CAPÍTULO 28

Despertó sobresaltada y sudorosa. Había tenido una pesadilla abominable: había visto el cuerpo de Mencia ensangrentado y sin vida cubierto por una etérea mortaja que se le pegaba viscosa al cuerpo.

Había perdido por completo la noción del tiempo. La débil luz de la vela mantenía el reducido habitáculo en penumbras, y el ambiente se notaba cargado y espeso, asfixiante. Necesitaba aire fresco, luz natural y respuestas.

Se levantó del jergón y caminó inquieta de un lado a otro. Se acercó a la puerta y pegó la oreja a la áspera rugosidad de la madera.

Le pareció escuchar pasos, tal vez se tratara de algún soldado en el cambio de turno. La caminata se detuvo justo frente a la puerta. Jimena tragó saliva nerviosa, si hubiese sido Álvar, habría entrado sin dilación.

Aguardó a que los pasos retomaran el camino, sin embargo, y para su angustia, lo que escuchó fue una respiración agitada. Permaneció inmóvil, sentía la sangre bullir acelerada por las venas. Llevó la mano a la empuñadura de la espada corta que llevaba en el cinto sobre las caderas e instintivamente miró el saco que contenía el cofre al fondo del cuarto.

De repente, llamaron con timidez a la puerta. Ella casi dio un salto del susto. Retrocedió y desenfundó la espada con el corazón que se le salía por la boca.

—Abridme, señora, soy Damián, me envía Álvar.

Jimena no contestó. Ese hombre ya había intentado sobrepasarse con ella, y ni loca le abriría la puerta.

—No pienso abrir —contestó tajante.

—Solo vengo a informarle que ya no corre ningún peligro. Los amotinados están en las mazmorras, puede salir cuando guste. Álvar y sus hombres buscan al padre Ambrosio. Hizo una pausa y a continuación agregó con voz dolida:

—No imagináis cuánto lamento vuestra desconfianza.

Jimena escuchó que los pasos se alejaban. Siguió sin moverse. No podía saber si decía la verdad. Pensó que lo más sensato sería esperar a Álvar, así que se sentó en el camastro. Sentía náuseas y hambre al mismo tiempo, además de un desasosiego persistente. Para colmo de males, estaba sedienta y le dolía la cabeza. Se recostó contra la pared y cerró los ojos, quizá lograba dormir un rato.

Pero ¿por qué diantres buscaban al padre Ambrosio? Comenzó a elucubrar sobre lo que habría sucedido, y la preocupación por Mencia se acentuó. Se puso en pie de nuevo y se pegó a la puerta, atenta a cualquier sonido.

Guillén estaba preso, pensar en él la aterraba. Saberlo culpable de todas aquellas atrocidades era más de lo que podía soportar. Había convivido con un demente asesino todo el tiempo. Eso era lo que hacía por la noches: malditos rituales.

Las náuseas se acrecentaron. Tenía que salir de allí. Abrió con lentitud y sigilo la puerta y atisbó temerosa por el resquicio. El pasillo estaba pobremente iluminado pero vacío. Volvió a cerrar, corrió hacia el saco y lo metió bajo la cama. Entonces salió.

Caminó pegada al pasillo, atenta a cualquier sonido, con el estómago en la boca y el pulso en las sienes. Antes de doblar el primer recodo se dio de bruces con un hombre. Damián la miró con asombro. Jimena retrocedió y lo apuntó con la espada.

—No os acerquéis —amenazó y controló las ganas de vomitarle encima.

Con semblante apenado, retrocedió y bajó la cabeza con humildad.

—Acaban de informarme de algo, y corría a daros la noticia —se disculpó—; pensé que os aliviaría.

Jimena entrecerró suspicaz los ojos y lo alentó a seguir hablando con un breve movimiento de cabeza.

—Han encontrado a Mencia.

Jimena soltó el aire contenido, los músculos se le aflojaron, la tensión se volatilizó. Damián miró nervioso tras de sí, parecía impaciente.

—Venid, os llevaré junto a ella.

—¿Dónde está Álvar?

El hombre reprimió tarde un mohín de disgusto y forzó una sonrisa tranquilizadora.

—Está con Mencia. La pobre mujer no para de llorar.

Jimena se dejó conducir por el caballero. No obstante, la llevó a la parte trasera del edificio, donde unas escaleras conducían a los sótanos. Se detuvo extrañada.

—La tenía presa en una de las cámaras secretas —musitó para contestar a su muda pregunta.

Los ojos pardos le brillaban con intensidad.

—Pero está bien, ¿verdad? No llegó a hacerle nada, ¿no?

—No —contestó mientras descendían.

El silencio la alertó. Debería haber soldados, bullicio, incluso el eco de aquellos siniestros túneles deberían haberle hecho llegar si acaso un leve murmullo. Se detuvo dispuesta a darse la vuelta cuando una mano le sujetó la muñeca.

—Todavía no —añadió con un cambio en la voz.

La mirada que encontró en el hombre fue muy distinta, los ojos se le oscurecieron, la sonrisa se le ensanchó con perversa complacencia.

—Pero eso pronto cambiará.

No vio llegar el golpe, tan solo sintió un dolor sordo acompañado de oscuridad.

Habían recorrido cada estancia, cada recoveco de aquella inmensa fortaleza. Nivel por nivel habían registrado concienzudamente cada palmo de terreno en busca de puertas secretas, paredes falsas e incluso extraños resortes. Nada. No aparecía Mencia, ni Ambrosio de Nimes. Era como si se los hubiera tragado la tierra.

Abatido, pensó en Jimena; estaría preocupada y nerviosa. Decidió que debía informarle de lo ocurrido, aunque no fueran buenas noticias.

—¿Has pensado quién puede ser el nigromante? —Álvar miró a Martín y sacudió la cabeza.

—Tal vez, la mente perturbada de Ambrosio…

—No creas que no pensé en él —confesó pensativo—. Puede que su mente comulgue con la mayor de las locuras, pero su cuerpo carece de la fortaleza necesaria para ejecutarlas.

Martín chasqueó la lengua y se retiró el claro pelo de los ojos en un ademán impaciente.

—Tal vez por eso utilizaba la belladona, seguramente las drogaba para poder manejarlas.

—Aun así —replicó Álvar—. Arrastrar un peso muerto, colocarlo dentro del pentáculo y realizar la ceremonia. Para torturar no solo se necesita destreza, estómago de hierro y ausencia de escrúpulos, sino también fuerza. Ese hombre es un anciano que, además de un fanático religioso, es la antítesis de todo lo pagano.

—Tienes razón —repuso contrariado—. Y, ahora, ¿cómo demonios encontraremos al asesino?

—Solo se me ocurre una cosa y, por Dios, que es lo último que quiero.

Martín lo miró interrogante e interesado.

—Utilizar a Jimena de cebo con el cofre. Ese hombre lo necesita, debe de estar desesperado.

—Puede funcionar —apoyó Martín.

Álvar asintió sombrío. Se separó de su hermano y se dirigió a buen paso hacia la celda. Fuera, los almohades parecían haberle dado una prórroga bastante oportuna. Las murallas mostraban sus heridas, los hombres el cansancio, y el cielo comenzaba a revelar enfado. La imaginaba todavía dormida, ya era avanzada la tarde; no obstante, los avatares sufridos la habían llevado hasta la extenuación. Sin duda, él necesitaba dormir al menos dos días seguidos si fuera posible.

Ansiaba verla, embeberse de ella, dejarse envolver por su aroma y la calidez de su voz, adentrarse en sus ojos y acariciar la seda de aquel negro pelo. Era consciente de cuánto se estaba acostumbrando a ella, de lo duro que sería alejarse, pero debía hacerlo, aclarar los sentimientos y poner en orden su vida.

Abrió la puerta, el corazón le palpitaba henchido de anhelo y se le detuvo en seco cuando no la encontró allí. Salió al pasillo con turbación, miró a ambos lados y recorrió casi a la carrera el camino de vuelta. Detuvo al soldado de la entrada y le preguntó por ella.

—No, señor, ninguna mujer ha salido por aquí.

Regresó veloz a la celda y se adentró en ella. Confundido y preocupado se sentó en el camastro, se pasó nervioso los dedos por el pelo e intentó pensar con coherencia. Tal vez había salido a buscar comida dentro del recinto o a aliviarse en algún rincón.

Esperó; sin embargo, a cada instante, la desazón le tendía sus largos y nudosos dedos en torno al cuello y le cerraban la garganta. Tragó saliva y se incorporó. Al hacerlo, sus talones empujaron algo. Se agachó y comprobó que Jimena le había metido el saco bajo el jergón. Extrañado, se inclinó, lo arrastró y lo abrió. El cofre seguía dentro.

No entendió nada, pero supo que algo iba mal. Su intuición gritaba alarmada, cada nervio del cuerpo se le despuntó y le provocó un malestar intenso. Salió con el saco colgado del hombro, decidido a recorrer el edificio y sus aledaños.

Avisó a la guardia y corrió frenético por los pasillos. Inspeccionó cada una de las celdas. Salió a la parte trasera, descendió las escaleras que llevaban a los sótanos y, antorcha en mano, exploró todas y cada una de las cámaras. Nada.

Un terror descontrolado comenzó a hacer mella en él. Podía haber pensado que Jimena había decidido escapar nuevamente por una nueva amenaza o por cualquiera de sus temerarias insensateces. Pero jamás sin el cofre. Aquel dato solo conducía a un siniestro callejón, oscuro y lúgubre. Se detuvo.

La posibilidad de que aquel ser despiadado la tuviera en su poder le estrujaba vilmente el corazón. Y, sin embargo, no hallaba otra explicación. Casi podía escuchar los enrevesados resortes de su cerebro conformar un plan. Resultaba indiscutible que bajo ellos existía una trama de túneles desconocidos que no figuraban en los mapas. Podría pasar semanas hasta que descubrieran un acceso a ellos y, desde luego, no contaba con ese tiempo.

Habían desaparecido Mencia y Jimena. La primera, para manejar a la segunda; y la segunda, tal vez por sentirse acorralada e impaciente. Lo que no encajaba era la fuga del clérigo, ni por qué el asesino había secuestrado a Jimena y dejado lo que tanto ambicionaba poseer.

Volvió sobre sus pasos y, al introducirse en el pasillo que conducía a su celda, vislumbró una sombra escabullirse y doblar un recodo. Corrió como alma que lleva el diablo. Podía escuchar los acelerados pasos de la persona que perseguía envuelta en una capa con capucha.

Era rápido y no tan alto como él. Sus largas zancadas acortaban la distancia. Giró de nuevo y lo vio salir a toda carrera hacia el patio de armas. Imprimió velocidad a las piernas y se plantó en el patio justo cuando el hombre atravesaba la arcada que llevaba a la rampa del nivel superior.

En su alocada carrera, se interpuso un grupo de soldados que corrían hacia el cambio de guardia; Álvar los apartó furioso y maldijo entre dientes. Llegó a la arcada y comenzó el ascenso con el corazón en la boca. Ya no lo veía.

Asustado, continuó saltando los escalones de tres en tres. Jadeante se detuvo en la explanada y miró a su alrededor. Lo había perdido. Pateó con cólera el suelo y levantó una nube de polvo. Se apoyó en el muro pare recuperar el resuello y gritó a pleno pulmón, impotente y aterrado.

—¡Dios, castígame a mí! —exhaló con desesperación—. Aquí tienes mi vida, tómala, maldita sea, pero libérala a ella. Es cuanto te pido; te he servido bien, Señor, y prometo seguir haciéndolo si la salvas.

Fijó los ojos en las níveas nubes recortadas contra el cielo oscuro y triste. Entre ellas emergía un tenue resplandor cobrizo que moría en los brazos de una noche incipiente. Respiró hondo para aliviar la angustia que le oprimía el pecho. Jamás en su vida había sentido un miedo tan primario y abrumador; si la perdía, enloquecería, moriría. Tan solo ese pensamiento le helaba la sangre, como si afiladas dagas de hielo le apuñalaran el interior.

Le costaba respirar, los latidos desacompasados amenazaban con llevarlo a una crisis frenética. La furia lo sacudía; cerró los ojos y los puños y rezó. Debía sosegarse y pensar; alejar el miedo y utilizar su argucia para desenmascarar al asesino. La clave estaba sobre su hombro.

Tomó una decisión. Se encaminó hacia el centro del patio principal y llamó a gritos a sus hombres. Bernardo bajó raudo de las almenas; Martín y Durán aparecieron con las espadas en alto y semblante fiero.

—¿Qué ocurre?

Martín miró en derredor, después fijó su atención en él y abrió los ojos sorprendido ante lo que veía.

—Parece como si hubieras visto al mismísimo demonio.

—No lo he visto, pero lo he perseguido. Se ha llevado a Jimena.

Los hombres se miraron entre sí.

—¿Ella se resistió? —preguntó incrédulo Durán.

—Iba solo, salió de mi celda —respondió tirante.

—¿Y cómo sabes que se la ha llevado?

—¡Maldición, porque ella ha desaparecido! —gritó furioso.

Durán miró significativamente a Bernardo, Álvar captó el mensaje de desconfianza que mostraban.

—Verás —comenzó Bernardo con voz calma y actitud temerosa—. Esa mujer tiene… cierta tendencia a darse a la fuga. Creo que eso es indiscutible.

Álvar lo fulminó con la mirada. Se descolgó el saco del hombro y lo estampó contra el pecho de Bernardo con bastante brusquedad.

—Te aseguro que no se fugaría sin esto.

Martín se interpuso, reprobó a Bernardo con la mirada y musitó conciliador:

—No cuestiones a tu capitán, centrémonos en algo primordial. El asesino anda suelto por el castillo, lo que revela un dato esclarecedor.

Bernardo y Durán arquearon las cejas. Martín observó a Álvar, asintió y le devolvió la conversación con un tenue gesto de amonestación, que solo él captó.

—Ahora sabemos que ninguno de los hombres que están presos es el asesino —continuó ceñudo.

Los otros templarios asintieron con una extraña mezcla de alivio y confusión.

—Eso no exculpa a todo el personal militar del castillo, a los soldados de nuestra Orden y al padre Ambrosio —resaltó Durán.

—El hombre que perseguí era joven y ágil.

—Nuestra Orden está fuera de toda duda —añadió Martín con vehemencia.

—Bien, entonces, el asesino pertenece a la guardia de este castillo. Tendremos que poner en antecedentes al encopetado capitán —alegó Bernardo.

Álvar permaneció en silencio, inmerso en sus cavilaciones. Volvía a ser un soldado con una misión, la más importante de su vida.

—Durán, quiero que liberes a Guillén, lo necesito. Bernardo, quiero que toda la guardia del castillo se presente en formación en el patio de armas. Y quiero ambas cosas ya.

Los hombres desaparecieron prestos a cumplir sus cometidos.

—¿Qué piensas hacer con los habitantes? —inquirió Martín.

—Permanecerán donde están; en las celdas puede que no estén cómodos, pero sí seguros. No quiero que intervengan y compliquen las cosas más de lo que están.

—Piensas negociar un intercambio, ¿me equivoco?

Álvar asintió con la cabeza. Era precisamente lo que pensaba hacer en primera instancia; en segunda sería capturar y matar con sus propias manos al nigromante.

—¿Y después?

Supo a qué se refería. En su mirada vio incertidumbre, preocupación y tristeza.

—Después, querido hermano, Dios guiará mis pasos.

Martín apretó la mandíbula y sacudió apenado la cabeza.

—Lamentablemente, hace ya un tiempo que guías tus pasos por un sendero pedregoso, un sendero opuesto al del Señor.

Álvar sostuvo su crítica mirada con semblante imperturbable.

—Te sorprendería lo afín que me siento con Dios.

—Lo que me sorprende es lo mucho que has cambiado.

El templario lamentó profundamente haber decepcionado a su hermano y, por primera vez, se preguntó si debía compartir con él su sorprendente descubrimiento.

—Lo extraño sería que no lo hubiese hecho; las circunstancias y avatares moldean a los hombres, y de ambas he ido bien servido.

—Para eso forjaste tu autocontrol: las flaquezas diluyen la fe y convierten la luz en sombras —reprendió.

Suspiró, se acercó a Martín y le puso una mano sobre el hombro.

—Si de repente la Iglesia decidiera abolir el voto de castidad, si pudieras desprenderte del celibato, ¿buscarías una esposa?

Martín lo miró asombrado, frunció el ceño. Su semblante adquirió gravedad, el desasosiego de su mirada se acentuó.

—Si quisiera una esposa, nunca habría entrado en la Orden. Pero, aunque me permitieran tenerla, ¿qué mujer aguantaría las largas y constantes ausencias de un templario, el duro vasallaje a toda la jerarquía eclesiástica, las largas meditaciones, la interminable y estricta disciplina del salterio? No, no creo que el amor de ninguna mujer soporte eso. Diría que compartiría a su hombre con Dios, pero ni siquiera sería así, pues ella solo obtendría unas tristes migajas.

Álvar presionó brevemente el hombro de su amigo y asintió con firmeza.

—Llevas razón; al fin y al cabo, siempre fue así en la Orden o fuera de ella.

—Tengo la sensación de que he precipitado algo.

Se obligó a sonreír.

—No has sido tú, te lo aseguro. A veces, aunque creemos poder escapar de un destino, la vida nos pone de nuevo en el lugar que nos corresponde. Por fin sé que quién soy y cuál es mi misión en este mundo.

A Martín le brillaron los ojos con desencanto.

—Consagrarte a ella —murmuró decaído.

—Sí, pero no del modo que imaginas.

De pronto, como si un rayo de luz emergiera de algún lugar de su interior, vio con claridad meridiana la respuesta oculta. Por fin, las piezas que conformaban la razón de su existencia encajaban, mostraban su destino.

—Soy su protector —agregó—, su guardián. Dios me eligió para ayudarla a cumplir su cometido. Ahora lo sé, pero el precio que tendré que pagar será muy alto, tendré que arrancarme el corazón para dejarla marchar.

Tal como había hecho Martín, la gente debía poder tener en su mano la elección de su destino en función de la verdad. Ese evangelio arrastraría consigo mucha sangre y dolor, pero no podría ser destruido, pues, con él, desaparecería la verdad de una religión pura y simple, bondadosa, comprensiva y tolerante. El mensaje había sido corrompido, y, aunque en ese momento era como enfrentar una hormiga a un elefante, supo que algún día la pelea sería en igualdad de condiciones.

Por ese motivo, debía ayudar a Jimena a entregar aquel evangelio a la sociedad de Trujillo, para que ellos preservaran la verdad. Solo esperaba que tuvieran el juicio suficiente en ocultarlo y cifrarlo para generaciones posteriores.

Pero antes debía rescatarla. Los soldados llegaban paulatinamente con semblantes hoscos y expresiones contrariadas. Álvar aguardó frente a ellos con las manos cruzadas sobre el pecho; los observaba con interés. El capitán de la guardia, Damián Hidalgo, se dirigió hacia él en actitud retadora.

—No somos siervos de vuestros caprichos, sino de este castillo al que acabas de dejar sin protección —refunfuñó airado.

—La protección es la misma —replicó Álvar con frialdad—, solo lo privo momentáneamente de vigilancia; en este breve período de tiempo, seguro que los muros siguen haciendo su trabajo tan bien como hasta ahora.

Damián arrugó el ceño y apretó los labios con evidente desagrado.

—¿Y puede saberse la razón?

—La habría dicho ya si hubierais sido capaz de contener tu insurgencia.

Se sostuvieron la mirada con fría hostilidad. Álvar finalmente lo ignoró y se dirigió a la formación de soldados que ocupaba el amplio patio central.

—Entre nosotros se oculta un asesino —comenzó—. Acabo de perseguir al culpable hace apenas un instante.

Escudriñó a los hombres e hizo una pausa intencionada. Se miraron entre sí claramente turbados. Damián de nuevo se enfrentó a él.

—Eso es una infamia —prorrumpió con altanería—. Yo respondo por todos y cada uno de mis hombres, ¿podéis decir lo mismo de los vuestros?

—Claro que puedo, son mis hermanos. Y, ahora, capitán, decidme, ¿respondéis también por vos?

—¿Osáis acusarme?

Abrió los ojos con asombrado enojo, cerró los puños y se aproximó ofendido.

—No lo haré si me decís dónde estabais hace un momento.

—Descansaba en mis aposentos.

—Qué conveniente —repuso mordiente.

Damián se encaró con él, los ojos le brillaban iracundos.

—No tenéis potestad para acusar a nadie sin pruebas —increpó ultrajado.

—Y no es esa mi intención —anunció.

Guillén apareció seguido por Durán, que lo guiaba a punta de espada.

—Mi intención —continuó fijando la mirada con intensidad en cada uno de los presentes— es informar algo.

Cruzó la mirada con Guillén, que mostraba una aparente serenidad.

—La señora del castillo acaba de ser secuestrada por el nigromante —anunció alzando la voz.

La expresión de Guillén se descompuso, perdió el color y a los ojos le asomó una angustia reveladora. Álvar se descolgó el saco del hombro, lo alzó y lo sacudió ante los hombres.

—El asesino busca esto, y lo entregaré a cambio de la mujer y su doncella. Aceptaré sus condiciones, cualesquiera que sean. Aguardaré a que se ponga en contacto conmigo y ante vosotros prometo que realizaré el intercambio solo, nadie más intervendrá, pero ya advierto que quiero a las mujeres intactas.

Contempló con atención el rostro de los hombres, los escudriñaba con la intensidad de un lobo que acechaba en la oscuridad el casi imperceptible susurro de una presa oculta entre la maleza.

La emoción predominante era un desconcierto general. A excepción de dos expresiones bastante llamativas: la mirada airada de Guillén se posó en Damián con evidente agravio y un ligero tinte acusador. Por su parte, el displicente capitán mostraba una veta furiosa y contrariada tras aquel duelo tirante. Ambos desviaron la mirada hacia él. ¿Le había parecido vislumbrar un atisbo de complicidad en aquel velado enfrentamiento visual? Solo había una forma de averiguarlo. A grandes zancadas, atravesó el patio y se encaró a Guillén, que inmediatamente adoptó un gesto apenado.

—Creí que la protegeríais —lo increpó.

—Y yo creí en tus palabras —acusó.

Sabía bien cómo desenmascarar una verdad, y la mayoría de las veces tan solo era necesario forzarla a salir con una mentira. Guillén abrió con asombro los grandes y apáticos ojos verdes y frunció los labios con desagrado.

—Te conté la verdad —se defendió.

—No toda —aventuró Álvar con firmeza—. Damián te delató.

Y en realidad no mentía. Damián había filtrado la nota anónima bajo su puerta para acusarlo directamente. El rostro de Guillén adquirió un alarmante tono verdusco, pareció descomponerse ante él. Lo vio tragar saliva en su intento por recomponerse. Sin duda, ocultaba algo importante.

—Ese miserable —siseó entre dientes—. Jamás debí iniciarlo como ayudante.

Fue Álvar quien entonces luchó contra sus emociones. Mantuvo a raya la sorpresa bajo un pesado manto de indiferencia.

—Ya es tarde para lamentarse —murmuró—. Será mejor que lo desenmascares, pues él carga sus culpas sobre ti.

—Y, de hecho, me confieso culpable —admitió cogitabundo ante el creciente asombro del templario—. Una rata es una rata por mucho que le enseñes a ser otra cosa, pero poseía tan buena disposición… Y yo lo necesitaba.

—¿Para qué lo necesitabas?

—Lo inicié en las técnicas básicas —aclaró—, pero ante su talento y entusiasmo lo subí de nivel, le di a conocer los arcanos mayores. Lo necesitaba para descubrir la piedra filosofal.

Álvar había oído hablar de ella. Era la meta ansiada de cualquier alquimista. Se decía que poseía el poder de transmutar metales vulgares en oro, de conseguir destilar un elixir de vida: una panacea universal que otorgaba la inmortalidad y además dotaba de omnisciencia, conocimiento absoluto del pasado y del futuro, del bien y del mal.

—Él me proveía de cuanto necesitaba: mercurio, azufre, minerales diversos, como la pirita de hierro y el plomo. Juntos elaboramos el ácido tartárico en un horno alquímico. Estábamos tan cerca…

La mirada vidriosa y perdida de Guillén mostró una desesperanza desgarradora. Se pasó la mano por el revuelto cabello trigueño con frustración y finalmente sacudió la cabeza bajando la mirada.

—Debí ver el mal en sus ojos, debí intuirlo al menos. Se embebió de mi sabiduría para volcar todos los conocimientos al servicio del mal. Él es el nigromante, estoy seguro.

Álvar giró raudo y buscó con la mirada al capitán. Algo en su expresión debió de alertar a los hombres, pues se pusieron en guardia a la espera de una señal suya. Señaló con la cabeza en dirección a Damián, que abandonaba el patio.

Antes siquiera de abrir la boca, Bernardo, Durán y Martín desenvainaron las espadas y corrieron hacia el grupo de soldados que rodeaba a su capitán. Álvar, que se hallaba más atrasado, aceleró la carrera.

La atronadora corrida hacia ellos los alertó. Damián profirió una orden, y sus hombres se apresuraron a defenderlo.

Como una gélida ráfaga de aire invernal que apaga una hoguera, los caballeros del Temple enfriaron, con habilidad guerrera, la veta de rebeldía de forma súbita. Evitaban, en la medida de lo posible, causar más bajas entre la ya reducida sección militar del castillo. En la reyerta, entre estocadas sibilantes y gruñidos belicosos, un grito se alzó entre los demás para poner fin al caos.

—¡Parlamento! —vociferó uno de los guardias desde una de las almenas.

«¡Maldición!», pensó Álvar. Apretó furioso los dientes y miró a sus hombres. En el momento más inoportuno, los almohades solicitaban parlamento. Yarmun reclamaba lo que le pertenecía. Y supo que no se marcharía sin obtenerlo.

—Parece que tu infierno por momentos se agranda.

Miró a Martín y resopló fatigado.

—Como bien dijiste, en este infierno ya estamos todos.

Apartó con el hombro a varios hombres en busca de Damián.

Durán lo sujetaba con brutal hosquedad en su peculiar y opresivo abrazo de oso en torno al cuello.

—Ya está suficientemente azul —señaló Álvar con cierto regocijo—. Ahora me toca a mí ponerlo rojo.

El hombretón sonrió cómplice y soltó a Damián, que se desplomó de rodillas e inhaló violentas bocanadas de aire.

—Solo voy a haceros una pregunta y solo me detendré cuando la respuesta me satisfaga —siseó.

Lo aferró por la pechera de la túnica, lo sacudió con violencia y clavó en él una mirada amenazante.

—¿Dónde está Jimena?

—No lo sé.

Descargó en su rostro un brutal puñetazo que le giró violentamente la cabeza; un escupitajo de saliva ensangrentada salió proyectada de su congestionada boca.

—¿Dónde está Jimena?

Damián entonces clavó su fiera mirada en él con desprecio.

—¡Vete al infierno!

Esa vez no fue solo un golpe. Álvar, enajenado, lanzó una serie de golpes cortos, rápidos y certeros que le bambolearon la cabeza como si fuera de trapo. El capitán, claramente aturdido, bajó la cabeza casi al borde del desmayo. Álvar, jadeante, le aferró el cabello y lo obligó a mirarlo. Damián, de nuevo, le sostuvo la mirada con semblante imperturbable a pesar del fuego que debía de sentir en el magullado rostro.

—¿Dónde está Jimena?

No respondió, tan solo se limitó a negar con la cabeza. Álvar resopló con frustración. Miró a Martín, él asintió y, con decisión, agarró a Damián por la espalda y lo arrastró por el patio hasta una gran roca. Allí le colocó la mano sobre la rugosa superficie, dobló la rodilla y le pisó la muñeca para apresarla con fuerza. Desenfundó el espadón y lo alzó.

—¿Dónde está Jimena?

Vio el pánico que le contorsionaba las facciones. Sin inmutarse aguardó una respuesta que no llegaba. Resopló, frunció el ceño y apretó los dientes.

Ya descargaba el mandoble cuando un grito lo frenó en seco.

—¡Deteneos!

Alzó contrariado la mirada y, atónito, contempló al padre Ambrosio de Nimes, que avanzaba furioso hacia él.

—¡Atacáis a vuestros propios hombres! ¡El demonio ha entrado en vuestro corazón!

Ante un leve gesto de Álvar, Durán corrió hacia el anciano y lo capturó. Le apresó las manos tras la espalda.

—¿Dónde está Jimena? —gritó furioso.

Alzó la espada por segunda vez y arrugó el ceño, estaba decidido a amputarle la mano derecha si no respondía. Respiró hondo cuando comprendió que el hombre no colaboraría; el dolor obraba milagros, y él necesitaba uno con urgencia. Su espada comenzó a trazar el fatal arco hacia su destino cuando otro grito lo detuvo.

—Yo lo sé —anunció Ambrosio.

Boquiabierto miró al clérigo; luego a Damián, que ya alzaba la cabeza sorprendido. Durán arrastró al hombre hacia donde estaban Álvar y Martín.

—¡Hablad!

—Prometed que no le haréis ningún daño —rogó el anciano.

Aquel inesperado ruego lo confundió. ¿Desde cuándo un hombre despiadado como él se compadecía de un soldado? Aquello parecía no tener sentido. Sin embargo, Álvar había aprendido algo muy valioso, y era que todo en la vida tenía una razón de ser y que normalmente esa razón solía ser la más elemental. Casi siempre el camino más corto y directo solía ser el verdadero, y aquella sorprendente preocupación por el capitán hablaba de un lazo que, aunque extraño, unía a ambos hombres. La acuosa mirada azulada de Ambrosio mostró desesperación, preocupación, pero también una furia contenida.

—Escondido en los subterráneos, vi a este hombre llevar en brazos a la señora; curioso, decidí seguirlo hasta una cámara oculta en un recodo. —Hizo una pausa, se frotó inquieto el tonsurado cráneo y echó una furtiva mirada a Damián, que lo contemplaba con semblante indescifrable—. Os llevaré hasta ella si cumplís esa promesa.

Álvar asintió circunspecto. Levantó el pie, y Damián, dolorido, cobijó la mano en su pecho y se irguió. Había prometido no hacerle daño, pero no soltarlo, así que le ató las manos a la espalda y se lo entregó a Durán para su custodia.

—Adelante —apremió impaciente.

Ambrosio dirigió la comitiva con paso cansado. Tras él, Álvar, Martín, Bernardo y tres hermanos de la Orden, todos espada en mano y con semblante hosco, se adentraron en las galerías que descendían a los túneles.