CAPÍTULO 14

El ocaso vistió los campos de bermellón y oro y oscureció relieves y rincones. Los destellos de un sol moribundo se perdían lánguidos en el horizonte, alargaban las sombras y cedían su reinado a la noche, que ya coronaba el cielo con una luna sonriente.

Álvar contemplaba absorto el atardecer, estaba sumido en sus pensamientos cuando un vigía lo requirió en la muralla sur. Había avisado a sus hombres que vigilaran cualquier movimiento de las tropas enemigas en dirección a la derruida capilla exterior. Cualquier acercamiento, por disimulado que fuera, pondría en funcionamiento su plan, y, en él, la rapidez era esencial para el éxito.

Cuando subió al adarve almenado supo que el momento crucial se acercaba. Un reducido grupo de hombres cobijados por incipientes sombras intentaban pasar desapercibidos avanzando entre pinos y encinas, se ocultaban en la frondosa retama rumbo a la capilla.

Dio instrucciones a los soldados y descendió la escalinata en busca de Jimena. Cuando llegó a la puerta de su alcoba y posó su mano en el pomo, las imágenes de su cuerpo desnudo y mojado le acudieron inoportunas a la mente. Rogó encontrarla visible, apretó los dientes y abrió. Ella estaba frente a la ventana ojival, contemplaba el crepúsculo de espaldas a él. Ni siquiera se volvió, como si estuviera a leguas de allí. Fijó la vista en aquella esplendorosa melena negra y rizada que le rozaba la cintura, y el impulso de enredar las manos en ella lo asaltó. Álvar carraspeó y la muchacha volvió sus enrojecidos ojos hacia él; había estado llorando.

—Debes acompañarme, Yarmun está en camino.

Extrañamente, no replicó; se limitó a asentir y se dirigió a la puerta. Aquella actitud apática e indiferente lo acicateaba más que su rebeldía. No soportaba verla en aquel estado. Llegaron a la cámara subterránea, la misma en la que la había sorprendido aquella mañana mientras intentaba descubrir el acceso a los túneles. La miró con disimulo y sacó de su túnica un medallón con la cruz patada. Lo encajó bajo el soporte para antorchas en la pared del fondo, lo que accionó un ruidoso mecanismo. Ella abrió los ojos sorprendida y frunció el ceño.

—Debí de haberlo imaginado —musitó indignada.

En el centro del muro, un estridente chirrido abrió una puerta oculta camuflada con piedra para mimetizarla con la pared. Una escalinata de caracol, estrecha, húmeda y lóbrega se abrió ante ellos. Álvar fue delante, la miró apenas un segundo y espetó:

—Iré delante, apoya tus manos en mis hombros y baja a mi ritmo. La piedra rezuma humedad y podrías resbalar.

Ante su inmovilidad, giró la cabeza y la contempló extrañado. Tenía los ojos anegados en lágrimas y había palidecido visiblemente.

—¿Te encuentras bien?

Jimena se limitó a asentir y, a pesar de saber que mentía, no había tiempo que perder. Las manos de la mujer se afianzaron en sus anchos hombros y le provocaron una reacción esperada y temida. Álvar respiró hondo para alejar pensamientos y emociones turbadoras. Llegaron a una amplia antesala circular que se abría en cuatro pasadizos, se adentró sin titubear en el segundo por la izquierda y recorrió a grandes zancadas un largo tramo recto.

Álvar escuchaba tras él los acelerados pasos de Jimena, que casi iba a la carrera. Los túneles estaban precariamente iluminados, por lo que, al doblar un recodo, se sumían en la negrura hasta que otra antorcha los regaba con su titilante resplandor casi en mitad del pasadizo. Podían oír el eco de sus pisadas viajar por los túneles, también se oía un rumor de agua por encima de ellos, proveniente de algún manantial subterráneo.

De pronto escucharon el apagado murmullo de unas voces. Álvar no se detuvo. Sus hombres lo aguardaban. Al final del trayecto, tres enormes templarios armados con hachas, picas y espadones mostraban un semblante concentrado. Él se adelantó hacia una endeble escala de madera que ascendía a bastante altura. Sobre ella se divisaba una pesada compuerta reforzada con metal.

—Están a punto de llegar, acabamos de escuchar pasos. No tardarán en encontrar la entrada —susurró uno de ellos.

Álvar se volvió hacia Jimena, que permanecía inmersa en su mutismo.

—Habrás de subir la escala y abrir la cancela —la instruyó—. Después los guiarás hacia la antesala de la que partimos. Cuando empiece la refriega, ocúltate en el primer pasadizo de la derecha; al comienzo del primer recodo se abre una brecha oculta tras un puntal. Escóndete allí, yo iré a buscarte cuando todo termine. ¿Alguna pregunta? Los grandes ojos de la mujer lo observaron fijamente; pareció meditar apenas un instante y negó con la cabeza.

—Durán —continuó—, tú te esconderás tras este recodo; cuando sigan a Jimena, aguardarás hasta que escuches mi orden y derrumbarás a hachazos los puntales. Habrás de ser rápido y certero o acabarás sepultado.

—Otro tesoro oculto —bromeó el aludido.

—Que no me molestaré en custodiar —replicó Bernardo.

Martín y Álvar sonrieron divertidos.

—Bien, hermanos, nada puede salir mal, Dios está con nosotros.

En ese instante, escucharon con toda claridad cómo golpeaban la compuerta desde el exterior. Álvar clavó los ojos en Jimena y asintió. Ella, con semblante sorprendentemente imperturbable, imitó su gesto y se dirigió a la escala. Con una innata agilidad, a pesar de su larga saya de lana y la túnica, se encaramó a la escala y comenzó la ascensión.

—¡Rápido! —exclamó Álvar y corrió detrás de Martín y Bernardo.

En su mente, una duda inquietante tomaba peso a cada zancada. La extraña actitud de la mujer había despertado en su instinto una alerta de aviso. ¿Y si Jimena tenía otros planes? ¿Y si le había mentido y su gente no significaba nada para ella? ¿Podía fiarse de una traidora? Se detuvo en el primer recodo y alentó a sus hombres a continuar. Allí, en las oquedades de la pared, también podía camuflarse. Fuera lo que fuera, debía anticiparse o todo estaría perdido. Se escondió en el tramo más oscuro y aguardó. No tardó en escuchar pisadas.

Jimena abrió el postigo y bajó unos peldaños antes de gritar:

—¡Tirad con fuerza, acabo de abrirlo!

No supo si la habían escuchado hasta que se abrió quejumbroso un pequeño quicio iluminado por una antorcha. Un tirón más y la compuerta se abrió totalmente. Un rostro conocido asomó por ella.

—¡Por Alá misericordioso! —exclamó Yarmun—. Temí por ti.

Jimena se obligó a sonreír a pesar de la angustia que la embargaba. Se repetía incesantemente que aquello era lo correcto, en un patético intento por aplacar los remordimientos. Descendió y aguardó a que una veintena de hombres alcanzaran el túnel. En fila avanzaron sigilosos. Ella encabezaba la comitiva con Yarmun pegado a su espalda. El apuesto capitán sarraceno, de acanelada piel y ojos brunos, le había dedicado una mirada llena de anhelo.

—Sabes que te he echado de menos —susurró en su pelo.

La seductora cadencia de la lengua árabe trajo a su memoria momentos entrañables, románticos y dulces. Las manos de él le ciñeron la cintura. Jimena contuvo la respiración, mas no se detuvo.

—Y sabré recompensarte debidamente —prometió sugerente—. Cuando me asciendan, te regalaré un palacete en Córdoba o una almunia en el campo, lo que prefieras. Allí podré visitarte tan frecuentemente como pueda. Y, créeme, preciosa, que, si de mí dependiera, no me alejaría de ti ni un instante. Mi cama está tan fría desde que decidiste abandonarla…

Jimena cerró los ojos y tragó saliva. Sentía los nervios de punta, sus jugos gástricos se removieron convulsos.

—No solo pienso llevarme los tesoros del castillo —continuó—. Tú, mi dulce paloma, vendrás conmigo. Partiremos de inmediato hacia Córdoba, no pienso exponerte más.

Dobló el primer recodo y aceleró el paso. Escucharlo sumaba agonía a su encargo.

—Hemos de darnos prisa —aconsejó ella—. Ahora están rezando, pero no tardarán en reanudar la guardia.

Un recodo y otro más. El eco, una vez más, anunció la presencia del grupo que dirigía. Un último tramo recto y llegarían a la gran sala circular. Dejó de escuchar el murmullo constante de Yarmun, el eco y el incesante rumor del agua; tan solo sus latidos le resonaban en los oídos, atronadores e irregulares. Respiró hondo y se preparó para la emboscada. Habían llegado.

Los hombres se acomodaron en el recinto circular, y Yarmun observó los pasadizos. Se volvió interrogante hacia ella y la observó con atención. Algo en su expresión debió de alertarlo, porque frunció el ceño alarmado y desenfundó la espada, aunque no tuvo tiempo de abrir la boca. Justo en ese instante, aparecieron templarios de la nada, gritaban desaforados al tiempo que enarbolaban sus armas contra ellos. La lucha fue rápida y letal. El factor sorpresa se cobró sus víctimas.

Jimena solo vio sangre y confusión. Se dispuso a huir cuando una mano la detuvo. La colérica expresión de Yarmun le secó la garganta. Él se zafó de un contendiente y corrió por el túnel de regreso a la capilla tirando de ella. Jimena se revolvió con la esperanza de soltarse, pero el almohade, furibundo, la atrajo hacia él, apuntó el filo de su espada contra la base de su cuello y susurró:

—Vas a pagarlo caro, perra infiel.

Llegaban al último recodo cuando un estruendo los sobresaltó. Durán acababa de derribar los puntales.

—Estás atrapado, Yarmun —espetó ella—. Ríndete si quieres conservar tu vida. Te lo ruego.

Una nube de polvo se cernió sobre ellos.

—Morirás conmigo —musitó él.

Y giró para contemplarla. El pánico la invadió y negó con la cabeza en una muda súplica.

—No lo hará.

Aquella voz grave…

Yarmun la soltó para enfrentarse a Álvar, que surgía misteriosamente de entre los muros como un ángel salvador, hermoso y radiante. Jimena retrocedió y observó cómo los hombres se calibraban ceñudos. Ambos alzaron las espadas y entrecruzaron los filos. La corpulencia del templario ocupaba toda la extensión del túnel, lo que le dificultaba los movimientos. El sarraceno, más menudo, vio claramente su ventaja y descargó un rápido mandoble que el monje detuvo en el acto. Restalló el acero, una y otra vez arrancaba chispas y gruñidos.

Yarmun ganaba terreno y obligaba al templario a detener sus embestidas sin darle tiempo a contraatacar. En un escenario más abierto, el sarraceno no habría tenido la más mínima oportunidad, por lo que la única posibilidad de Álvar era llevarlo a un tramo más abierto, y era precisamente lo que estaba consiguiendo. Jimena los seguía, al tiempo que miraba atrás y suplicaba la aparición de Durán. Ella observaba, detrás de Yarmun, el enfrentamiento, indecisa y angustiada.

El alfanje del capitán sarraceno rozó el hombro del monje y le cortó la túnica. La cota de malla impidió un mal mayor. Jimena contuvo la respiración; tenía que hacer algo. El templario detenía los rápidos ataques de su oponente sin apenas movilidad. Su largo espadón chocaba contra el muro de piedra, lo que enlentecía sus estocadas. Durante ese breve instante, su cuerpo permaneció peligrosamente expuesto al sable de Yarmun. Ella se percató de la daga que el sarraceno portaba enfundada en el fajín escarlata tras la espalda, y supo al instante lo que debía hacer. Comenzó a acercarse sigilosamente, pegada al muro. Álvar retrocedió de un salto cuando su espada de nuevo se atascó entre las irregulares piedras de la pared y evitó el mandoble de su adversario. Fue entonces cuando el monje reparó en ella. Pareció adivinar sus intenciones y la fulminó con la mirada. Jimena lo ignoró, aunque sentía la furia que lo dominaba. Casi tenía la daga al alcance su mano; debía ser rápida, pues los constantes movimientos de Yarmun podrían ponerla en peligro.

Álvar redobló sus ataques con denodado vigor, lo que obligaba al sarraceno a detenerlos. Ella aprovechó ese momento para alargar la mano y apresar la empuñadura de la daga. Veloz como un rayo, la descargó en la espalda del hombre. Yarmun dejó escapar un gemido, giró y, con él, su alfanje. Jimena no pudo escapar de la estocada. Sintió un dolor lacerante en el costado izquierdo y cayó de rodillas. Boquiabierta, bajó la mirada hacia la herida que ya sangraba profusamente. El sarraceno, petrificado, dejó caer la espada y se arrodilló frente a ella, horrorizado y derrotado.

—Yo… no quise… —balbuceó—. No puedes dejarme… otra vez.

Y la abrazó tembloroso.

—¡Suéltala, maldito! —rugió Álvar, que ya se cernía sobre ellos.

En ese momento, sus hombres aparecieron y se detuvieron atónitos ante la escena.

—¡Lleváoslo! —ordenó Álvar—. Y buscad a Durán, algo ha debido de pasarle.

Inmediatamente se abalanzó sobre ella y la tomó en sus brazos. La muchacha vio el miedo en su rostro; la alarma le desfiguraba sus hermosas facciones, y deseó borrarla con sus besos. Él corrió por los pasadizos con ella pegada al pecho, quien incluso podía escuchar los atronadores latidos de su corazón. Jimena sintió los párpados pesados, un frío intenso y las extremidades adormecidas.

—¡Lucha contra el sueño! ¿Me oyes? —gritó Álvar y la hizo sobresaltar—. ¡Resiste, maldita seas!

El pánico teñía su voz y su mirada. Ella lo intentó. Pero, una y otra vez, aquella agradable somnolencia la envolvía con promesas placenteras, lejos del dolor y del frío. Solo unos ojos suplicantes la animaban a resistir. Él sorteó los cadáveres de la sala circular y se dirigió a la escalinata de caracol.

—Abrázame fuerte —pidió Álvar.

Jimena recurrió a las pocas fuerzas que le quedaban, le enlazó los brazos al cuello y cobijó el rostro en el hombro del templario. El traqueteo del ascenso avivó las punzadas que torturaban su herida, apretó los dientes con fuerza y contuvo el llanto.

—No puedo más —confesó jadeante.

Álvar en su apresurada carrera, la miró con furia.

—Entonces no eres la Jimena de Castro que conocí en Alarcos, la niña que peleaba como un demonio sin importar cuán grande fuera el peligro. ¡Aguanta, demuestra que heredaste el coraje de tu madre!

La muchacha resistió otra lacerante punzada y dejó escapar un grito, mezcla de dolor y de cólera. Cerró el puño y lo estampó en el pecho del hombre.

—¡Lo soy, maldito monje!

Los labios del hombre se estiraron en una sonrisa satisfecha. Tras atravesar corredores y más escaleras, llegaron a su alcoba seguidos de ojos curiosos y alarmados.

—Llamad al sanador si acaso hay alguno —exclamó Álvar a su espalda, al tiempo que abría de una patada la puerta de la alcoba.

La depositó con cuidado sobre el lecho, sacó un pequeño puñal y rasgó la túnica y la sobreveste. Después arrancó un trozo de la colcha y presionó la herida con ella para detener la hemorragia. Jimena ahogó un gemido.

—Solo hay un boticario, y prefiero curarme yo misma a que ese hombre me toque.

Álvar la contempló por un instante y asintió. Acto seguido examinó la herida.

—Yo te curaré si me das tu permiso. Te aseguro que no es la primera herida que coso.

Jimena asintió y cerró los ojos, presa del dolor cada vez más atroz e incansable que contraía cada fibra de su ser.

—Llama a Mencia —rogó ella—. Dile que prepare un brebaje de belladona.

Álvar se dirigió a la mujer más próxima.

—Ya has escuchado; y necesitaré aguja, hilo, aguardiente y tiras de lino limpias para un vendaje.

La mujer casi se volatilizó, impaciente por cumplir las indicaciones.

—Con esa hosca actitud atemorizas a las mujeres.

Álvar le regaló aquella traviesa media sonrisa que tanto la aturdía.

—Tú no me temes —replicó.

—Es más bien al contrario, ¿verdad?

Y logró forzar una sonrisa que se apagó súbitamente ante otra punzada. El hombre la contempló con el ceño fruncido y una expresión indescifrable en el rostro.

—¿Me das permiso para cerrar los ojos, monje?

Álvar de nuevo sonrió. Inclinó la cabeza, sus afilados ojos de gato se centraron en la herida. Un mechón de su oscuro cabello le ocultó parcialmente el rostro. Jimena, presa de un impulso, alzó la mano y se lo retiró delicadamente mientras aprovechaba para acariciarle la mejilla. El hombre no se apartó, pero sus facciones mostraron la tensión que lo dominaba.

—Gracias —musitó ella en apenas un susurro. Entonces él la miró de nuevo, mostraba asombro y extrañeza.

—Creo que soy yo quien debe darlas, a pesar de no necesitar tu ayuda. Fuiste insensata y temeraria, una vez más, y te pudo haber costado la vida; debería…

—¿Azotarme? —adivinó.

Álvar asintió divertido.

—Confórmate con coserme, aunque lo cambiaría gustosa por unos azotes; sí, muy gustosa.

Aquello encendió las mejillas del hombre.

—Hablas así porque no has probado los míos —advirtió él.

—Algo me dice que los probaré.

—Sin duda, nadie ha acumulado tantos motivos como tú para recibirlos.

Jimena cerró los ojos y acompasó la respiración. Cada latido era un latigazo lacerante; si se relajaba, pensó, los latidos se espaciarían. Tener la mente ocupada ayudaba. Abrió los ojos de nuevo y lo vio observarla con preocupación.

—¿Sabes, monje?

Álvar se encogió de hombros.

—El clero debería prohibir a los hombres guapos; no es justo para las mujeres. Como a Dios la apariencia le da igual, debería quedarse con los adefesios.

Álvar soltó una carcajada abrupta e inesperada hasta para él.

—Deliras —respondió todavía sonriente.

—Tal vez, tal vez —contestó ella.

Y cerró los ojos. En ese instante sintió la negrura tirar de ella con insistencia y, entonces, supo que no necesitaría la infusión de belladona.

Álvar la contempló pensativo. Inconscientemente, su expresión se había dulcificado, casi parecía un ángel. El deseo de inclinarse y besarla lo atormentaba. Sus hermosos labios entreabiertos lo tentaban, pero se contuvo. Todavía sentía los estragos que el pánico había causado en su interior. Pero, ¿por qué? Aquella hermosa mujer lo desconcertaba, lo atraía, lo desquiciaba, lo sorprendía y lo confundía. Su valor, su entereza, su ingenio, su descaro eran absolutamente extraordinarios. ¿Acaso alguien sería capaz de resistirse a sus encantos?

«Dulce paloma», aquel apelativo tan inapropiado para ella todavía le fruncía el ceño. Oculto en la oquedad del muro, había escuchado cómo el sarraceno, su amante, le hablaba, lo que le provocó un sentimiento extraño, amargo y molesto. Un pequeño aguijón clavado en el pecho al que, muy a su pesar, tuvo que ponerle nombre: celos, en toda la extensión de la palabra. Ver cómo las sucias manos del hereje abarcaban la cintura de Jimena había provocado en él una oleada de ira tan intensa, que a punto había estado de salir de su escondrijo para apartarlo de ella. La sensación de propiedad que ella despertaba en él lo enfurecía más que cualquier otra cosa. Ella no era suya, pero sentía como si lo fuera. Maldijo para sus adentros; si la situación fuese otra, si no estuvieran atrapados en un inoportuno asedio, ya se habría marchado de allí, lejos de ella y del peligro que suponía.

Sin embargo, el solo pensar en alejarse lo mortificaba. Aquella mujer lo cautivaba. Con ella, era tan fácil olvidar quién era. Resultaba tan atrayente ser hombre de nuevo y no un monje solitario, o un soldado avezado, o un consejero sagaz, o un negociador implacable, o un mero subordinado papal. Jimena despertaba cosas nuevas en él; el solo hecho de hablar con ella se convertía en una experiencia gratificante. Admiraba su inteligencia, su chispeante agudeza, anhelaba cualquier enfrentamiento verbal, de la índole que fuera. Especial y única, así era ella, además de arrebatadoramente sensual, impresionantemente bella y terriblemente complicada.

Sonrió. Alargó la mano y le paseó la punta de los dedos por la inmaculada y tersa piel de la mejilla. Sin pensarlo, le recorrió la línea de la mandíbula, ascendió por la barbilla y se detuvo en aquellos labios perfilados de manera exquisita; los dibujó con el dedo índice y se deleitó con su tacto. Un carraspeo a su espalda; alejó la mano con rapidez. Guillén de Montcada acudió junto a su esposa.

—Un soldado de Cristo velando por mi esposa —adujo con mordacidad—. No debe de ser tan perversa después de todo.

Le dedicó una mirada penetrante e intencionadamente fijó los ojos en la mano de Álvar.

—Espero que no estuvierais dándole la extremaunción —manifestó cortante.

—Comprobaba si tenía fiebre —mintió Álvar.

Guillén miró a su mujer, se inclinó y le besó los labios. Puso una mano en su frente para comprobar su temperatura y asintió.

—De momento, podemos estar tranquilos.

Guillén fijó entonces la mirada en el expuesto vientre de su mujer. Álvar no cayó en la cuenta de que, en la premura por curarle la herida, había arrancado un poco más de tela de la necesaria, por lo que la curvatura de sus senos era claramente visible. Guillén, ceñudo, pareció pensar lo mismo.

—Veo que habéis despejado debidamente el campo de sutura. Pero, mientras tanto…

Se levantó, tomó un manto del arcón y la cubrió.

—Desconocía la longitud de la herida —replicó el caballero en su defensa.

Guillén no contestó. De nuevo se inclinó y acarició el cabello de su esposa, le prodigó besos cariñosos y mimos que Álvar deseó borrar con los suyos. Furioso con ese infame pensamiento, ya se levantaba, cuando Mencia, junto a tres sirvientas, irrumpió en la estancia cargada con todo lo solicitado. Un hombre de baja talla y robustas hechuras se les adelantó.

—Salgan de aquí, nobles caballeros, hemos de sanar a nuestra gentil señora.

Álvar dedujo que debía de ser el boticario y se apuró a responder.

—La señora me ha rogado que sea yo quien cure su herida. Mi experiencia en el campo de batalla me acredita para tal fin.

Todos los rostros se volvieron sorprendidos hacia el templario.

—Pero traigo mis brebajes, mis potes y útiles de costura —se quejó el hombrecillo.

—Obedeced al capitán —intercedió Guillén—. Si mi dama así lo pidió, será complacida.

El boticario, con el rictus contrariado, asintió con desagrado y se retiró.

—Mencia y yo —añadió Guillén— asistiremos a Álvar; los demás, abandonad la estancia.

Un corrillo de sirvientas bajó dócil la cabeza y abandonó la alcoba cerrando la puerta.

—Bien, capitán, estamos a vuestra entera disposición.

Álvar retiró el manto y examinó la herida. La sangre había formado una costra rojiza y húmeda.

—Mencia, acércame una esponja embebida en aguardiente —solicitó concentrado—. Guillén, debéis observar el rostro de vuestra esposa con atención: a la menor señal de consciencia, tendréis que sujetarla por los hombros e inmovilizarla.

Mencia le acercó la esponja, y Álvar limpió con esmero la sangre seca; se limitó a la zona de la herida, aunque la hemorragia se había deslizado por la cadera y el muslo.

Cuando retiró la tierna costra, manó algo más de sangre que contuvo con la presión de otro paño.

—Aguja e hilo.

La solícita y preocupada Mencia le alcanzó la aguja ya enhebrada. El hilo era de seda blanca; estaba convenientemente engrasado para que no cortara la carne. En la mano llevaba una jarra. Álvar la miró interrogante.

—Es la infusión de belladona —aclaró la mujer—; por si despierta.

—Recemos para que no lo haga.

Entrecerró los ojos para centrar la atención en la fea abertura que sesgaba aquella nívea piel. No había modo de saber si algún órgano había sido afectado; la sangre no era oscura, sino roja y brillante, y eso era buena señal. De los cuatro humores del cuerpo: sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema, solo parecía desequilibrado el de la sangre. Si no padecía calentura, un buen caldo y reposo serían suficientes; de lo contrario, tendría que volver a abrirla para extraer el pus, y eso sí era riesgoso.

Clavó la aguja con toda la delicadeza de la que fue capaz hasta un nivel profundo para cerrar tejidos internos, pues, una vez, un cirujano de la corte le había enseñado que, si el corte era profundo y solo se cosía la piel, la abertura interna seguiría sangrando y podía alterar los humores, lo que podía desequilibrar al enfermo hasta el punto de llevarlo a la muerte. El tratamiento más eficaz era el sangrado con sanguijuelas y ni aun así había certeza de que el paciente lograra restablecerse.

Álvar había leído en latín los textos de Galeno e Hipócrates y, en Tierra Santa, había aprendido de sabios médicos musulmanes valiosas técnicas que habían salvado a muchos de sus hombres de una muerte segura. Cada puntada era independiente y era afianzada con un concienzudo nudo. Cuando terminó de unir los lados del largo tajo, dejó apenas un pequeño espacio en el extremo para que la herida drenara. Después, para finalizar la intervención, colocó sobre ella un trozo de estopa impregnada en vino para evitar la producción de pus. Satisfecho con su trabajo, tomó los lienzos limpios que Mencia había cortado y, ayudado por Guillén, terminó de vendarla.

—Cada tres días se habrá de limpiar la herida, se colocará nuevamente otra estopa y un vendaje limpio. Cuando la herida esté más seca, se retirarán los puntos y se aplicará grasa y miel con frecuencia.

Guillén admiró el trabajo de Álvar complacido.

—Habéis hecho un buen trabajo, capitán; tenéis mano firme y conocimientos avanzados; os agradezco vuestro ofrecimiento.

—Ya lo hizo vuestra esposa.

Guillén arrugó el ceño, una sombra pareció cruzarle el rostro.

—Ahora, si me disculpáis, tengo asuntos que atender.

—Quisiera que se me informara sobre lo acontecido en los subterráneos —exigió Guillén.

—Su esposa se lo ofrecerá en cuanto despierte, en este momento tengo una importante negociación pendiente.

Con Yarmun en su poder, si es que seguía con vida, tenía una baza a su favor que inclinaría la balanza. El califa retiraría sus tropas, o al menos eso esperaba. Ya se iba, cuando un desagradable olor lo detuvo en seco. Un aroma que le despertó de inmediato la memoria. Siguió aquella extraña esencia hasta descubrir de dónde manaba. La jarra del brebaje.

—Sí, ya sé que apesta, pero lo endulcé con miel —aclaró Mencia.

—¿Es la belladona?

La mujer asintió.

—¿Qué aspecto tiene esa planta? —inquirió.

—La infusión se hace con el fruto de la flor, que es morada, con forma de campana y muy pequeña, el fruto es negro y circular. Es un buen analgésico en su justa dosis.

Álvar abrió el zurrón y sacó la pequeña florecilla mustia que había encontrado junto al cadáver de Polonia.

—Es esa precisamente —confirmó la doncella—; ha de tener cuidado con ella, puede resultar muy peligrosa si se desconocen sus efectos.

—¿Y cuáles son?

—En dosis elevada, pérdida de voz, alucinaciones, convulsiones e incluso la muerte.

Álvar, pensativo, asintió agradecido y se marchó.