqueó el cuerpo agotando sus últimas fuerzas, pero era como intentar levantar una enorme losa adherida al suelo. Solo se le ocurrió una cosa. Le mordió la lengua. El hombre gimió dolorido y se apartó raudo. Entonces la miró. Vio con asombro las lágrimas que le anegaban los ojos, vio miedo y angustia. Y la consciencia lo golpeó con fuerza. Había estado a punto de… Se retiró de su cuerpo y se puso en pie. Se pasó las manos por el cabello en un ademán nervioso. La ira dio paso al asombro, al arrepentimiento y, finalmente, a una angustia que le contorsionó el rostro en una mueca dolorosa.
—Yo… —comenzó en un hilo de voz—. No sé cómo… Discúlpame, perdí la cabeza.
Jimena, aturdida, se puso en pie, se limpió las lágrimas y lo miró con rencor.
—Resulta dolorosamente evidente lo que piensas de mí, templario. Y solo quiero decirte algo: la próxima vez que oses acercarte, te clavaré una daga en el corazón.
La congoja y la vergüenza tiñeron el semblante del hombre. Abatido, fue incapaz de sostenerle la mirada.
—No soy como crees. Damián me encontró desprevenida, aunque reconozco que el resultado es el fruto de mi cosecha. Y, naturalmente, como me entregué a ti, piensas que es un comportamiento natural en mí.
Las lágrimas seguían brotando descontroladas. Jimena hipó y repitió, terca, el gesto de secar sus mejillas con el dorso de la mano.
—Me sentí inexorablemente atraída por vos —reconoció—; de otro modo, jamás habría conseguido hacerlo. Yo… me equivoqué en todo, no te necesito en ningún aspecto. Para ti, tan solo soy una sierva de Satán, lujuriosa y pecaminosa, y seguro que vuelcas sobre mí tu propia debilidad. Pues bien, se acabó, vuelve a tu redil, al sendero de la rectitud y la hipocresía.
Jimena pasó por su lado como una centella y salió del almacén con el cabello alborotado, contrita y desolada. La pena que la sacudía le robó el aliento, se derrumbó junto a la muralla y sollozó incontrolada.
—¡Jimena! ¿Qué ocurre?
Unos brazos la envolvieron, unos ojos verdes la miraron con alarma. No podía a hablar; se limitó a negar con la cabeza. Guillén la sujetó por los hombros y, entonces, reparó en el lamentable estado de su vestido.
—¿Quién… quién te ha forzado? —bramó con los ojos inyectados en sangre y la boca desencajada.
—Nadie, me caí —mintió apresurada.
Guillén contempló ensombrecido el escote rasgado por el que asomaba una buena parte de la curvatura de sus senos. Su rostro, congestionado por una furia ciega, enrojeció como el acero templado en una forja crepitante.
—¡Maldición! ¡Juro que lo mataré!
—No, no es lo que piensas —gimoteó.
Jimena se cubrió con una mano, mientras que con el antebrazo de la otra se limpiaba la humedad de las mejillas. Guillén apretó los puños y resopló furioso; miró a su alrededor. En un rápido gesto, se despojó de la capa y la cubrió con ella.
—¡Vamos! Aquí no estás segura, en la torre me lo contarás todo.
La llevó raudo hasta el torreón; en el camino se cruzaron con varias cuadrillas de soldados que los miraron curiosos. Cuando atravesaron el portalón, Mencia les salió al encuentro.
—¡Gracias al cielo estáis bien! —exclamó soltando el aliento—. Os busqué por todo el castillo, niña —recriminó ceñuda con los brazos en jarra. Pero cuando reparó en su afligida expresión, su contrariado semblante mostró alarma.
—¡Santo Dios! ¿Estáis bien?
Jimena apenas pudo asentir. Guillén ya la empujaba escaleras arriba ante el mudo asombro de la doncella. El círculo de mujeres que cosían, nerviosas, en el salón la miraron con reprobación. Aura murmuró algo en el oído de Petronila. Entraron en la alcoba. Jimena se desasió hoscamente de Guillén y se tumbó en la cama, hecha un ovillo. La herida del costado le dolía.
—Necesito estar sola —musitó.
El hombre negó con la cabeza. Sus delgados labios habían perdido todo el color; por el contrario, sus mejillas mostraban un rubor delator. La furia lo sacudía sin misericordia.
—No pienso salir de aquí hasta que nombres al agresor —silbó entre dientes.
—No le vi la cara —improvisó agitada.
Se abalanzó sobre ella, la tomó por los hombros y la sacudió amenazante. La muchacha ahogó una exclamación.
—¡Mientes! —vociferó—. Lo que no logro entender es la razón, maldita sea, ¿por qué demonios…? —Sus ojos verdes, levemente saltones, se abrieron desmesurados ante el impacto de la revelación que comenzó a abrirse camino en su mente—. Lo proteges —musitó atónito.
Jimena, llorosa, negó entre lágrimas. Su fortaleza e ingenio pugnaban débilmente por emerger bajo el doloroso yugo de los recuerdos de aquella nefasta y trágica noche que lo había cambiado todo. La imagen desgarradora de su madre le derrumbaba el ánimo. ¿En verdad el fin justificaba los medios? ¿En qué se había convertido?
Debía centrarse, alejar la angustia, pero ¿cómo borrar el rostro lujurioso de Damián, la locura de Álvar y la desesperación de Guillén sin sentir que el lacerante punzón de la culpa le horadaba el pecho? Se sentía acorralada, débil y sin los recursos suficientes para afrontar la situación; necesitaba pensar, recomponerse, encontrar apenas una pizca de entereza a la que asirse.
—¿Quieres un culpable? —inquirió abatida.
—Quiero hundir mi acero en él.
Jimena alargó con velocidad la mano hacia la empuñadura de la espada que Guillén portaba en el cinto y la desenfundó en un ágil movimiento.
—¡Húndelo entonces!
Y se apuntó en el pecho. Guillén clavó su asombrada mirada en ella. Por un angustioso instante pareció indeciso, desgarrado por dos emociones contrapuestas. Finalmente cerró los ojos y alejó el arma de ella.
—A veces, deseo tu muerte —confesó en un hilo de voz, rota y agonizante—, pues creo que contigo desaparecería mi sufrimiento; sin embargo, sé que sin ti mi vida dejaría de tener sentido; te odio y te amo en igual medida, y eso, Jimena, es la tortura más atroz que un hombre puede soportar.
Jimena le sostuvo la mirada; vio tanto dolor en ella que se mortificó un poco más.
—Y, a veces —comenzó ella en apenas un susurro—, creo que la muerte es la única liberación posible al cautiverio de una existencia sometida a un destino impuesto.
Guillén la soltó, se frotó rudamente el rostro en un gesto impaciente, resopló y la fulminó con la mirada.
—No me consuela saber que no soy la única víctima de tu ponzoñoso hechizo. Sin embargo, sí soy la más humillada dada mi condición. Ahora mismo, no sé si correr y matar a ese condenado monje o compadecerme de él. —Soltó un bufido del que emergió una sonrisa despectiva—. Aunque, en tal caso, las condolencias serían mutuas.
Se irguió con los hombros vencidos y el semblante sombrío.
—No me engañas a mí, te engañas a ti misma —continuó con despecho—. Te escudas en esa mísera y estúpida misión que heredaste de tu madre, te convences de manipular a los hombres a tu antojo solo por liberar a la humanidad de la opresión eclesiástica. Y la única verdad es que la única culpable de tus actos es tu propia y perniciosa naturaleza libidinosa y cruel, tu propia ambición. Pero ve con cuidado, querida, lo que cultivas en la tierra corre el peligro de germinar.
—¡Vete, déjame sola!
—Comulgo con eso —musitó mientras se dirigía a la puerta—. Pues temo no poder controlar tu reciente ofrecimiento.
Y salió. Jimena rompió en llanto. No, pensó, no podía derrumbarse en ese momento; no obstante, las lágrimas brotaban incesantes. Algo en su interior se había quebrado, y por esa hendidura se filtraba la duda, la tan tentadora rendición. Apretó los puños, los dientes y gruñó. Buscó en su interior la furia que siempre la impulsaba y que la alejaba del abatimiento, también de su conciencia. No, repitió para sí. Nada la detendría, ni siquiera la debilidad de unos hombres que se rendían con tanta facilidad ante su influjo. Ellos eran tan culpables como ella, si no más.
En ese instante, se abrió la puerta de su alcoba. Mencia la saludó con una sonrisa compasiva; en sus manos portaba una jarra con la habitual infusión, a pesar de casi no necesitarla ya.
—No pienso tomarme esa belladona —advirtió con un mohín de disgusto.
—En tal caso, tendré que obligarte; además no es la belladona, es hamamelis; terminará de bajar la inflamación de la herida. —Le echó una mirada escrutadora y añadió—: Y, tal vez, de esos ojos tan hinchados que luces.
Jimena le sostuvo la mirada sin replicar, tomó con brusquedad la jarra y la bebió de un trago.
—¿Satisfecha?
Mencia negó con la cabeza.
—No hasta que me cuentes qué ha ocurrido.
Jimena bajó la mirada al suelo, solo deseaba el consuelo de un sueño reparador y tal vez de un abrazo. Mencia pareció leerle el pensamiento. La atrajo hacia sí y la cobijó en su gran pecho. Jimena se dejó acunar y se deleitó en su calor y en el palpitante cariño que de ella emanaba.
Un sopor intenso comenzó a invadirla, sin embargo, no era el cansancio habitual, ni la antesala de un sueño reconfortante; era otra cosa, algo inquietante y oscuro, una especie de opresión extraña que la desasosegaba.
De inmediato, una alarma comenzó a resonar en su interior, aguda e insidiosa. Intentó hablar, pero sus labios no se movieron; intentó alargar la mano, pero descubrió horrorizada que ya no era la dueña de su cuerpo, sus párpados se cerraban lentamente y la privaban de la visión. Un terror atroz la envolvió, estaba atrapada dentro de su propio cuerpo, plenamente consciente de cuanto ocurría a su alrededor. Gritó dentro de ella, en su mente, donde el caos campaba libre y despuntaba en un horror extremo. Luchó contra la angustia más intensa que había sentido jamás.